0.30

Víctor

Y volvimos a entrar. Lucía estaba prometiéndome que si le daba 5 minutos ella la haría hablar.

Cindy no apartó la vista del punto fijo en la pared, como si aferrarse a esa insignificancia le diera un control que nosotros no podíamos romper.

Lucía se inclinó sobre ella, su voz baja, venenosa.

—¿Crees que resistir te hará más fuerte? No eres la primera que se sienta en esta silla pensando que puede soportarlo todo. ¿Cuánto crees que durará?

Cindy no respondió. Ni una palabra. Su mandíbula apretada, sus manos atadas temblando apenas. La rabia de Lucía creció con cada segundo de silencio. Finalmente, se acercó bruscamente, le agarró el cabello con fuerza y tiró de él hacia atrás, obligándola a mirarla directamente a los ojos.

—Mírame cuando te hablo —gruñó.

Fue en ese momento que la puerta se abrió de golpe. Vicente.

Su entrada fue rápida, pero se detuvo en seco al ver la escena. Sus ojos se encontraron con los de Cindy, y algo cambió en su rostro, un destello de sorpresa y… algo más. Se quedó mirándola como si el resto de la habitación hubiera desaparecido. Mi hijo parecía hipnotizado, irracional.

Lucía no se detuvo. Con el mismo puño que sujetaba el cabello de Cindy, la inclinó más hacia atrás, presionando su cuello con el antebrazo. Cindy cerró los ojos, respirando con dificultad, pero sin soltar un solo quejido.

—¿Qué estás haciendo? —La voz de Vicente rompió el momento, cargada de una furia inesperada.

Lucía no lo soltó. Solo giró la cabeza, irritada por la interrupción.

—Haciendo mi trabajo.

Vicente dio un paso adelante, los puños apretados.

—¡Suéltala!

Lucía frunció el ceño, sin soltar a Cindy.

—¿Perdón?

Me levanté despacio, observando la escena. La reacción de Vicente no tenía sentido. No era propio de él, no de esa forma.

—Vicente, sal de aquí —ordené con voz firme.

Pero no se movió. Se quedó mirando a Cindy, su pecho subiendo y bajando con respiraciones rápidas.

—Esto no es un interrogatorio —espetó—. Esto es abuso.

Lucía soltó a Cindy bruscamente, dejándola caer hacia adelante, su cabello cubriendo parte de su rostro.

—¿Te importa más una desconocida que el trabajo que hacemos aquí? —bufó Lucía, acercándose a Vicente con una furia contenida.

Me acerqué a mi hijo, poniéndome entre él y Lucía.

—Sal de la sala. Ahora.

Vicente apretó la mandíbula, pero finalmente dio media vuelta y salió, la puerta cerrándose tras él con un golpe sordo.

Me giré hacia Cindy. Su respiración aún era irregular, pero seguía sin decir una palabra.

Lucía me lanzó una mirada de frustración.

—¿Qué le pasa a Vicente?

—No lo sé.

Lucía no perdió tiempo. Apenas Vicente salió, su expresión se endureció aún más. Se acercó de nuevo a Cindy, que seguía encorvada, con el cabello cayéndole sobre el rostro. Su respiración era errática, pero sus labios permanecían sellados con una terquedad casi inhumana.

—¿Ves lo que lograste? —murmuró Lucía con una sonrisa torcida, inclinándose para hablarle al oído—. Ni siquiera puedes protegerte a ti misma. ¿Crees que Delacroix vendrá a salvarte? No eres más que su puta.

Cindy no reaccionó. Esa falta de respuesta era más provocadora que cualquier insulto. Lucía le propinó una bofetada seca, el eco resonando en la sala estéril. La cabeza de Cindy giró por la fuerza del golpe, pero volvió lentamente su rostro hacia adelante, con una línea delgada de sangre bajando de su labio roto. Sus ojos, llenos de una mezcla de dolor y desafío, se clavaron en los de Lucía.

Me mantuve al margen por unos segundos, observando. Quería entender. Ver si la presión física podía romper esa coraza. Pero no lo hacía. Cindy resistía.

Lucía tomó una botella de agua de la mesa, pero no para dársela. La vertió lentamente sobre el rostro de Cindy, mojándola, dejando que el agua se deslizara por su cuello, dificultándole la respiración al mezclarse con su fatiga. Cindy tosió, su cuerpo temblando por el frío y el estrés, el aire acondicionado estaba alto, pero no dijo nada.

Me acerqué y le hice un gesto a Lucía.

