Cuando Isabella abrió los ojos descubre que ha vuelto cinco años al pasado, con su memoria intacta de una vida destruida por Benjamín Arriaga y por un supuesto accidente que le arrebato la vida a ella y a su pequeño hijo. El creador le dio una nueva oportunidad y esta vez no pensaba repetir la historia. Con la oportunidad de reescribir su vida, decide romper con el pasado y enfrentarlo con inteligencia, nuevos aliados y un amor que nace de la confianza Su talento la lleva a un ambicioso proyecto. Cuando Isabella descubre pruebas de corrupción en “Altos del Sur”, filtra la información a un periodista y desata una guerra pública que pone patas arriba a los Arriaga. “El día que volví” combina segundas oportunidades, romance protector, intriga corporativa y una heroína que convierte el dolor en poder
Ler maisEl sonido de un monitor cardíaco retumbo en mis oídos. Una punzada aguda detrás de mis ojos y la sensación de mi cerebro palpitando.
Abrí los párpados con esfuerzo. La luz blanca del techo me cegó por un instante, y la sensación fue tan extraña como conocida. El techo era blanco, plano y presentaba con una pequeña grieta en la esquina izquierda.
Esa grieta...
Mi corazón se detuvo.
Yo... ya había visto ese techo. No una vez. Cientos. Fue el mismo que vi cuando fui internada tras un colapso nervioso... hace cinco años.
Pero eso no tenía sentido.
—¿Isabella? —dijo una voz temblorosa.
Giré el rostro. Eva, mi mejor amiga, estaba sentada junto a mi cama, con lágrimas en los ojos.
—¿Cómo... cuánto tiempo llevo aquí? —pregunté, la voz rasposa.
—Tres días. Dijiste que ibas a aceptar la oferta de Benjamín y luego... colapsaste. Dijiste algo de un dolor en el pecho y perdiste la conciencia.
Benjamín.
Mi estómago se contrajo.
No era posible. La última vez que vi a Benjamín Arriaga…yo estaba gritando, pidiendo ayuda, mientras el auto caía por el barranco. Lucas, nuestro hijo de apenas cuatro años, iba en la parte trasera. Murió al instante. Yo sobreviví a la caída... durante cuarenta y tres minutos, mientras que Benjamín nos miraba a la distancia, inmóvil, nos dejó morir en el lugar.
Había contado cada segundo mientras la sangre se mezclaba con el barro. Y ahora... ¿estaba cinco años en el pasado?
—Eva... ¿qué día es hoy?
—¿Qué? ¿Isabella, estás bien?
—¿Qué día?
—Quince de abril... del 2020.
Mi garganta se cerró.
Esa fue la fecha en que acepté trabajar para su empresa y mudarme con Benjamín, comenzando un viaje que, poco a poco, me despojó de todo: mi carrera, mi dignidad, mi hijo... mi vida.
Me había convertido en su sombra. Una mujer rota que vivía entre falsedades, infidelidades disfrazadas de errores, y culpas que él sembraba con maestría en mi mente. Yo era “demasiado emocional”, “poco virtuosa”, “difícil de entender”.
Y yo le creí y me dejé pisotear presa de un manipulador.
Pero ahora... estaba de regreso, con 22 años, pero con la madures de una mujer de 27.
Conocía su juego. Y esta vez, no lo dejaría ganar.
Dos días después, salí del hospital, Benjamín jamás llamo ni me visito en estos días y fue algo que agradecí. Eva me ofreció quedarme en su casa, pero rechacé. Había cosas que necesitaba hacer. Urgentes.
Lo primero: renunciar a mi oferta con los Arriaga. No dejar que Benjamín se acercara, no, alejarme completamente de él, ¡desaparecer de su radar!
Lo segundo: Postular y ganar al puesto que, en mi otra vida, rechacé por “lealtad” a él. Un cargo como arquitecta en la empresa Del Valle. La competencia directa de los Arriaga. La misma familia a la que Benjamín odiaba con obsesión.
En mi vida pasada, Román Del Valle era una figura lejana. Poderoso, temido, el patriarca de una dinastía de constructoras. Lo llamaban “el León de Acero”. Un hombre al que nadie se atrevía a ofender... pero del que Benjamín hablaba con odio irracional.
—Ese hombre debería haber muerto con su esposa —le escuché decir una vez, entre dientes—. Pero no. Sigue respirando y acaparando contratos.
Ahora comprendía por qué lo odiaba. Román era su espejo invertido. Implacable, sí, pero con códigos.
Benjamín quería lo que Román tenía... sin merecerlo, sin esfuerzo, sin haberlo construido.
Yo no volvería a ser su cordero de sacrificio, ya no iría directo al matadero, en mi vida anterior lo ame con el alma, pero después de todo el daño que me hizo y de haber matado a nuestro hijo, lo odio con todo mi corazón.
El edificio de Del Valle & Asociados estaba en pleno centro financiero, con una fachada de vidrio negro y detalles metálicos. Me presenté a la entrevista con un vestido gris simple, el cabello recogido y un portafolio lleno de proyectos que en mi vida anterior habían sido ignorados.
