Mundo ficciónIniciar sesiónDos almas, un cuerpo… y un destino marcado por la pasión y la venganza. A finales del siglo XIX, Elizabeth, una joven noble, es condenada a un matrimonio sin amor con el viejo duque Quiroga. Su vida se consume en la monotonía, sin conocer el verdadero significado del deseo... hasta que un ataque a su carruaje lo cambia todo. Al borde de la muerte, Elizabeth despierta con una nueva presencia en su interior: Cielo , una poderosa bruja de otro mundo. Juntas, descubrirán que no solo comparten un cuerpo, sino también una sed insaciable de libertad y justicia. Pero el destino les guarda una sorpresa aún mayor: Cielo, quien en su mundo murió sin encontrar a su alma destinada, finalmente la encuentra… en esta nueva vida, en este nuevo cuerpo, en alguien prohibido . Con magia, astucia y un fuego recién encendido en su pecho, Elizabeth y Cielo están listas para romper sus cadenas. El mundo de la nobleza jamás volverá a ser el mismo.
Leer másSoy una joven afortunada. Nací en el seno de una familia de alta alcurnia y jamás me faltó nada. Rodeada de atenciones y elogios desde la infancia, siempre supe que mi destino sería ventajoso.
Sé que puede parecer presuntuoso, pero soy consciente de mi apariencia. Mis ojos, de un azul más intenso que los de mi padre, no pasan desapercibidos. Mi cabello castaño cae con suavidad sobre una piel clara que muchos comparan con la porcelana. Durante los paseos por los jardines y los bailes, sentía sobre mí miradas de admiración bajo la orgullosa vigilancia de mis padres.
Siempre supe que encontrarían para mí un esposo adecuado. Y, sin embargo, en lo más recóndito de mi alma albergaba la ingenua esperanza de casarme por amor.
Todo marchaba con apacible normalidad, hasta que los negocios de mi padre comenzaron a desmoronarse. En las noches silenciosas de nuestra casa, me convertí en testigo involuntario de discusiones sofocadas tras puertas entreabiertas.
Mis hermanos, aunque mayores, no lograban forjar su fortuna. Pero yo representaba una excepción: desde niña se me asignó un dote especial, cuidadosamente preservado para asegurar una buena alianza. En un momento crítico, yo era la única capaz de rescatar a la familia.
Poco después de alcanzar la edad legal para casarme, mi madre, radiante, me anunció que mi porvenir había sido sellado: sería la esposa del gran duque Quiroga.
—Eres tan afortunada, Elizabeth —dijo entre sueños de esplendor—. Imagina las galas, los carruajes, la vida noble...
Giramos juntas en un vals improvisado, y durante un instante, creí en la promesa que sus palabras tejían.
No comprendí la verdad hasta caminar hacia el altar, del brazo de mi padre. Y entonces lo vi.
Mi paso vaciló, pero su mano firme me obligó a avanzar al ritmo de la solemne melodía nupcial que emergía del piano de pared.
—Te comportas —dijo con voz baja y amenazante, aunque su sonrisa seguía intacta para los demás—. Te casarás con una radiante sonrisa en los labios o con los ojos húmedos por los correazos que te daré delante de todos. Pero le vas a contestar que sí al padre. ¿Entendiste?
Con desesperación busqué a mi madre entre la multitud, esperando su ayuda, su consuelo. Pero su mirada estaba fija en el suelo.
Cada paso me acercaba más al hombre que se convertiría en mi esposo: un noble de edad avanzada, pequeño, barrigón, envuelto en ropajes costosos. Vi pesar en algunas miradas del público, pero no en las de mi familia.
El duque me saludó con una voz ronca y pausada.
—Tan hermosa como recordaba. Espero que mi obsequio haya sido de tu agrado.
Un collar exquisito colgaba de mi cuello, testimonio de la venta silenciosa de mi libertad.
Permanezco en silencio.
—No hablas. Lo comprendo, debes de estar nerviosa. Al fin y al cabo, este es el momento más especial en la vida de una mujer. Por eso le di suficiente dinero a tu familia, para que tuvieras lo mejor en este día.
Es cierto. Todo aquí es perfecto. Mi vestido de novia es lo más lujoso y costoso que jamás haya visto, la iglesia está hermosamente decorada con flores y cintas de seda blanca, y llegué en un carruaje tirado por caballos blancos. Pero hay algo esencial que no tengo: un esposo al que pueda mirar sin repulsión.
¿Cómo puede ser tan cínico? ¿Cómo se atreve a hablar del "momento más especial en la vida de una mujer"?
El sacerdote inicia la ceremonia, y yo intento controlar la angustia que amenaza con quebrarme.
Obviamente, este hombre sabe que no deseo estar aquí. Si no, no se habría escondido de mí hasta este momento. Estuvo presente en mi celebración de cumpleaños y aunque no interactuamos, quedó prendado.