—Basta.

Lucía se apartó, aunque su expresión decía que no estaba de acuerdo. Me agaché frente a Cindy, obligándola a levantar la mirada.

—¿Por qué lo haces tan difícil? —mi voz fue baja, pero cargada de un peso que no necesitaba gritar para ser amenazante—. Solo tienes que decir lo que sabemos que sabes.

Ella respiró con dificultad, su cuerpo tembloroso. Finalmente, abrió la boca, pero solo para escupir sangre mezclada con saliva en el suelo, cerca de mis botas.

La paciencia se evaporó. Tomé su rostro con fuerza, obligándola a mirarme directamente.

—¿Crees que esto es un juego? No tienes idea de lo que estamos dispuestos a hacer. No eres especial. No eres intocable.

Pero sus ojos, incluso ahora, brillaban con una fuerza obstinada. No era coraje ciego; era un control mental feroz, una inteligencia aguda que sabía cómo resistir, cómo no darnos lo que queríamos.

Lucía volvió a intervenir, esta vez sacando una pequeña barra metálica que había dejado sobre la mesa. Sin dudarlo, la presionó contra el costado de Cindy. Un grito ahogado se escapó de sus labios, su cuerpo convulsionando por el dolor del choque eléctrico. La piel bajo la tela fina de su camiseta se crispó violentamente.

—No te salvas ni por qué estés embarazada —bramó mi colega. Lucía aún sostenía la barra metálica con los nudillos blancos de la fuerza, el pecho subiendo y bajando con respiraciones agitadas. Su rostro mostraba una mezcla de rabia y frustración, como si el silencio de Cindy hubiera sido un insulto personal.

Cuando el impulso cesó, Cindy quedó jadeando, su cabeza cayendo hacia adelante, mechones húmedos pegados a su rostro.

—Dime dónde está —susurré una vez más, mi voz más un eco que una orden.

Silencio. Había perdido el conocimiento.

Me volví hacia la Lucía, con el corazón latiendo con fuerza, pero no por la tortura ni por la resistencia de la chica. Era otra cosa. Un malestar que crecía en el estómago, un eco, Lucía no tenía que confesarle el resultado de la prueba y ella, estoy casi seguro de que la ha escuchado antes de desmayarse.

—¿Qué diablos crees que estás haciendo? —mi voz salió baja, cargada de veneno contenido.

Lucía me miró, sus ojos oscuros ardiendo de furia.

—Estoy haciendo lo que tú no tienes el coraje de hacer. Ella sabe algo, Víctor. Está jugando contigo. Yo solo estoy rompiendo el juego.

Me acerqué, encarándola, sintiendo la tensión vibrar en el aire.

—¿Rompiendo el juego? —repetí con un susurro gélido—. Lo único que estás rompiendo aquí es la línea entre obtener información y perder el control.

Se rió con amargura, limpiándose el sudor de la frente.

—¿Crees que me importa esa línea? Mi esposo y mi hija están muertos porque gente como ella protege a monstruos como Thor, como Delacroix, como el Colmillo. No me hables de control.

Respiré hondo, conteniendo el impulso de gritarle. Sabía que su dolor era un abismo del que nunca saldría, pero eso no justificaba convertir la interrogación en una venganza personal. Miré a Cindy, desplomada en la silla, su cuerpo inerte, apenas respirando.

—No va a hablar —dije finalmente, apartándome de Lucía—. ¿No lo ves? Está dispuesta a morir antes de traicionarlo.

Lucía apretó la mandíbula, pero no respondió. El sonido de la puerta abriéndose rompió el momento. Vicente entró de golpe, sin aliento, su rostro pálido y los ojos desorbitados como si hubiera visto a un fantasma.

—¿Qué pasa ahora? —pregunté, irritado por su dramatismo.

Vicente apenas podía respirar, sus manos temblorosas aferradas al marco de la puerta.

—Hazle saber a Bruno que la tenemos —ordené, intentando mantener el control de la situación—. Y dile que si quiere que la soltemos, que se entregue.

Vicente negó con la cabeza, tragando saliva con dificultad.

—No hace falta —dijo finalmente, su voz un susurro ahogado.

Fruncí el ceño, dando un paso hacia él.

—¿Qué estás diciendo?

Vicente me miró fijamente, sus ojos llenos de una mezcla de asombro y algo más que no supe identificar al principio.

—Bruno Delacroix está aquí —soltó, con la voz quebrada por la incredulidad—. Y dice que vino por lo suyo.

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