END

Bruno

Minutos antes

El rugido de los helicópteros partía la noche en dos. Las luces rojas parpadeaban como los latidos de un corazón al borde del colapso. Cada metro que recorríamos en el aire era una cuenta regresiva grabada en mi cráneo. No había espacio para el error, ni margen para dudas. Cindy estaba ahí abajo. Y yo iba a sacarla de ese infierno.

El Colmillo se giró hacia mí, ajustando su chaleco táctico mientras la luz tenue del panel de control le marcaba las facciones.

—Estamos a cinco minutos del perímetro. —Su voz era un gruñido grave, cargado de anticipación.

Cinco minutos.

Mis manos apretaron el rifle con una fuerza que crujió el metal. Podía sentir cómo la rabia pulsaba en mis venas, un veneno dulce que me mantenía enfocado.

—¿Listos? —mi voz fue un disparo seco.

Las respuestas fueron un coro de asentimientos, sin palabras innecesarias. Mis hombres sabían lo que estaba en juego. Sabían que esta no era una operación más. Era personal. Y cuando es personal… la muerte camina más rápido.

El helicóptero se inclinó en picada, las hélices aullando como bestias hambrientas. Las luces del complejo de la FIAC aparecieron en el horizonte: un monstruo de concreto y acero, rodeado de torretas automáticas y patrullas que parecían hormigas diminutas desde nuestra altura.

—Fase uno, ¡ahora! —grité.

Los Black Hawks se separaron en formación, disparando ráfagas de misiles Hellfire que iluminaron el cielo nocturno. Las explosiones sacudieron el complejo, convirtiendo torretas y vehículos blindados en montones de chatarra ardiente.

El primer impacto fue brutal, pero la FIAC respondió rápido. Las defensas se activaron, lanzando misiles tierra-aire que rasgaban el cielo como lanzas de fuego. Uno de nuestros helicópteros fue alcanzado, estallando en una bola de llamas que cayó girando en espiral hacia el suelo.

—¡Despegue de paracaidistas, ya!

Desde las avionetas ligeras, hombres en trajes negros saltaban en paracaídas, descendiendo como sombras sobre el caos. En tierra, los vehículos blindados entraban en acción, atravesando las vallas de seguridad mientras el estruendo de ametralladoras y explosiones llenaba el aire.

El helicóptero descendió en picado.

Salté antes de que tocara suelo, aterrizando entre metralla y gritos. Mi equipo me siguió, formando un muro de fuego a mi alrededor mientras avanzábamos hacia el túnel de mantenimiento.

El acceso estaba custodiado por un pelotón de la FIAC. No hubo tiempo para estrategias complejas. Solo acción.

—¡Fuego de cobertura! —rugí, mientras avanzaba directo hacia ellos.

Mis balas encontraron carne y hueso. No disparaba por instinto; disparaba por necesidad. Por Cindy. Cada disparo era una promesa. Cada cuerpo que caía era un obstáculo menos entre ella y yo.

El Colmillo lanzó un explosivo hacia la entrada del túnel. La detonación abrió un agujero en la pared de concreto, arrojando escombros y cuerpos por igual.

Sin detenernos, nos adentramos en la oscuridad del túnel. El aire estaba cargado de polvo y sangre. Las luces de emergencia parpadeaban, bañando el pasillo en un rojo intermitente que hacía que todo pareciera aún más irreal.

Bajamos por las escaleras hacia el subsuelo tres. Yo me guiaba por el rastreador que ella tenía en el brazo. Las luces de emergencia parpadeaban, tiñendo todo de rojo, como si el mismo infierno nos diera la bienvenida.

Un corredor.

Puertas reforzadas.

Gritos al fondo.

Y entonces, lo vi.

Tomé al tipo que se espantó del cuello y le di el mensaje.

—Dile a Víctor que vengo por lo mío —lo solté de un empujón y él se echó a correr, lo dejé ir.

Nos topamos con otro grupo de agentes. Esta vez fue más complicado. Eran de la unidad táctica pesada de la FIAC. Mejor armados. Mejor posicionados.

