Sofía siempre fue una mujer ambiciosa, pero su vida da un giro inesperado cuando consigue un trabajo como secretaria de Alexander Hawke, un enigmático millonario conocido tanto por su inteligencia como por su atractivo perturbador. La atracción entre ellos es instantánea, pero lo que Sofía no sabe es que el trabajo viene con un contrato lleno de cláusulas que no solo pondrán a prueba su moral, sino también su corazón. Mientras las tensiones entre ellos aumentan y las líneas entre lo profesional y lo personal se difuminan, Sofía descubrirá un oscuro secreto que podría cambiarlo todo, poniendo en juego no solo su carrera, sino también su futuro.
Leer másSofía
Casi no puedo creerlo. Estoy parada frente a una puerta que parece de otro mundo, tan grande, tan sólida. Mis manos, que hace apenas unos minutos estaban sudando de nerviosismo, se sienten frías ahora, aunque mi cuerpo se estremece con la ansiedad. La oficina de Alexander Hawke es un reflejo de su poder: moderna, elegante y tan controlada como el hombre que me espera dentro.
Alzo la mano, tocando la fría manilla de la puerta, y respiro hondo. A pesar de todo lo que he leído sobre él, lo que he escuchado en los pasillos, nada me prepara para lo que estoy a punto de enfrentar. Mi corazón late a un ritmo acelerado, pero mi mente se mantiene firme. Esta es mi oportunidad. No puedo dejarla escapar.
La puerta se abre sin esfuerzo, como si estuviera esperando que yo la atravesara. Y lo hago. Al entrar, mi vista se ve atrapada por el gran ventanal que domina la pared opuesta. Desde aquí, la ciudad parece más pequeña, más distante. La oficina está decorada con un gusto impecable: muebles oscuros, líneas rectas, luces suaves que crean un ambiente íntimo pero imponente. Pero no son los muebles lo que llama mi atención. Es él.
Alexander Hawke está de pie junto a su escritorio, con una postura tan recta que parece casi inaccesible. Tiene el porte de un hombre acostumbrado a mandar, a ser escuchado. Su mirada es penetrante, feroz, y aunque me observa, no parece impresionado en lo más mínimo. El simple hecho de estar aquí, frente a él, me hace sentir pequeña, vulnerable. Pero hay algo en su presencia que también me desafía, que me obliga a mantener la compostura, a no dejarme llevar por la ansiedad que se acumula en mi estómago.
"Bienvenida, Sofía", dice su voz grave, rasposa, como si cada palabra estuviera cargada de un peso que no puedo comprender. No se levanta para estrecharme la mano, ni hace ningún otro gesto de cordialidad. Pero en su tono hay una frialdad que me hace tragar saliva. "Siéntate."
No me atrevo a responder. Solo asiento y me siento en la silla frente a su escritorio, un poco incómoda por la distancia que hay entre nosotros, pero también aliviada al no tener que soportar más esa intensidad inmediata.
El silencio se alarga durante un segundo, pero es él quien lo rompe, con una pregunta directa, casi desafiante.
"¿Por qué quieres trabajar para mí, Sofía?"
Esa pregunta me sorprende. No es la típica pregunta de entrevista, no es lo que esperaba. Y aunque no soy una persona que se deje intimidar fácilmente, hay algo en la forma en que me lo pregunta que me hace pensar dos veces antes de contestar.
"Porque creo que este es el trabajo que necesito para avanzar", respondo, eligiendo mis palabras con cuidado. No voy a dar un discurso de autoayuda ni a tratar de impresionar. No sé qué busca exactamente, pero no quiero ser una más. "Porque tengo las habilidades que se requieren para hacerlo y porque no le huyo a los desafíos."
Mis ojos se encuentran con los suyos. Hay algo en la profundidad de su mirada que me desconcierta, como si estuviera buscando más que una respuesta. Como si estuviera probándome de alguna manera.
"Y tú... ¿qué me puedes ofrecer a mí, Sofía?" El tono de su voz se suaviza apenas, pero su mirada se vuelve más calculadora, como si estuviera evaluándome con cada palabra que dice.
Me siento más atrapada que antes. No puedo dejar de pensar que todo esto es parte de un juego, un juego en el que no sé las reglas. Pero no voy a retroceder. No ahora. "Lo que sea necesario", digo, sin vacilar. "Estoy dispuesta a dar lo mejor de mí misma."
Una ligera sonrisa aparece en sus labios, y aunque es pequeña, me deja una sensación extraña. No sé si es satisfacción o una simple diversión por el poder que tiene sobre la situación.
