Mundo ficciónIniciar sesiónBruno
Parpadeé. Una vez. Dos. El eco de esas palabras seguía golpeándome con más fuerza que cualquier bala, más que cualquier puñetazo que haya recibido en la vida. Sentí que el mundo, ese que normalmente podía controlar con una mirada, con una orden, se desmoronaba y se reconstruía al mismo tiempo. "Vas a ser papá." Las palabras estaban atascadas en mi garganta, como si pronunciar algo significara que la realidad podía romperse en mil pedazos. Cindy me miraba, con esos ojos que siempre parecían ver más de lo que yo quería mostrar. Estaba pálida, con el rostro marcado por moretones y heridas que no merecía, pero aun así… sonreía. Una mueca débil, frágil, que no debería haber tenido fuerzas para existir y, sin embargo, ahí estaba. —¿Qué dijiste? —mi voz salió más áspera de lo que pretendía, un susurro rasgado que apenas reconocí como mío. Ella parpadeó lentamente, agotada, pero sin apartar la vista de mí. Mi mente, ese mecanismo perfecto que siempre había funcionado con precisión quirúrgica, se descompuso. Un bebé. Un pedazo de mí. Un pedazo de ella. —Vas a ser papá —repitió, con un tono tan suave que dolió más que cualquier grito. Mi latido se contrajo, Sentí que el universo entero cabía en ese pequeño espacio entre sus palabras y mi silencio. Y, por primera vez en mi vida, el hombre que siempre tuvo el control de todo… no supo qué hacer. No dije nada. No podía. Y ella me observaba como si esperara escuchar algo más. Como si necesitara saber si este bebé era bienvenido por mi parte. Cerró los ojos nuevamente, posiblemente abatida por el cansancio. La abracé más fuerte y besé su cabeza. —Es lo mejor que he oído de tus labios —dije. Y ella me miró apenas y la sentí sonreír. —Yo también siento bonito —su voz fue baja, mucho… casi como un susurro. El aire del jet se volvió más denso. Cada respiración era una pelea. Miré hacia otro lado, hacia la ventana, hacia la oscuridad interminable del cielo nocturno. Pero no había nada allá afuera que pudiera enfrentar. El verdadero desafío estaba frente a mí. Sentí un nudo formarse en el pecho. Algo incómodo. Algo que no sabía manejar. Yo deseaba ese niño, yo lo había buscado deliberadamente. Yo deseaba que ella me hiciera padre otra vez, oírlo, me aceleraba el pulso, dándome felicidad. No era solo la noticia. Era ella. Era el hecho de que era con ella. Cindy. La única persona en este maldito mundo que había logrado atravesarme el alma. Un Delacroix, viene en camino. Ese bebé es mío. Ella es mía. Hubo silencio. Mientras pasaba el tiempo. El avión privado aterrizó con la suavidad de un suspiro sobre la pista oculta entre las montañas suizas. Desde el ventanal, vi el verde intenso de los campos estirándose hasta el horizonte, salpicado de pinos que se mantenían firmes bajo un cielo gris pálido. Un contraste brutal con el ruido, la sangre y el acero que dejábamos atrás. Cindy dormía apoyada en mi hombro, su respiración pausada, ajena al peso que arrastrábamos. Acaricié su cabello con la yema de los dedos, un gesto automático, casi mecánico, pero cargado de una necesidad que no sabía cómo explicar. Ella y nuestro hijo. Dos cosas en este mundo de las tres que podían romperme. Cuando descendimos del avión, mis hombres ya estaban allí. Silenciosos, firmes, uniformados en trajes oscuros, sus rostros imperturbables. Me bastó una mirada para que supieran que no necesitaba palabras. La seguridad estaba controlada. Como siempre. El trayecto en el vehículo blindado fue breve. El paisaje era un susurro de calma: colinas ondulantes, praderas que parecían pintadas con la precisión de un artista que nunca ha conocido el caos. Finalmente, la casa apareció entre la vegetación, moderna, de líneas limpias, cristales amplios que reflejaban el cielo. Fría por fuera, como una fortaleza disfrazada de lujo minimalista. Melva nos recibió con la misma eficiencia de