El tiroteo fue brutal. El sonido de las balas rebotando en el metal y el eco de los gritos llenaban el túnel. Vi caer a uno de mis hombres, un disparo directo a la cabeza. Pero no había tiempo para detenerse.

Cada hombre que caía por mi, tenía el futuro de su familia asegurado.

Avancé entre el fuego cruzado, sintiendo una bala rozar cerca de mi oreja, no me dio. No me detuve. No podía detenerme.

Finalmente, alcanzamos una puerta de acero reforzado. Sabía que detrás de esa maldita puerta estaba Cindy. El rastreador me lo indicaba.

—¡C4! —ordené, mientras colocaban los explosivos en la bisagra.

Retrocedimos. La explosión sacudió el túnel, lanzando fragmentos de metal por todas partes.

Cruzamos el umbral entre el humo y el polvo…

Doblé la última esquina, derribando la última puerta con una patada brutal. La sala estaba iluminada por la tenue luz parpadeante de una bombilla moribunda.

Avancé sin pensar, pero una voz rugió detrás de mí.

—¡Delacroix!

Me giré lentamente.

Víctor.

Estaba allí, con su uniforme manchado de sangre y polvo, sosteniendo un arma. Su mirada era la de un hombre que había perdido mucho, pero aún no lo suficiente como para rendirse.

Había demasiado caos y humo.

Podía ver el miedo en sus ojos. No era respeto. Era puro, crudo terror.

Uno de ellos gritó, una voz lejana, con la voz quebrada por la desesperación:

—¡Pidan refuerzos! ¡YA!

Mis ojos se clavaron en los de Víctor. Caminé hacia él, dejando caer el rifle, dejando que el peso de mi furia hablara por mí. No necesitaba balas para esto.

Él disparó.

Me moví rápido, esquivando por instinto más que por habilidad. Cuando estuve lo suficientemente cerca, le arrebaté el arma de un manotazo brutal y le propiné un cabezazo directo al rostro.

El crujido de su nariz rompiéndose fue música para mis oídos.

Víctor cayó, pero se levantó de nuevo. Era terco. Tenía esa clase de odio que da fuerza incluso cuando todo está perdido. Se lanzó hacia mí, y lo recibí con un rodillazo en el estómago, seguido de un codazo que le partió la ceja.

Sangre. Sudor. Rabia.

Éramos dos bestias peleando por algo que él nunca entendería.

Me golpeó en la mandíbula, un golpe fuerte que me hizo ver destellos por un segundo. Pero eso solo alimentó el fuego. Lo derribé de un empujón brutal, cayendo sobre él, mis puños golpeando su rostro una y otra vez.

—¡Lo mío no se toca! —rugí, sintiendo cómo los huesos de su rostro cedían bajo mis golpes.

Víctor intentó resistirse, sus manos débiles aferrándose a mi chaqueta. Pero yo ya no era un hombre. Era un monstruo hecho de furia pura.

Saqué mi cuchillo y, sin dudarlo, se lo clavé en la carótida, un chorro de sangre se alzó con la fuerza de un grifo cuando lo retiré.

Sus ojos se abrieron de par en par, la sorpresa mezclada con el dolor. Llevando sus manos a la zona herida mientras su cuerpo perdía vida.

Me puse de pie, jadeando, cubierto de su sangre. Me moví hacia la puerta semi abierta.

Y allí estaba.

Cindy.

Atada a una silla, la cabeza inclinada hacia un lado, el cabello cubriéndole parte del rostro. Golpes en su piel. Moretones oscuros. Le giré él rostro con cuidado inspeccionándole el golpe.

¡Hijos de perra!

Sentí que el mundo se detenía.

—¡Cindy! —mi voz fue un susurro y un grito al mismo tiempo.

Tocándola con cuidado, sentí su pulso. Débil. Pero presente.

Con el cuchillo rompí las esposas, era más truco que fuerza.

No tuve tiempo para más.

—¡Vamos! —grité, cargándola en mis brazos.

