71. LONGEVIDAD
CIELO
El aire olía a lluvia y tierra revuelta. La mansión, que durante días había hervido con los preparativos del baile, ahora parecía contener la respiración. Solo nosotros tres estábamos en aquella habitación: el duque, Lord Marcus y yo. El mismo lugar donde horas atrás Jaime había sido encerrado. Sentí sus ojos en mi nuca, ojos de hombres que habían jugado a gobernar el mundo y ahora comprendían que yo podía torcerlo con el tronar de mis dedos.
Con un movimiento de mano, el polvo se arremolinó y desapareció del suelo. Las velas se encendieron apenas mis dedos rozaron los pabilos, como si el fuego reconociera mi autoridad. Me agaché con una teatralidad calculada y tomé la tortuga. El caparazón brilló bajo la luz amarilla, húmedo, frío, con un pulso pequeño y tozudo latiendo en su interior. Esa vida, por insignificante que pareciera, era más valiosa que cualquier tesoro. No era la tortuga lo importante, sino su longevidad. Sin esa paciencia ancestral, ningún alma humana resistiría e