siempre. Había pedido que ella estuviera aquí. No necesitaba dar órdenes en voz alta. Todo estaba preparado. Seguridad en cada perímetro, cámaras ocultas, rutas de escape. Nadie podía acercarse sin que yo lo supiera. Subimos a la habitación principal. Cindy estaba agotada, lo vi en la forma en que sus pasos se arrastraban un poco más de lo habitual. Cerré la puerta tras de mí y me acerqué. —Vamos —dije, mi voz baja pero firme, esa que no admite discusión. Ella me miró llena de cansancio y algo más… algo que solo yo podía leer. Se dejó guiar sin decir nada. El baño era amplio, de mármol oscuro y cristal, con una bañera encajada junto a un ventanal que mostraba el verde infinito de los campos suizos. Abrí el grifo, dejando que el agua tibia llenara el espacio con vapor. Me quité la ropa, luego me acerqué a ella, cuando hizo el intento de desvestirse la frené con mis palabras: —Déjame atenderlos —ordené. No protestó. Clavó sus ojos en mi dejando que la desvistiera. Cada botón, cada prenda, era un acto de posesión y cuidado al mismo tiempo. No dije nada mientras la ayudaba a entrar en el agua. Solo la observé. Su piel pálida brillaba bajo la tenue luz, el reflejo del agua creando sombras que se deslizaban por sus curvas. Entré detrás de ella, sentándome con las piernas abiertas para que descansara entre ellas, su espalda contra mi pecho. El calor del agua no logró borrar la tensión que aún sentía en mis músculos. Solo su presencia podía hacerlo. Tomé una esponja, la empapé y comencé a deslizarla por sus hombros, su cuello, con movimientos lentos pero firmes. No era un acto romántico en el sentido cursi de la palabra. Era un acto de control. De dominio sobre el único caos que acepto en mi vida: Cindy. Y del que quiero cuidar hasta la muerte. Y por eso cargo la caja negra de terciopelo, porque la quiero atar a mi, completamente. —¿Te duele algo? —pregunté, mi voz grave, cerca de su oído. —No —susurró, su cuerpo relajándose poco a poco contra el mío. Dejé la esponja a un lado y pasé mi mano directamente sobre su piel, bajando desde su pecho hasta su vientre. Ahí me detuve. Mis dedos se extendieron, cubriendo esa pequeña zona debajo de su ombligo. Mi hijo. No dije nada. No soy un hombre de palabras innecesarias. Solo cerré los ojos un instante, dejando que el silencio hablara por mí. Ella estaba muy callada, muy tranquila… Tenía los ojos cerrados y la respiración pausada. —Los amo —susurré muy bajo. Y ella abrió los ojos de golpe girándose para clavar el azul vivo de sus pupilas en mí. —Repítelo —pidió como si fuera una necesidad. Algo extraño. Imposible de oír. —Los amo —repetí, esta vez con más claridad, dejando que la verdad se deslizara entre mis dientes sin resistencia—. A ti, y a ese bebé que yo te hice y que llevas dentro. Cindy parpadeó, como si esas palabras fueran algo tan valioso que tuviera miedo de que desaparecieran si parpadeaba demasiado rápido. Sus labios temblaron, y por un segundo pensé que iba a llorar, pero no lo hizo. En su lugar, sonrió. No una de esas sonrisas fugaces o forzadas que a veces esbozaba cuando estaba cansada o fingía estar bien. Esta era real. Cruda. Honesta. Se giró por completo en la bañera, el agua salpicando suavemente alrededor, hasta quedar de frente a mí, con sus rodillas a ambos lados de mis caderas. Sus manos subieron por mi pecho, rozando la piel, hasta enroscarse detrás de mi cuello. Su frente se apoyó en la mía, sus ojos cerrados, respirando mi aire, compartiendo el mismo espacio diminuto donde solo existíamos ella, yo… y nuestro hijo. —Jamás pensé escucharte decir algo así —susurró, su voz temblorosa, como si el simple acto de admitirlo la hiciera vulnerable. Y, joder, yo entendía ese miedo. Porque decirlo también me había dejado expuesto. Más de lo que cualquier enemigo pudo haber hecho jamás. —Ya te lo dije una vez, tú me haces hacer cosas raras… Ella río