8

Alexander

Nunca he sido un hombre que se deje arrastrar por sus emociones. No es que no las tenga, es que siempre he sabido cómo controlarlas. El control es poder, y he construido mi vida sobre esa premisa. En los negocios, en las relaciones, incluso en mi propio corazón, siempre he mantenido todo bajo llave. No hago vínculos. No me apego. Y, sin embargo, desde que Sofía entró en mi vida, todo está comenzando a desmoronarse.

El primer día que la vi, la vi como una más. Una secretaria más en la fila interminable de mujeres que pasaban por mi oficina, haciendo su trabajo, cumpliendo su función. Lo que no anticipaba era lo que provocaría en mí. La forma en que su presencia me afectaba. La forma en que la deseaba, sí, pero también la forma en que me desestabilizaba. Sofía no era solo una mujer más. No, ella… era un desafío.

Hoy, sin embargo, la situación había llegado a un punto de no retorno. Todo comenzó con un malentendido laboral. Un pequeño error, insignificante en comparación con las decisiones que suelo tomar, pero que, para Sofía, fue un detonante. Las palabras que intercambiamos fueron más que frías; fueron un reflejo de lo que, inconscientemente, habíamos estado construyendo. Tensión, frustración, y algo mucho más peligroso que ninguno de los dos estaba dispuesto a admitir.

—Esto es inaceptable, Alexander —dijo Sofía, su tono cortante, sus ojos desafiantes. Siempre había admirado su profesionalismo, su dedicación. Pero en ese momento, vi algo más en ella. Era como si me estuviera mirando no solo como su jefe, sino como alguien que no era intocable. Esa mirada que no se doblega, esa determinación que, de alguna manera, me retaba.

Su desobediencia, su actitud desafiante… había algo en todo eso que me excitaba más de lo que debiera. Quizás porque nunca nadie me había hablado así. No era solo una secretaria. Era una mujer. Y esa mujer me estaba empujando al límite.

—¿Qué sugieres que haga? —le respondí, mi voz grave, aunque una parte de mí sabía que debía mantener la calma. Pero dentro de mí, una chispa se encendió, algo que no quería reconocer. Algo que quería apagar, pero no podía.

—No es lo que sugiero —contestó, cruzando los brazos sobre su pecho con una seguridad que solo hizo aumentar mi deseo por ella—. Es lo que exijo. No puedes seguir ignorando los detalles, Alexander. Y tú lo sabes.

De alguna manera, esa respuesta me desarmó. Me estaba desafiando, sí, pero no era solo por el trabajo. Era algo más, algo personal. Mi control estaba comenzando a resquebrajarse, y yo no sabía si quería salvarlo.

Me levanté de mi silla, dando pasos hacia ella. No sabía si era por la furia o por el deseo reprimido, pero algo en mi interior me empujó a acercarme. Ella no retrocedió. En cambio, me miró fijamente, manteniendo su postura. La tensión entre nosotros era palpable, eléctrica.

—No te he dado permiso para hablarme así, Sofía —le susurré, mi voz más baja ahora, cargada de una amenaza que ambos sabíamos que era falsa.

—Y aún así lo hice —respondió, sin perder un ápice de su firmeza. Algo en su tono, algo en su mirada, me hizo pensar que no estaba jugando. Que en algún lugar profundo de su ser, ella también sentía esta atracción peligrosa, esta tensión que nos rodeaba. Quizás no lo entendía completamente, pero lo sentía.

Estábamos a pocos centímetros el uno del otro. El aire entre nosotros estaba tan cargado que parecía que cualquier palabra, cualquier gesto, podría romper la barrera invisible que había entre nuestros cuerpos. Y, sin embargo, ninguno de los dos se movió.

Lo que ocurrió después no fue lo que esperaba. No hubo gritos. No hubo insultos. Solo un silencio profundo que hizo que mi respiración se volviera irregular. Sofía no era la mujer que me temía. No era la mujer que se sometía a mi voluntad sin cuestionarlo. Ella era algo completamente diferente.

Tomé un paso más cerca. Mis dedos rozaron su brazo con suavidad, pero no la aparté. Mi cuerpo respondía, mi mente gritaba que no debía, pero no podía detenerme. Algo en mí, algo que no podía controlar, me empujaba hacia ella.

La miré, buscando respuestas en sus ojos, pero lo único que vi fue un reflejo de lo que yo también sentía: una lucha interna entre lo que debíamos hacer y lo que realmente queríamos.

—No debí haberte hablado de esa manera —dije, mi voz más suave, pero aún cargada con una tensión que solo ella y yo podíamos comprender.

Sofía me observó, su respiración algo entrecortada. No me respondió de inmediato. Solo se quedó allí, inmóvil, como si estuviera procesando lo que acababa de suceder. Y entonces, en un susurro que me llegó directo al alma, dijo:

—¿Qué vas a hacer con esto, Alexander?

Era la pregunta que me estaba haciendo desde que la conocí. Y la respuesta, aunque no la tenía clara, se estaba haciendo cada vez más evidente. No podía seguir controlándolo todo. No podía seguir siendo el hombre que nunca se dejaba llevar. No con ella.

En ese momento, nos quedamos en silencio, observándonos. Ninguno de los dos dijo nada más, pero ambos sabíamos que lo que acababa de suceder no era solo un roce accidental. No era solo un error. Era algo mucho más grande, algo que iba a cambiar las reglas del juego.

Mientras la miraba, algo en mi interior hizo clic. Lo que sentía no encajaba en las cláusulas del contrato. No encajaba en el hombre que había sido hasta ahora. Y sin embargo, en ese mismo instante, entendí que estaba dispuesto a romper todas esas reglas, todas esas barreras que me había impuesto. Porque por primera vez en mucho tiempo, quería algo más que mi control.

Lo que sentía por ella no era parte del contrato. No era parte del plan. Pero si debía ceder a algo, sería a esto. A ella.

La pregunta ahora era: ¿sería capaz de manejar el precio de ceder a lo que ambos deseábamos?

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