"Eso me gusta", dice, y con un movimiento, se acerca un poco más, cruzando la distancia que nos separa. No es una cercanía física inmediata, pero la manera en que se desplaza por el espacio me hace sentir como si estuviera invadiendo mi zona personal de manera intencionada. La tensión entre nosotros aumenta. Hay una atracción palpable, difícil de ignorar, aunque trato de mantenerme concentrada.
La entrevista continúa con preguntas que no solo tocan aspectos de mi vida profesional, sino también algo más personal. Cada vez que contesto, me siento más vulnerable. ¿Por qué me pregunta sobre mis relaciones pasadas? ¿Qué tiene que ver todo esto con el trabajo? A cada respuesta mía, su mirada se intensifica, y me doy cuenta de que está observando cada gesto, cada cambio en mi tono de voz, cada nerviosismo que intento esconder.
"¿Estás dispuesta a seguir instrucciones sin cuestionarlas?" La pregunta llega abrupta, como un golpe, y no sé cómo tomarla. Mi mente se llena de mil respuestas, pero mi boca se mantiene cerrada. No sé si debería sorprenderme, sentirme ofendida, o simplemente jugar el juego.
"Sí", respondo, casi sin pensar. "Eso es lo que hago."
Me mira fijamente, como si estuviera decidiendo si creerme o no, y por un momento, el aire se espesa. Puedo escuchar mi respiración acelerada, pero no me atrevo a apartar la vista de él. Hay algo en su presencia que hace que mi mente se nuble, que me haga sentir como si estuviera jugando en un terreno en el que no estoy preparada para entrar.
El sonido de su voz, de nuevo grave y resonante, me saca de mi ensueño. "Voy a ser directo, Sofía. Quiero que trabajes para mí, pero hay una condición." No me da tiempo de responder, continúa: "Tienes que firmar este contrato."
Me tiende un documento, que no miro de inmediato. En su rostro no hay ni una pizca de emoción. "Lee cada cláusula con detenimiento. Y cuando lo hagas, lo firmarás." Su tono es tan autoritario que no puedo decir no, aunque hay una pequeña voz en mi cabeza que me advierte que algo no está bien.
Lo miro. "¿Qué cláusula?" pregunto, pero sé que no quiero saber la respuesta.
"Una cláusula que no podrás ignorar", dice, y su mirada se intensifica. "Es mejor que entiendas a lo que te estás comprometiendo."
Sin embargo, antes de que pueda procesar todo lo que está sucediendo, un pequeño impulso de adrenalina recorre mi cuerpo. Acepto el contrato, más por impulso que por lógica. Algo en su mirada me empuja a seguir adelante. Firmo sin leer la letra pequeña, sabiendo que las consecuencias pueden ser mucho mayores de lo que estoy dispuesta a admitir.
"Bien", dice él, su tono ahora suavemente victorioso. "Lo has hecho bien."
Me siento confundida, pero hay algo en el aire, una tensión no resuelta, que me mantiene ahí, parada en el borde de algo más grande que yo. ¿Qué he hecho? ¿Qué ha significado realmente esta firma?
Cuando la puerta se cierra detrás de mí, mi mente sigue dando vueltas. ¿Qué significa todo esto? ¿Y qué tan peligroso es este trabajo, realmente?
Me alejo, pero algo dentro de mí sabe que la historia recién comienza.
Cierro la puerta tras de mí, pero mi cuerpo no se mueve, como si aún estuviera atrapada en la gravedad de su oficina, en el peso de su presencia. Me apoyó contra la fría superficie de la pared, respirando con dificultad, tratando de procesar lo que acaba de suceder. El contrato. ¿Qué demonios firmé? ¿Por qué sentí esa presión, esa urgencia inexplicable por aceptarlo sin siquiera leer lo que contenía? Mi pulso late con fuerza, y mi mente no puede dejar de dar vueltas en círculos. Una sensación de inquietud crece en mi interior, pero no sé si es miedo o una extraña excitación.
Es como si algo se hubiera desatado, pero no sé qué es. No sé si debería preocuparme más por el contrato o por cómo mi cuerpo reacciona a la idea de estar vinculada a Alexander Hawke, un hombre que no solo me intimida, sino que parece saber cómo manipular cada uno de mis movimientos, cada uno de mis pensamientos.
Mi teléfono vibra en mi bolso y me arrastro hacia él, como si eso pudiera distraerme de lo que acabo de hacer. Es un mensaje de mi amiga Clara, y su simple mensaje me hace sonreír un poco, aunque sea de forma tensa.
"¿Cómo te fue? ¿Conseguiste el trabajo?"