No comprendía por qué no se presentó ante mí antes, limitándose a enviar este collar. Ahora lo entiendo.
Cuando pregunté a mamá por qué no podía conocer a mi prometido antes de la boda, su respuesta fue tajante: "es de mala suerte".
Pero no era por eso. Era para evitar que intentara escapar, como tantas mujeres hacen ahora.
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Creía que ya había soportado lo más difícil: el intercambio de votos y el beso en la iglesia. Si sentir que retiraba el velo de mi rostro para luego acercarse y besarme me pareció repulsivo, no había forma en que pudiera estar preparada para lo que venía después de la recepción.
No podía hacer nada. Soy una mujer casada y mi obligación era partir con este hombre; al fin de cuentas, ya no me recibirían en mi casa.
Pensé que solo me restaba descansar, pero estaba muy equivocada. Al terminar la recepción, fui conducida a una de las habitaciones de la mansión, donde de inmediato me cambié y me metí entre las cobijas, dispuesta a llorar por largo rato mis penas. El duque se quedó departiendo con sus amigos y sus dos hijos. El sueño me alcanzó con rapidez.
No sé cuánto tiempo dormí, pero lo que sucedió después no lo olvidaré jamás. Aquel momento marcó mi existencia, me hizo sentir sucia, asqueada de mí misma. Y lo peor era que esa experiencia insistía en repetirse con una regularidad aterradora. Aunque, afortunadamente... duraba pocos minutos.
Las relaciones íntimas solo son satisfactorias para el hombre.
Al menos, eso creí por un buen tiempo.
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Han pasado cuatro meses desde aquel nefasto día y aún me siento como una extraña en esta mansión.
Nada me falta. Poseo un armario casi tan grande como mi antigua habitación en casa de mis padres, rebosante de vestidos y accesorios tan finos que, de verlos, mi madre se pondría verde de envidia.
Odeth es el nombre de mi dama de compañía. Es una joven amable, de trato dulce, cuya presencia ha sido mi único consuelo. Con el tiempo, he aprendido a confiar en ella hasta el punto de hacerla mi confidente.
—Recuerde que usted es la señora de esta casa. La gran duquesa Elizabeth —me dice en un intento de animarme tras otro de los desplantes de Lord Marcus, el menor de los dos hijos del duque—. Su esposo la estima, señora. Usted es intocable.
Puede ser verdad, pero, ¿cómo no sentirme intimidada si ese hombre es mucho mayor que yo? Él y su hermano están ofendidos por la gran diferencia de edad que tengo con el Duque. "Arribista" me dice. Afirma que yo seduje a su padre para apoderarme de su vasta fortuna a su muerte.
Desgraciadamente, la actitud de mi familia no hace más que reforzar su teoría, dejándome sin defensa. Supongo que muchos piensan lo mismo. Pero la verdad es que, si hallara una puerta por la cual escapar de esta realidad, la cruzaría sin dudarlo, sin importar a dónde me llevase.
Oré tanto al llegar aquí, implorando un milagro, que ahora me resulta imposible creer en un Dios que, si existe, o no me escucha o simplemente no le importo.
Estos días han sido tranquilos. El duque ha partido a la capital por asuntos de negocios. El calor sofocante me obliga a dormir con las ventanas abiertas, pero esta noche ni siquiera eso basta. Incapaz de conciliar el sueño, decido salir a tomar aire.
Los pasillos están desiertos. Aprovecho la soledad de la mansión para bajar las escaleras y escabullirme por la puerta trasera.
Un leve viento acaricia mis mejillas, refrescando momentáneamente mi piel ardiente. Pero no es lo único que hace, trae consigo ligeros sonidos que me inquietan y me hacen pensar en que alguien puede necesitar ayuda. Con cautela, busco el origen y descubro que hay una pareja en una situación que me es bochornosa y a la vez intrigante.
Están en medio del jardín teniendo relaciones y ella parece disfrutar el momento. Lo que a la distancia interpreté como quejidos de dolor son realmente de gozo a juzgar también por las expresiones en el rostro de la castaña. Las ropas sencillas de la mujer muestran lo humilde de su cuna, pero no creo que al distinguido Lord Marcus le interese eso, pues está más concentrado en saborear y amasar aquellos senos esponjosos que no caben en sus manos.
No me agrada ese hombre. Y, sin embargo, no puedo apartar la vista.
Algo en esta escena despierta una sensación extraña en mi interior, algo que no comprendo. ¿Seré capaz algún día de sentir placer en el contacto con un hombre? ¿O estaré condenada a la repulsión y la indiferencia por el resto de mi vida?
—Voltéate —ordena el hombre a la par que baja sus pantalones para dejar al descubierto su blancuzco trasero y hundir sin reparo su carne en ella.