El Colmillo cubría nuestra retirada mientras las alarmas seguían sonando. Los pasillos se llenaban de refuerzos enemigos. Disparos por todas partes.

Pero yo solo veía su rostro. Solo escuchaba su respiración.

Llegamos al punto de extracción. Los helicópteros nos esperaban, algunos dañados, otros ardiendo.

Pero había uno. Uno listo para irse.

Subimos, el Colmillo cubriendo nuestra salida hasta el último segundo.

Ella seguía inconsciente. Su brazo colgando a un lado mientras yo sostenía bien su cabeza.

Las hélices creando un torbellino de viento y polvo. Cindy entre mis brazos, sin soltarla ni un segundo.

—¡Despeguen, ya! —ordené.

Mientras ascendíamos, miré hacia abajo. La base de la FIAC era un caos de llamas y escombros. Y entonces ocurrió.

Una explosión monumental desgarró parte del complejo, una onda expansiva que iluminó el cielo. Columnas de fuego y humo se alzaron como si el mismísimo infierno hubiera decidido reclamar su parte.

No sentí satisfacción. Solo un vacío brutal. Porque la verdadera victoria estaba en mis brazos, inconsciente, ajena a la masacre que había desatado por ella. No me daba vergüenza decirlo: tuve miedo. Ese sentimiento que me había abandonado hacia años, estaba latente. Tuve miedo como un crío. Por perderla. Aunque no lo demostrara.

Un par de horas después, el helicóptero aterrizó cerca de una pista oculta en medio de la nada. Un jet privado nos esperaba. Luces suaves, un interior impecable, un contraste ridículo con la violencia de la que veníamos.

Subí con Cindy aún desmayada, su cuerpo ligero y cálido contra el mío. Me senté en uno de los asientos de cuero negro, sin soltarla.

Y entonces, un sonido familiar.

Un ladrido. Todo lo que había pedido estaba listo.

Bombón, su perrito, saltó de un rincón del jet, moviendo la cola con energía. Había crecido un poco, pero sus ojos brillaban con la misma inocencia tonta que tanto le gustaba a Cindy.

Lo miré sin saber qué sentir. Tal vez alivio. Tal vez algo más profundo que no podía nombrar.

El avión despegó.

El rugido de los motores fue un susurro en comparación con el caos que habíamos dejado atrás. El cielo nocturno nos envolvía mientras volábamos hacia un lugar que ni siquiera me importaba. Todo lo que importaba estaba en mis brazos.

Sentí un movimiento débil.

Cindy.

Sus párpados temblaron antes de abrirse lentamente. Sus ojos, aunque apagados por el cansancio, encontraron los míos. Por un segundo, parecía desorientada, perdida en la transición entre la pesadilla y la realidad.

—Bruno… —su voz fue un suspiro, apenas un eco de lo que solía ser.

La apreté contra mí, enterrando mi rostro en su cabello enredado.

—Ya pasó… —susurré, mi voz más suave de lo que jamás había sido—. Estoy aquí. Ya pasó.

Ella asintió débilmente, sus dedos rozando mi chaleco con torpeza, como si quisiera asegurarse de que era real.

El silencio nos envolvió unos minutos, un oasis frágil entre tanto dolor.

Entonces, con un hilo de voz, susurró:

—¿Aprobé?

Fruncí el ceño, sin entender.

—¿Qué?

Sus labios se curvaron levemente en una sonrisa débil. Sus ojos medio cerrados, aún perdidos entre la vigilia y el sueño.

—Marco. La prueba… —susurró de nuevo—. ¿Aprobé?

Cerré los ojos, sintiendo que algo dentro de mí se reconstruía. No lo sabía.

Besé su frente, respirando su fragilidad, su fortaleza.

—Con cien, mi amor… —susurré contra su piel.

Cerramos los ojos, mientras el Jet nos dirigía con destino a suiza.

Mi cabeza recostada sobre el respaldo del sillón de cuero, a punto de alcanzar la calma cuando escuché el hilo de su voz.

—Sabes... —su voz.

—Dime.

—Vas a ser papá.

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