suavemente como si le gustara mi respuesta. Luego se apoyó en mi hombro recostada por un largo rato, mientras yo, acariciaba su piel con la esponja. Estuvimos un buen rato hasta que los dos nos habíamos bañado bien y disfrutado de la tranquilidad. Luego la levanté con facilidad, mis manos firmes y la llevé hasta la habitación sin molestarnos en secarnos del todo. El agua goteaba de nuestros cuerpos, marcando el suelo, pero eso también era irrelevante. La recosté sobre la cama, le ayudé a ponerse las bragas y camiseta, una de las mías que le quedaba grande. Y cepillé su pelo. El silencio entre nosotros era cómodo, lleno de cosas que no necesitaban ser explicadas. Era agradable. —¿Qué quieres comer? —pregunté, rompiendo el silencio con mi voz grave, mientras me ponía una camisa negra de manga larga. Ella se sentó en el borde de la cama, secándose el cabello con la toalla. —Fruta… algo ligero —respondió con suavidad, su voz aún un poco ronca por el cansancio. Asentí y saqué el teléfono del bolsillo. —Melva. —Mi voz fue directa cuando atendió al segundo—. Trae un plato de frutas frescas. Y agua. Ahora. No hubo necesidad de más explicaciones. Pocos minutos después, Melva entró con una bandeja: rodajas de mango, fresas, uvas, trozos de melón y kiwi, todo perfectamente presentado. La dejó sobre la mesa y se retiró en silencio. Me senté frente a Cindy, tomando un trozo de mango y llevándoselo a la boca. Ella lo aceptó sin protestar, masticando despacio. Luego tomó una fresa y la mordió, pero su expresión cambió ligeramente. Sus ojos, que habían estado relajados, se nublaron con una sombra de preocupación. —Bruno… —dijo, dejando la fresa a un lado. Su voz tenía un tono distinto, más bajo, casi como si temiera decir lo que venía—. ¿Y si… si el bebé no está bien por lo que me hicieron en la FIAC? Me detuve, el tenedor a medio camino hacia mi boca. Mi mandíbula se tensó de inmediato. —¿Qué te hicieron exactamente? —pregunté, mi voz baja, contenida, pero con un filo cortante. Ella bajó la mirada, sus dedos jugando con el borde de la servilleta. —Me pusieron electricidad… —murmuró, apenas un susurro—. Tuve una caída brusca mientras corría… no sé. Un silencio denso cayó sobre nosotros. Sentí cómo una oleada de rabia me subía por la garganta, helada y abrasadora al mismo tiempo. Mi mano apretó el tenedor con tanta fuerza que los nudillos se me pusieron blancos. Sin pensarlo dos veces, tomé el teléfono de nuevo y marqué. —Quiero a la doctora. No esa no. La otra. En media hora. No acepto excusas. —Colgué antes de recibir una respuesta. Volví la mirada hacia Cindy. Ella intentaba mantener la calma, pero sus ojos mostraban un brillo de preocupación. Me obligué a soltar el tenedor, a relajar los hombros. Tomé una uva y la llevé a su boca. Ella la aceptó, aunque su masticar era más por inercia que por hambre. —Va a estar bien —dije con voz firme, sin dejar lugar a dudas. Mientras esperábamos, seguimos comiendo en silencio, pero la rabia seguía ardiendo dentro de mí, un recordatorio de que esto no había terminado. No para ellos. Cuando no quiso comer más, yo busqué una pomada que estaba en el botiquín y se la apliqué en las zonas donde tenía moretones. Aliviaba, se pondría bien. Un rato después… El sonido del timbre resonó por la casa con un eco sutil, pero suficiente para romper la burbuja de silencio en la que estábamos Cindy y yo. La casa estaba en silencio, excepto por el eco suave de mis pasos descalzos sobre el suelo de madera pulida. Cuando salí. Melva ya estaba allí, de pie junto a una mujer de unos cincuenta y tantos años, cabello gris perfectamente recogido en un moño apretado y una expresión de serenidad profesional. Detrás de ella, un hombre más joven cargaba una maleta grande de aspecto clínico. —Señor Delacroix —saludó la doctora con una inclinación leve de cabeza—. Soy la doctora Léonie Martel. Asentí con un