—¡Ahí! ¡Ahí! —dice la fulana cuya voz se escucha cada vez más aguda.
¿Qué pensará la esposa de este hombre? ¿La tratará de la misma forma en que lo hace con esta mujer?
Me siento sucia por mirar, pero el cuerpo me traiciona y me mantiene ahí, inmóvil. Muchas preguntas más se arremolinan en mi mente, pero recobro el juicio y salgo huyendo cuando sin querer muevo una de las ramas que me estaban ocultando. Llego agitada y peor de acalorada que cuando salí.
Mi marido llegó en la mañana y muy a mi pesar requirió de mi presencia en la alcohoba, argumentando lo mucho que me había extrañado. Pese a los intentos del viejo, no me es posible sentir nada placentero en su contacto. Permanezco inerte bajo su peso, dejando que haga lo que desee. Ya no me duele ni me hace sangrar como la primera noche, y por eso me considero afortunada.
En la tarde llegó una carta desde el pueblo de Miraflores. Mi abuelo materno había fallecido. Imploré al Duque su autorización para ir a su entierro, pues el pueblo estaba a menos de un día de camino en coche. De mala gana accedió a dejarme ir sola con mi dama de compañía, pues sus obligaciones no le permitían ausentarse en este momento.
El viaje fue agotador, pero tal y como fueron las instrucciones del Duque, una vez realizado el entierro, parto de regreso a mi prisión dorada. Solo llevábamos cuatro horas de camino cuando el sonido de disparos nos sorprenden y la carreta acelera desbocada. Nos tomamos de la mano con Odeth esperando poder salir ilesas de lo que sea que esté pasando.
—Lleva una buena escolta, Duquesa. No se preocupe, todo saldrá bien.
Su mirada grita miedo, pues al igual que yo, escucha los gritos e improperios que demuestran que afuera de este coche se está llevando a cabo un enfrentamiento. Tras unos angustiosos minutos el coche por fin se detiene, al igual que los sonidos de lucha. Nos abrazamos con Odeth.
La puerta se abre y antes de poder mirar quién está ahí, escucho una voz.
—Me alegra que esté bien Duquesa. Es más placentero nuestro plan si usted está viva.
El miedo me recorre al saber lo que eso significa. Hemos sido secuestradas. Volteo a ver al hombre, el cual sin reparo se estira hasta mí y me hace bajar a la fuerza del carruaje.
—¿Qué hacemos con la otra? —pregunta un segundo hombre.
—Lo que quieran siempre y cuando no la maten. Necesito que le diga al Duque lo que pasó. Debe negociar si quiere recuperar a su preciada muñeca nueva.
Me retuerzo con desesperación y grito tratando de llegar con Odeth, pero entonces el hombre me da una bofetada tan fuerte que caigo al suelo y mi cabeza golpea contra una piedra.
—¡Maldición! —esa palabra dicha con frustración es lo último que escucho.
Dejo de sentir mi cuerpo, todo se vuelve oscuro y empiezo a sentir que floto. Es un sensación de liberación que me reconforta y deseo seguir el camino. No veo el camino, pero sé que ahí está. Entonces en medio de esa oscuridad, se que hay alguien a mi lado.
Dos semanas después de aquella noche de tormenta, el mundo parecía distinto.El aire del cementerio, húmedo y saturado de incienso, envolvía a la multitud reunida. Lorenzo permanecía erguido, la mirada clavada en la tumba aún fresca de su hermano. A su lado, Odeth le sostenía la mano; más allá, Catalina temblaba y sollozaba como un tallo frágil, mientras Cielo intentaba consolarla sin éxito.Era un entierro en su mayor parte silencioso, incómodo, lleno de miradas cuyo único objetivo no era acompañar el momento de dolor de la familia, sino agradar al nuevo duque. Por fortuna, las autoridades fueron prudentes con los detalles de la muerte de Marcus.Las autoridades lo habían reportado ante todos de manera generalizada: un asesinato. Pero la envenenada realidad si fue suministrada a Lorenzo. Su hermano había sido descubierto por el esposo de su amante y asesinado allí mismo, en la cama que había compartido con la mujer. Desnudo, su dignidad había sido cortada y dejada a un lado, al igual
CIELOYa casi soy libre.Lo digo en silencio, como quien saborea una palabra prohibida. Libre del duque, de su sombra, de esa cadena invisible que me mantenía atada por Elizabeth. Ella era mi ancla, mi condena y mi razón. Mientras ella existía, yo soportaba. Por ella callé, por ella fingí. Pero ya no hay motivo para seguir haciéndolo.El duque lo dejó todo claro. Desde que supo que Elizabeth no era hija pura de alcurnia, perdió el interés en ella.Calculo que tengo, al menos, una semana para pensar cómo conseguir mi libertad legal. Una semana para planear mi huida definitiva, pero mientras tanto le exigí al viejo mudarme a una de sus tantas residencias vacías, lejos de todo. Lo merezco. Merezco eso… un respiro.Quiero recuperar las noches que nos robaron, las mañanas, los días que nunca vivimos. Quiero reconstruir el tiempo con mi musa.Sonreí al decidirlo, pero la sonrisa murió en mis labios cuando una criada llegó con la noticia: Jaime había sido herido y estaba hospitalizado.Salí d
