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Alexander

La sensación de control que había cultivado durante años, esa coraza impenetrable que me había protegido de todo y todos, comenzó a resquebrajarse con la entrada de Sofía en mi vida. Era como si su presencia, tan ligera y fugaz, tuviera el poder de desbaratarlo todo. En momentos de soledad, en la quietud de mi oficina o mientras me preparaba para enfrentar una nueva jornada de decisiones frías y calculadas, no podía evitar pensar en ella. Sofía. Era más que su belleza, más que su capacidad de mantenerme al borde de la locura. Era su capacidad de intrusar en mi mente, de hacer que cada decisión me costara más de lo que había esperado.

La primera regla en este juego era mantener la distancia. Me la había impuesto por mí mismo. Ella era mi asistente. Solo eso. Si mantenía las fronteras claras, todo seguiría como antes. Estaba acostumbrado a que las mujeres se mantuvieran a distancia. Pero Sofía no jugaba con las reglas. No era su culpa, lo sabía, era mía. Yo era quien había comenzado este juego, quien había dado la bienvenida a la inquietud que ahora me atenazaba.

Hoy, como todos los días desde que ella había comenzado a trabajar aquí, mis pensamientos giraban en torno a una sola pregunta: ¿por qué me costaba tanto mantener las distancias? Pero claro, la respuesta era obvia. Estaba perdiendo el control, y eso no podía permitirlo. Cada mirada furtiva entre papeles, cada momento compartido en silencio en la oficina, era una tentación a la que me sentía más dispuesto a ceder. Y el simple hecho de que ella ni siquiera lo intentara controlarme me desbordaba aún más.

Sofía entró a mi oficina esta mañana, con ese paso firme y esa mirada tan... directa. No me miraba con miedo. No me trataba como el hombre poderoso que todos veían, el líder que mandaba a todos a su alrededor. No. Sofía me miraba como si fuera igual a ella, como si, en su mundo, yo no significara nada más que un jefe de oficina. Ese era el mayor desafío. Nadie había osado mirarme así.

—Alexander —dijo con voz suave, pero con un atisbo de desafío que no pasó desapercibido—, necesito que firmes estos documentos antes de la reunión con el cliente.

Mis ojos se clavaron en los suyos. Era un simple gesto, pero por alguna razón, me resultó imposible dejar de mirarla. Mi respiración se volvió un poco más pesada. Sabía que no debía permitir que mi atención se desvió hacia ella, que mi mente no debía dejarse envolver por los pequeños gestos, esos que ella no notaba, pero que para mí eran como un maldito hechizo.

—Enseguida, Sofía —respondí, manteniendo la voz firme. Pero, claro, dentro de mí ya sabía que no sería tan sencillo. Estaba luchando por controlarme, por no ceder a la tentación de acercarme más, de tocarla, de decirle que ya no podía soportar más esta distancia.

Sin embargo, no podía. No podía dejar que nada de eso se notara. No podía permitirme ser vulnerable.

El día transcurrió entre reuniones y correos electrónicos, pero la incomodidad seguía creciendo, tan palpable entre nosotros como el aire cargado antes de una tormenta. Había momentos en los que Sofía parecía no entender la línea que existía entre nosotros. O, peor aún, parecía desafiarla. Pero lo que más me desconcertaba era que, en parte, me gustaba. Me gustaba que ella no tuviera miedo de mí. Me gustaba que no me viera como a todos los demás.

El clímax de la tarde llegó cuando la reunión con un cliente importante estaba por empezar. Todo estaba dispuesto para ser otra transacción aburrida, un trámite más. Sin embargo, cuando entró Sofía con la carpeta de documentos, su presencia cambió la dinámica. El cliente, un hombre de negocios con el que ya había trabajado varias veces, se mostró algo más relajado al verla. Lo noté, claro. Era una reacción natural. Sofía tenía esa capacidad, esa calidez que desarmaba a la gente, algo que yo no tenía. Algo que me desconcertaba, pero también me atraía.

La tensión en el aire era palpable, y cuando una pregunta fue dirigida a Sofía, la vi vacilar. No por inseguridad, sino por la necesidad de evitar involucrarse más de lo que ya estaba. Como siempre, ella trató de mantener las distancias. Pero no lo hizo como alguien que temía mi reacción. Lo hizo con la misma postura desafiante que yo había comenzado a identificar. Y eso, de alguna manera, me hizo sentir la necesidad de protegerla.

—Deja que se encargue de esto —dije, interrumpiendo al cliente mientras mi voz tomaba una tonalidad inesperadamente firme. Lo que estaba diciendo no tenía sentido, no en ese contexto. Pero algo dentro de mí había cambiado. Ya no podía seguir fingiendo que su proximidad no me afectaba.

El cliente levantó una ceja, sorprendido por mi tono, pero asintió, como si de alguna manera aceptara la autoridad que ahora, por alguna razón, le otorgaba a Sofía.

Cuando la reunión terminó, y el cliente se despidió sin más, el aire entre Sofía y yo se cargó de una tensión palpable. Ella no dijo nada, pero sentí cómo sus ojos me observaban de cerca, como si tratara de descifrar algo que ni ella misma entendía.

—¿Por qué lo hiciste? —preguntó finalmente, su voz suave, pero con una incertidumbre que no podía disimular.

No le respondí de inmediato. Mi mente estaba llena de pensamientos contradictorios. ¿Por qué lo hice? La respuesta era sencilla, pero aún no estaba listo para enfrentarla.

—Porque puedo —respondí, mi tono frío, pero con una mirada que, a pesar de mi esfuerzo por mantenerme impasible, denotaba algo más.

Sofía frunció el ceño, pero no insistió. Sabía que cualquier palabra más en ese momento podría destrozar la fina línea que intentaba mantener entre ella y yo.

La verdad era que no había ninguna lógica en lo que había hecho. No había ninguna razón racional para tratarla de esa manera. Solo había una necesidad visceral, una que estaba creciendo cada vez más. Y esa necesidad no podía ser ignorada por mucho más tiempo.

El final de la jornada llegó con el mismo sabor amargo en la boca. La distancia que había intentado mantener se desvaneció lentamente. Sabía que no podía seguir así. Las reglas que me había impuesto ya no servían. Algo estaba cambiando, y no estaba seguro de si quería detenerlo. De hecho, creo que ya había decidido que no lo haría.

Me miré en el espejo de mi oficina antes de salir. Lo único que vi fue un hombre que había perdido el control. Pero por primera vez, algo en mí aceptaba que ese era el precio que tenía que pagar. Y si iba a jugar con Sofía, jugaría con mis propias reglas.

No con las suyas.

Y no con las que alguna vez me habían servido.

Era mi turno de marcar el juego. Y esta vez, no tenía intención de perder.

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