No sé si debo ser honesta. ¿Cómo le explico que he aceptado un trabajo donde me siento completamente fuera de lugar, donde la sola presencia del jefe es capaz de desestabilizarme de una manera que no puedo controlar? Decido no responder de inmediato, guardo el teléfono y doy un paso hacia la salida del edificio, pero cuando llego al vestíbulo, la puerta de vidrio automática se abre por sí sola y veo a Alexander en el vestíbulo. Está de pie, observándome, su expresión tan controlada que casi me hace sentir como si estuviera en una prisión de cristal.
Su mirada se encuentra con la mía, y por un segundo, el aire se tensa, se electrifica. Puedo sentir su mirada arrastrándome de nuevo hacia él, como si su voluntad fuera suficiente para inclinar el mundo a su favor. No puedo evitarlo. Mi cuerpo se mueve en su dirección, como si tuviera una mente propia, y antes de que pueda darme cuenta, estoy frente a él, a pocos metros.
"¿Sofía?" Su voz, baja y profunda, rompe el silencio, y siento cómo mi piel reacciona a su simple pronunciamiento de mi nombre. Es como si su voz fuera un comando que solo puedo seguir.
"Sí", murmuro, sin atreverme a decir más. Mis palabras se sienten vacías, como si ya no tuviera nada que ofrecerle. Mis nervios son tan evidentes que me irrita un poco. ¿Por qué no puedo controlar esto? Él parece notar mi vacilación.
"¿Estás bien?" Su pregunta es directa, pero no la contesta su tono, que se arrastra como una amenaza bajo la superficie. Me miro a los ojos, y por un segundo, parece que puede ver exactamente lo que está pasando en mi interior. Mi alma se siente desnuda ante él. "Porque si no lo estás, puedo asegurarte que esto no será nada fácil."
Me quedo en silencio, sin saber qué responder. Lo que acaba de decir me hace sentir vulnerable, expuesta, pero al mismo tiempo, esa sensación provoca una extraña pulsión en mí, una que no puedo ignorar. No sé si me estoy arrastrando hacia un peligro inminente o si todo esto es parte de un plan más grande que aún no comprendo.
"Lo estoy", digo finalmente, apenas audible, pero con firmeza. "Solo… necesito tiempo."
Alexander me observa, sus ojos fijos en los míos, pero no dice nada. La tensión es densa, palpable, como una cuerda tirante que podría romperse en cualquier momento. ¿Por qué estoy tan atraída por un hombre que claramente juega con mis miedos y mis deseos al mismo tiempo?
"Tiempo", repite, como si fuera una palabra que no le gusta.
SofíaVolver nunca fue el plan.No así. No tan pronto.Pero algo en el aire —quizás el cansancio, quizás la nostalgia— me trajo de regreso.La ciudad seguía igual.Los edificios, los mismos. Las aceras, las mismas grietas.Pero yo no.Había aprendido a caminar con el mundo en los hombros y el corazón en paz.Había hablado en salas llenas, en idiomas que no dominaba, y llorado en habitaciones solas. Había reído con extraños que se volvieron amigos, y dormido con la conciencia tranquila. Y sí, lo había extrañado.Con cada nueva meta. Con cada logro. Con cada atardecer desde la ventana de un hotel elegante en el que deseaba encontrar su mirada.Pero volví sin certezas.No lo llamé. No avisé.Solo volví.Y me encontré ahí, frente al café donde todo comenzó, con las piernas temblándome un poco más de lo que admitiría.¿Y si ya no estaba?¿Y si había seguido adelante?¿Y si yo también lo había hecho… y no lo sabía?Empujé la puerta. El sonido familiar de la campanita me hizo tragar saliva.