JAIMECasi lo pierdo todo.Volví al bosque con la prisa del que corre para no llegar tarde a su propia desgracia. El escenario había sido armado, solo esperaba a los otros actores. No sabía a ciencia cierta como se desarrollaría la obra, pero algo me decía que hoy sería el estreno.La cabaña estaba alumbrada por dentro. Vi cómo aquel hombre de sotana atravesaba el umbral sin dudar. La bruja cerró la puerta tras de sí con una seguridad que rozaba la temeridad. ¿Se encierran un cura y una bruja entre cuatro paredes? Me pareció una estupidez, y sin embargo, no pude apartar la mirada. No debía.La lluvia empezó a romper el silencio. Primero, unas gotas tímidas; después, con tal fuerza que borraba los sonidos. Lo que ocurría allí dentro dejó de ser audible, pero no invisible: por la ventana empañada vi las manos moverse, gestos rápidos, la forma en que aquel hombre olfateaba la estancia como si ya supiera lo que encontró. Vi tarros de vidrio alineados en estantes, bulliciosos de líquidos p
ODETHDesde aquella mañana en que Lorenzo me siguió hasta el jardín y me dejó claras sus intenciones, la mansión se volvió un lugar peligroso para mí. Me dolía dejar a la duquesa —y a Cielo, a quien he llegado a apreciar—, pero Lorenzo fue implacable en su razón: "Mi padre no te aceptará. Te hará la vida imposible si sigues ahí". Le rogué a mi corazón que no latiera tan aprisa cuando escuchara su voz, me regañé por añorar sus manos cuando él debería estar con otra mujer. Una acorde a su clase. Pero el sentimiento superó a la lógica y terminé admitiéndo mi amor. Si, estoy enamorada por primera vez y aunque no se lo he dicho, por eso sedí a sus pretenciones.Regresé a la mansión con el rostro enrojecido y la mirada esquiva. Me sentía en un sueño y con temor a despertar. No se me ocurre de que otra forma explicarlo. Elizabeth, con una calma que me confunde, me sostuvo la mirada y me señaló con un gesto lleno de un cariño silencioso que fuera a arreglar mi vida. No hizo falta que dij
CIELOEl aire olía a lluvia y tierra revuelta. La mansión, que durante días había hervido con los preparativos del baile, ahora parecía contener la respiración. Solo nosotros tres estábamos en aquella habitación: el duque, Lord Marcus y yo. El mismo lugar donde horas atrás Jaime había sido encerrado. Sentí sus ojos en mi nuca, ojos de hombres que habían jugado a gobernar el mundo y ahora comprendían que yo podía torcerlo con el tronar de mis dedos.Con un movimiento de mano, el polvo se arremolinó y desapareció del suelo. Las velas se encendieron apenas mis dedos rozaron los pabilos, como si el fuego reconociera mi autoridad. Me agaché con una teatralidad calculada y tomé la tortuga. El caparazón brilló bajo la luz amarilla, húmedo, frío, con un pulso pequeño y tozudo latiendo en su interior. Esa vida, por insignificante que pareciera, era más valiosa que cualquier tesoro. No era la tortuga lo importante, sino su longevidad. Sin esa paciencia ancestral, ningún alma humana resistiría e
Mi primer impulso fue ir y conocer el lugar en que vivía la tal Zoraida. Era peor de lo que imaginé. Una choza casi a punto de desplomarse, rodeada de tierra reseca, sin huerta, sin flores, apenas unas gallinas famélicas que picoteaban en el polvo. Por un instante, lo confieso, sentí pena por ella.Pero la puerta chirrió.Me oculté tras un arbusto espinado, conteniendo la respiración. Una joven salió con un frasco pequeño entre sus manos. Caminaba con paso vacilante, como si el peso de aquel recipiente superara al de su propio cuerpo. Se detuvo a medio camino, alzó el frasco contra la luz, lo observó con nerviosismo y lo apretó fuerte, antes de esconderlo en su bolsa de mano.Mi instinto gritó: no podía dejarla escapar.La seguí unos metros, hasta que tuve la oportunidad de interceptarla en el sendero.—Señorita —dije con voz firme pero baja, para no asustarla más de lo que ya estaba.Ella se sobresaltó, sujetando con ambas manos la bolsa como si yo fuera un ladrón.—¿Quién... quién e
Último capítulo