SOFÍA
—¿Tú?
Mi voz sale como un susurro incrédulo, áspero por el polvo y el calor de Marrakech, por las noches sin dormir y las verdades que no quería encontrar. Pero ahí está él. Alexander. Con esa postura elegante incluso en el caos, con el rostro como esculpido en tensión y culpa.
—Sofía —responde, como si mi nombre aún le quemara la lengua.
Llevo días recorriendo calles sin nombre, mercados donde los relojes parecen detenerse, y ahora, en el zoco escondido tras la librería, justo cuando estaba por entrar a la boca del lobo, aparece él. Como una maldita sombra.
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