SofíaLa llamada llegó un martes cualquiera.Uno de esos martes en los que el café no sabe a nada y los correos electrónicos parecen multiplicarse como Gremlins después de medianoche.—Sofía… —la voz de Clara, mi antigua mentora, sonó como un disparo suave al otro lado del teléfono—. Hay una oportunidad en Ginebra. Es grande. Y te quieren a ti.Al principio, creí que estaba bromeando.Después, creí que había escuchado mal.Y luego, simplemente me quedé en silencio, con la cucharita del café suspendida en el aire y el corazón latiéndome en la garganta.—Es el proyecto de tu vida —añadió ella—. Fondo para Mujeres Refugiadas. Dirección regional. Tú lo soñaste, ¿recuerdas?Sí. Lo recordaba.Cada palabra.Cada noche de insomnio en la que pensé que quizás, algún día, podría tener una voz en algo más grande que yo.Y ahora ese “algún día” tenía fecha.Y pasaje de avión.Y consecuencias.Porque, claro, eso significaba dejarlo todo.El refugio. La ciudad.A Alexander.Dios.A Alexander.Dormí
SofíaCautela.Esa fue la palabra que marcó nuestro reencuentro.No hubo fuegos artificiales. Ni besos robados. Ni promesas urgentes.Solo café.Sí, café.Nos encontramos en una cafetería pequeña, de esas con luz cálida y olor a pan recién horneado. Yo llegué antes. Me senté en la mesa del fondo, donde podía ver la puerta, por si decidía huir. Por si el corazón me hacía una jugada sucia.Pero no huí.Él llegó cinco minutos tarde —lo cual me sorprendió— y traía flores. No un ramo fastuoso de rosas rojas como habría hecho antes. No. Traía un ramito de margaritas silvestres.Y por primera vez en mucho tiempo, sonreí sin defensa.—¿Sigues odiando las sorpresas? —me preguntó al dejar las flores sobre la mesa.—No si vienen sin intención de manipularme —le respondí, cruzando las piernas y fingiendo una calma que no tenía.Alexander sonrió. Pero no esa sonrisa de CEO encantador. Era otra. Más… humana.Y ahí empezó todo.De nuevo.Pero sin máscaras.AlexanderMe senté frente a ella con las ma
SofíaDespertarse sin miedo es una forma de libertad que pocos saben apreciar… hasta que la han perdido.Durante semanas, abrí los ojos sin tener que calcular estrategias, sin pensar en contratos, ni en si Alexander iba a aparecer con su mirada afilada y su lengua letal. No más juegos mentales. No más promesas rotas envueltas en palabras exquisitas.Solo yo. Solo paz.Y sin embargo…La paz también puede doler. Porque cuando te acostumbras a vivir con el corazón acelerado, el silencio te golpea como un eco de lo que ya no tienes.Pero me obligué a levantarme. Cada maldito día.Me mudé a la casa de Irina, lejos del lujo, cerca de la tierra. Las paredes eran de madera y olían a historia. A verdad. Me inscribí en el programa de voluntariado de la fundación que siempre quise crear, una para mujeres como yo. Mujeres que sabían demasiado y aún así callaban. Mujeres que amaban fuerte, pero habían aprendido a soltar.Me dediqué a diseñar, a soñar, a mancharme las manos de pintura y de propósit
AlexanderHay un momento en la vida de todo hombre en el que entiende, con brutal claridad, que no puede tenerlo todo. Y ese momento me golpeó con la fuerza de una maldita tormenta cuando cerré la puerta de su apartamento vacío y sentí… nada.Silencio.Ausencia.Despedida.El tipo de silencio que se pega a la piel. Que te susurra que, por más dinero, poder o imperios que tengas a tus pies, hay una guerra que nunca ganarás si no estás dispuesto a arrodillarte.Y yo, Alexander Volkov, el CEO de uno de los conglomerados más poderosos de Europa, estaba a punto de hacer justo eso: rendirme.—Cancela la reunión con los de Tokio —ordené, sin mirar a Luc, que me seguía como una sombra detrás del escritorio.—Es una fusión de mil millones de euros, Alexander.—Que se fusionen con el infierno si quieren. Yo ya no estoy.Lo vi fruncir el ceño. Nunca me cuestionaba. Pero esto no era solo una grieta en mi agenda. Esto era el colapso. La implosión de todo el castillo de cartas que había construido
SofíaHay algo profundamente humillante en regresar con las maletas a cuestas a la casa de tu madrina como si fueras una adolescente corriendo de casa después de una discusión con mamá.—¿Te peleaste con el CEO griego? —pregunta Irina, con esa mezcla de sarcasmo y cariño que siempre ha sido su marca personal.—Ruso —corregí sin pensar, hundiéndome en el sofá de su sala como si fuera un campo de batalla donde por fin podía bajar el escudo. —Y sí. Me peleé con él. Me mentía en la cara y yo… yo ya no puedo más.Ella me lanza una mirada de esas que incomodan porque no juzgan, pero tampoco te dejan esconderte. Irina fue bailarina de ballet, se retiró joven, y se convirtió en la única figura femenina en mi vida que no se dejó pisotear por un hombre. Tenía la elegancia de un cisne y el carácter de una tormenta eléctrica.—¿Vino otra mujer a tu cama? —preguntó con voz neutra.—No —respondí, y me dolió más de lo que esperaba admitirlo. —Pero había otra cosa. Algo oscuro. Algo que ocultaba como
Último capítulo