Que pesado

Cindy

La luz se colaba por las cortinas viejas del departamento cuando abrí los ojos, adormilada. Una mirada rápida al reloj en la mesita de noche confirmó que eran las 11:17 de la mañana. Me estiré como un gato, con la satisfacción de haber dormido casi hasta el mediodía. Lo necesitaba, después de la noche anterior en el casino. Había sido una jornada larga, cargada de risas fingidas y clientes odiosos.

—¡Mira quién finalmente revive! —la voz de Rocío me arrancó una sonrisa mientras cruzaba el umbral de mi habitación. Apoyada contra el marco de la puerta, con su cabello negro enmarañado y una camiseta rota, parecía lista para protagonizar la portada de una banda emo de los 2000.

—Buenos días a ti también, princesa de las tinieblas.

—Te traje tacos anoche, pero estabas tan muerta que no tuve corazón para despertarte. Están en la bolsa sobre la mesa, si todavía tienes estómago para ellos. —Su sonrisa torcida era un reflejo de lo mucho que le gustaba molestarme.

Salté de la cama y fui directo a la mesa del comedor. Ahí estaba la bolsa, bendita sea Rocío. Saqué los tacos y me los llevé a la boca sin vergüenza alguna mientras ella encendía un cigarro.

—Por cierto, ¿cómo te fue con tu Romeo de pacotilla? —pregunté, sin miramientos.

Rocío rodó los ojos y soltó una bocanada de humo. —Primero, no es Romeo. Segundo, no es de pacotilla. Y tercero, no voy a darte detalles.

—Oh, por favor —insistí, cruzándome de brazos. —¿Al menos estuvo bien? ¿Lo hizo valer la pena?

Ella bufó, pero pude notar el leve sonrojo en sus mejillas. —Digamos que no me arrepiento de haber ido.

—Eso suena a que estuviste gritando más que los vecinos de la planta baja —solté, riendo a carcajadas. Rocío me lanzó un cojín, pero lo esquivé con facilidad.

Mientras charlábamos sobre el chico, los tacos y los eternos problemas de dinero, un grito fuerte interrumpió la conversación.

—¡Cindy! ¡CINDY!

Ambas nos congelamos. Miré a Rocío con las cejas levantadas, pero ella parecía igual de confundida. Me levanté y me asomé por la ventana. Ahí estaba, parado junto a la entrada del edificio, con las manos en los bolsillos y una expresión entre seria y desesperada. Raúl.

—¿En serio? —murmuré, fastidiada.

—Parece que no se va a ir hasta que hables con él —dijo Rocío, masticando su cigarro apagado. —¿Por qué no bajas y lo mandas a volar de una vez?

Suspiré, sabiendo que tenía razón. Raúl siempre había sido insistente, pero esto ya era ridículo. Me puse unos jeans y una camiseta, y bajé las escaleras con la cabeza bien alta.

Cuando llegué a la puerta, él me miró como si acabara de encontrar un oasis en el desierto.

—Cindy… —comenzó, con una sonrisa nerviosa.

—¿Qué haces aquí, Raúl? —pregunté directamente, sin darle oportunidad de endulzar las cosas.

—Necesito hablar contigo. Solo cinco minutos, por favor.

—Habla rápido.

Él tragó saliva y dio un paso hacia mí.

—Te extraño, Cindy. No puedo dejar de pensar en ti. Lo del otro día fue un error, te lo juro. Fue solo un beso. Ni siquiera significó nada.

Sentí una chispa de ira encenderse en mi interior. Crucé los brazos y lo miré fijamente.

—¿Un beso que no significó nada? ¿Eso es lo mejor que tienes? Porque desde aquí suena patético.

—¡No es patético! —levantó la voz, desesperado—. ¿Qué esperas que haga? ¡Te amo!

Solté una carcajada que claramente no esperaba.

—¿Me amas? Si me amaras, no estarías metiendo tu lengua en la boca de otra. ¿Crees que soy estúpida?

Su rostro pasó de la súplica a algo más oscuro.

—No es como si fueras perfecta, Cindy. Eres una cualquiera trabajando en bares de mala muerte, crees que no sé la clase de tipos que van al bar de Toni ¿De verdad crees que puedes conseguir algo mejor que yo?

Esa fue la gota que colmó el vaso. Ya no estaba en el bar de Toni, pero esa no era una información que le incumba. Me acerqué tanto que nuestras caras casi se tocaban, con una sonrisa fría en los labios.

—Escucha, Raúl, y escucha bien. Prefiero quedarme sola y morir rodeada de gatos antes que volver contigo. Si crees que insultándome vas a conseguir algo, estás más perdido de lo que pensé.

Él dio un paso atrás, impactado por mi respuesta. Su expresión pasó de furia a derrota en cuestión de segundos.

—Vete, Raúl. Y no vuelvas —Lo miré mal—. Y por cierto, ni siquiera me gustabas tanto.

Reí, y por primera vez en días, me sentí completamente en control.

Me giré dejándole la palabra en la boca. El eco de mis pasos resonaba en la escalera mientras subía de vuelta al departamento. Mi mente seguía repasando la escena con Raúl, no porque me importara lo que había dicho, sino porque me daba rabia que todavía tuviera el descaro de intentar manipularme. Había sido así durante toda nuestra breve relación: control, celos, y esa constante necesidad de hacerme sentir menos.

Cuando abrí la puerta, Rocío estaba recostada en el sofá, su cigarro de antes ya reducido a cenizas en el cenicero. Me miró con curiosidad, levantando una ceja.

—¿Le diste su merecido?

—Digamos que lo dejé sin palabras —respondí, dejándome caer junto a ella.

—Mejor. Ese tipo siempre me dio mala espina. Aunque, admito, tiene su encanto de chico malo. —Hizo un gesto exagerado con las manos, imitando un halo de luz.

—Por favor, Rocío, con un tipo como Raúl no necesitas intuición. El manual de advertencia viene incluido.

Ambas reímos, y por un momento el mal sabor de la visita quedó atrás. Encendí la cafetera.

Mientras tomábamos café, hablamos de cosas más mundanas: los gastos del mes, la gotera en el techo, y un vecino que había montado una fiesta que duró tres días. Sin embargo, mi mente seguía volviendo a Raúl, no por nostalgia, sino por la intrusión que representaba.

—¿Crees que vuelva a aparecer? —pregunté finalmente.

Ella me miró un rato corto y luego se encogió de hombros entendiéndome.

—Raúl es como una cucaracha. Aunque lo aplastes, sigue dando vueltas un rato. —Rocío sonrió, pero luego su expresión se tornó seria. —Si se pone pesado, me avisas. Lo último que necesitas es que ese idiota te arruine los días.

—Tranquila. Si aparece de nuevo, no será a mí a quien le arruine algo.

Era verdad. No iba a dejar que Raúl, ni nadie, volviera a ponerme un pie encima. Mi vida podía ser un desastre, pero al menos era mía, y eso no pensaba negociarlo.

—Bueno, ven deja ese café y acompáñame a pagar la luz y cuando regresemos me lavas la cabeza y me pasas la plancha.

Asentí.

—Bueno, y tú me pintas las uñas de los pies —la señalé—. Ni de negro, ni de azul.

Rocío asintió no antes sin rodar los ojos. Eran sus colores favoritos, pero no los míos. Nos apuramos hacer lo que debíamos ya que en la noche tendríamos que trabajar.

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