gesto breve y autoritario. No había necesidad de palabras largas. Ya sabía quién era. Había ordenado su presencia personalmente, eligiendo a la mejor doctora privada de Suiza, tenía también una especialidad en ginecología, una que sabía ser discreta, aunque no me había atendido personalmente a mí, a Thor si en otra ocasión. No iba a confiarle la vida de Cindy y de mi hijo a cualquiera. El hombre que la acompañaba dejó un gran equipo médico en la sala y se retiró sin decir nada más. La doctora se quedó sola, abriendo su maletín con movimientos precisos mientras yo la guiaba hacia la habitación. Llevó todo y lo ordenó. Cindy, se incorporó sin decir nada, sus movimientos más relajados. La doctora preparó el equipo mientras yo me mantenía de pie, cruzado de brazos, observando cada detalle con atención. No me senté. No podía. Sentarme sería admitir que esto era algo simple, y no lo era. Estaba vigilante, dando vueltas cortas en la habitación, pero sin apartar la vista del monitor en ningún momento. La doctora, con una sonrisa tranquila, miró a Cindy luego a mi, antes de empezar a aplicar el gel. —Vamos a realizar una ecografía transvaginal —dijo con tono profesional pero calmado—. Este tipo de ecografía nos permitirá ver con mayor claridad el embrión en las primeras etapas del embarazo, es más profunda y así podremos descartar todo lo que les preocupa. Será un poco incómodo, pero es rápido y nos dará la información que necesitamos. Ella preparó el transductor y continuó: —Lo voy a introducir con mucho cuidado, y mientras lo muevo, iré buscando la imagen del embrión. Será un momento breve. ¿Están listos? Cindy asintió y yo apenas hice un gesto suave con la cabeza. Cindy se estremeció ligeramente por el frío, pero no dijo nada. Su expresión era tranquila, aunque sabía que por dentro debía estar igual de tensa que yo. La doctora deslizó el transductor, y el monitor cobró vida con una imagen grisácea y difusa al principio. Pero entonces… ahí estaba. Una pequeña mancha, diminuta, apenas perceptible, pero con un destello rítmico: un latido. El sonido del corazón de mi hijo llenó la habitación, rápido y constante, más fuerte de lo que había imaginado. Mi mandíbula se tensó de forma involuntaria. —Ahí está —murmuró la doctora, ajustando el transductor—. El bebé está bien. Tienes seis semanas exactas. Seis semanas. El cálculo fue instantáneo. Exactamente desde mi cumpleaños. Una oleada de orgullo me recorrió el cuerpo, tan intensa que tuve que contener la sonrisa que amenazaba con formarse. No me permití mostrar más de lo necesario, pero por dentro… me sentía como el puto amo. El rey del mundo. ¿Cómo no iba a ser así? Lo había logrado en el primer intento. Claro que sí. Era lógico. Soy Delacroix. No fallo. Me acerqué entonces, no porque necesitara verlo de cerca, sino porque era mío. Me incliné ligeramente, observando la pantalla con una atención calculada, aunque por dentro la satisfacción me quemaba el pecho. —Está fuerte —comentó la doctora, con una sonrisa profesional. Cindy también miraba con atención el monitor. —Por supuesto que está fuerte. Es mi hijo. Mi voz sonó más grave de lo habitual, cargada de un orgullo que no me molesté en disimular. Cindy giró ligeramente la cabeza, con una media sonrisa que parecía contener una respuesta rápida. Y, como siempre, no decepcionó. —Fuerte como su madre —replicó, su voz suave pero con ese toque desafiante que siempre tenía conmigo. La miré fijamente durante un segundo, dejando que sus palabras se hundieran en mí. Luego asentí levemente, sin quitarle la vista de encima. —Fuerte como su madre —corregí, aunque por dentro seguía en mi nube: Es mío. Un Delacroix viene en camino. Cuando la doctora terminó. Mi mano se detuvo un momento sobre su piel, justo donde estaba nuestro hijo. Ese bebé lleva mi sangre. Ella es mía. Y este mundo va a tener que acostumbrarse a eso.






