70. BASTA CON UN RUMOR

Mi primer impulso fue ir y conocer el lugar en que vivía la tal Zoraida. Era peor de lo que imaginé. Una choza casi a punto de desplomarse, rodeada de tierra reseca, sin huerta, sin flores, apenas unas gallinas famélicas que picoteaban en el polvo. Por un instante, lo confieso, sentí pena por ella.

Pero la puerta chirrió.

Me oculté tras un arbusto espinado, conteniendo la respiración. Una joven salió con un frasco pequeño entre sus manos. Caminaba con paso vacilante, como si el peso de aquel recipiente superara al de su propio cuerpo. Se detuvo a medio camino, alzó el frasco contra la luz, lo observó con nerviosismo y lo apretó fuerte, antes de esconderlo en su bolsa de mano.

Mi instinto gritó: no podía dejarla escapar.

La seguí unos metros, hasta que tuve la oportunidad de interceptarla en el sendero.

—Señorita —dije con voz firme pero baja, para no asustarla más de lo que ya estaba.

Ella se sobresaltó, sujetando con ambas manos la bolsa como si yo fuera un ladrón.

—¿Quién... quién e
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