Alexander
Hay momentos en los que el pasado regresa sin previo aviso, como un fantasma que se cuela entre las rendijas de la memoria. Esos recuerdos que juré que nunca más verían la luz, esos que me atormentan en la oscuridad de la noche, cuando la mente ya no tiene barreras. Sofía estaba demasiado cerca de romper esa promesa, de hacer que todo lo que había construido a lo largo de los años se desmoronara en un instante. Y lo peor de todo es que ni ella lo sabía.
Cuando la vi esa mañana, tan cerca de mí, tan ajena a lo que estaba comenzando a ocurrir, me sentí atrapado. Me he mantenido distante durante tanto tiempo, evitando que nadie se acercara demasiado, manteniendo mi vida bajo un control absoluto. No importaba cuán hermético fuera mi mundo, siempre había una chispa que amenazaba con encender el fuego. Y esa chispa era ella. Sofía.
Es irónico, ¿no? Yo, que siempre me he considerado imperturbable, que he manejado mi vida como si fuera una operación quirúrgica, con precisión y sin lugar para la emoción, me encontraba perdiendo el control cada vez que ella entraba en la misma habitación. No era solo su presencia lo que me afectaba, sino esa curiosidad salvaje que llevaba consigo, esa necesidad de entender, de escarbar en cada rincón. ¿Por qué tenía que ser ella la que me hiciera sentir así? ¿Por qué me estaba cuestionando todo lo que había logrado mantener en pie?
La comencé a vigilar, claro. Eso fue lo primero. Cada uno de sus movimientos, cada palabra que decía. Todo lo que podía controlar. Su sonrisa, su risa, la forma en que sus ojos se iluminaban cuando algo le interesaba… todo eso me volvía loco. Y cada vez que pensaba que podría alejarme, ella hacía algo, algo tan sutil, tan inocente, que lo destruía todo.
Hoy, sin ir más lejos, estaba de pie frente a su escritorio, discutiendo sobre los detalles de un proyecto que necesitaba su atención. Me encontré observándola de nuevo, algo que no podía permitirme. Esa maldita inclinación de su cabeza cuando se concentraba, esa forma en que sus labios se fruncían ligeramente cuando pensaba en algo complicado… Era una provocación constante, y lo sabía, aunque nunca lo dijera. No entendía cómo no podía ver lo que hacía conmigo, cómo no podía notar la tensión que crecía entre nosotros, como si cada palabra, cada gesto, fuera una cuerda tirante a punto de romperse.
—Alexander, ¿estás escuchando? —me preguntó, sacándome de mis pensamientos.
Miré hacia ella, algo más tenso de lo que quería admitir. En su rostro había una mezcla de duda y desafío. Algo que me provocaba, algo que me hacía querer… reaccionar. No podía evitarlo, la cercanía de su cuerpo, su mirada fija en mí. Era como si ella estuviera esperando que cayera, esperando que mostrara alguna grieta en mi fachada perfecta.
—Sí —respondí, sin poder evitar que mi tono sonara más áspero de lo habitual—. Claro, estoy escuchando. Pero no tenemos todo el día, Sofía.
Ella no se inmutó, no retrocedió ni un paso. Solo me miró fijamente, desafiante, como si quisiera retarme. Y en ese momento, lo supe. Ella estaba demasiado cerca de algo que no podía dejar que descubriera.
La conversación continuó, pero mi mente no dejaba de dar vueltas. Estaba empezando a perder la compostura, algo que nunca había permitido que sucediera. Me estaba acercando demasiado a la línea, esa línea que jamás debía cruzar. Me dije a mí mismo que debía alejarme, que debía mantenerme en control, pero la maldita realidad era que Sofía estaba demasiado cerca de desmoronar todo lo que había jurado nunca dejar que viera la luz.
Horas después, ya en la seguridad de mi oficina, me encontré esperando su llamada. No sé por qué, pero algo me decía que quería hablar de lo que había sucedido hoy. Y, como si el destino estuviera jugando con mis nervios, sonó el teléfono.
—Alexander, necesito hablar —dijo su voz al otro lado de la línea.
Me senté en mi silla, tensando los músculos. Sabía lo que venía, pero no estaba preparado para ello.
—Te escucho —respondí con una calma que no sentía.
—¿Qué es lo que no me estás diciendo? —preguntó, directamente, sin rodeos.
Había algo en su tono, una determinación en sus palabras que me hizo sentir incómodo. No me gustaba que la gente hiciera preguntas que no debía hacer. Mucho menos ella. No entendía por qué estaba dispuesta a cruzar esa línea, pero la verdad es que ella me estaba desarmando de maneras que no había previsto.
—Nada que debas saber —dije, tratando de mantener la frialdad.
Hubo un silencio. Un maldito silencio que me estaba volviendo loco. Podía oír su respiración al otro lado, como si estuviera evaluando si debía continuar. Y, por supuesto, lo hizo.
—No puedes seguir ocultándome cosas, Alexander. Lo sé. Lo noto. Hay algo bajo la superficie, y no sé qué es, pero quiero saberlo —dijo, su voz baja pero firme.
Fue en ese momento cuando todo se desbordó. Me levanté de la silla, caminando hacia la ventana, sin querer que ella me viera mientras me luchaba contra la necesidad de decirle todo. De confesarle lo que llevaba tanto tiempo enterrado.
—No es tu problema, Sofía —respondí, de nuevo con ese tono que ya no tenía la fuerza que solía tener.
Pero ella no se dio por vencida.
—Sí lo es, porque te estoy viendo. Lo que sea que estés intentando esconder, no puedes seguir con esta farsa. No puedes seguir con este… muro entre nosotros.
Y entonces lo dije. No sé por qué lo dije, ni cómo pude soltarlo, pero lo hice.
—Perdí a alguien importante. Hace años. Y no sé cómo dejarlo ir. Así que construí este muro. Este maldito muro que ahora me está aislando de todo lo que realmente importa.
Fue como si el aire en la habitación se hubiera detenido. Mi confesión, aunque vaga, era suficiente. Lo suficiente para que ella supiera que había más en mí de lo que quería que viera. Lo suficiente para que entendiera que mi vida no estaba hecha de cosas tan simples como parecía.
El silencio se alargó entre nosotros. Yo estaba esperando su respuesta, esperando alguna reacción. Pero ella no dijo nada. Estaba esperando, igual que yo. Y cuando por fin habló, su voz fue suave, como si estuviera tocando una cuerda sensible.
—No tienes que hacer esto solo, Alexander.
La vulnerabilidad de su voz me hizo dudar. No podía estar pensando esto. No podía estar deseando que ella se acercara más. Pero lo deseaba. Y por primera vez, me di cuenta de que no sabía si quería volver atrás.
Sabía que había cruzado una línea, que algo había cambiado entre nosotros. Y, por primera vez en mucho tiempo, no estaba seguro de si quería regresar a la seguridad de mi aislamiento o si debería permitir que Sofía me ayudara a romper ese muro.