En la recepción, una mujer de mirada aguda me escaneó de arriba abajo.
—¿Isabella Ferrer? Pase. El ingeniero Del Valle desea verla personalmente.
Mi corazón dio un vuelco.
En mi vida pasada, me entrevistó un asistente de recursos humanos, pero de la empresa de Benjamín, jamás llegue hasta aquí. Román Del Valle nunca estaba presente en las entrevistas de trabajo.
Pero esta vez... fue una excepción y desconozco el porqué.
La oficina era amplia, sobria, sin adornos. Solo una maqueta gigante del nuevo complejo inmobiliario Aurea ocupaba el centro. Un proyecto de veinte torres de departamentos en la costa.
Y allí estaba él.
Román Del Valle.
Más joven de lo que lo recordaba en la televisión, pero con esa misma presencia dominante. De pie junto a la maqueta, observando los planos con una concentración casi quirúrgica. Llevaba una camisa negra, sin corbata, con las mangas remangadas hasta los codos. Su cabello negro estaba salpicado de unas pocas canas impregnando madures, y sus ojos... eran de un verde esmeralda, era el epitome de belleza masculina.
—Ingeniera Ferrer —dijo sin mirarme—. Tome asiento.
Me senté en silencio, sabiendo que cada gesto, cada palabra, podía ser decisiva.
—Su expediente es limpio, saco ingeniería y arquitectura a la vez, impresionante. Sus diseños son buenos. No excelentes. Pero muestran carácter —continuó—.
¿Por qué quiere trabajar aquí?
Respiré hondo.
—Porque no quiero trabajar para empresas que solo colocan techos sobre cabezas. Usted construye hogares, estructuras con alma. Quiero aprender de eso.
Román alzó la vista por primera vez. Sus ojos se clavaron en los míos con intensidad.
—¿Trabajó alguna vez para Arriaga Group?
—Me ofrecieron una posición. La rechacé —dije, sin titubear.
—¿Por qué?
—No confiaba en su visión.
Una sombra cruzó su expresión, pero desapareció al instante.
—Bien. El lunes empieza. Sala B. Plantas del ala sur. Será parte del equipo central del Proyecto Aurea.
Tiene una semana para demostrar que no desperdicié mi tiempo.
Asentí. Me levanté. Estaba por salir cuando su voz me detuvo.
—¿Alguna vez alguien le dijo que se parece a mi esposa?
Me giré lentamente.
—No.
—Murió hace años. Pero... tiene su misma forma de mirar. Román alzó la vista. Sus ojos se clavaron en los míos con intensidad.
—Lo lamento.
—No es necesario que lo hagas, solo te lo comento por si alguien te lo dice.
Ladeé la cabeza y esbocé una sonrisa genuina.
—Nos veremos el lunes, ingeniero. Espero no defraudarlo.
Hice un leve gesto con la mano y me marché sin esperar respuesta.
Esa noche, me instalé en el pequeño departamento alquilado con los ahorros que aún recordaba tener en mi cuenta de soltera. En mi vida anterior, Benjamín me había pedido cerrar esa cuenta para "organizar mejor los gastos". Yo, idiota, acepté. Varias veces congelo mis tarjetas solo por gusto, nunca me di lujos, compraba lo justo, pero aun así me acusaba de despilfarrar.
Ahora tenía control total.
Saqué una vieja libreta y comencé a escribir.
Objetivos de esta vida:
Nunca más confiar en Benjamín Arriaga.
Construir mi propia carrera.
Evitar todo vínculo emocional con el sexo opuesto.
Hacer justicia. Y si es posible... venganza.
Me recosté con el cuaderno sobre el pecho. En la penumbra, una brisa suave entraba por la ventana.
Había vuelto.
Y esta vez, nada ni nadie me detendría.
El anillo me quedó perfecto en un dedo al que le faltaban historias alegres. Román me besó la mano, su dicha era real.Dos días después me trasladaron a una habitación privada. Monitoreo continuo, pero sin máquinas dominando el aire. El personal del hospital nos conocía ya: la de la UCI que iba a ser mamá, el amante que no se movía de la puerta. Permitieron que Román pasara las noches en un sofá reclinable en lugar de las bancas frías del pasillo.Las flores comenzaron a llegar en oleadas. Ramos con tarjetas de compañeros y conocidos. La habitación parecía una plaza en primavera. Las dos Evas se turnaban para hacerme compañía mientras obligaban a Román a descansar.***La recuperación fue más rápida de lo que esperaban. Tenía terapia kinesiológica mañana y tarde: caminar, respirar profundo, recuperar la fuerza. El cuerpo obedecía con terca dignidad. Cada día avanzando en la recuperación total.Mientras yo ganaba pasos, las Evas maquinaban a mis espaldas: visitaron salones, vieron flor
En el pasillo, Román la esperaba. Antes de que pudiera decir algo, se acercó una mujer de alrededor de cincuenta años, elegante, ojerosa.—Román, te buscaba —dijo—. Perdón, no quise interrumpir.—Eva —presentó él—. Mi prima. Y Eva —sonrió—. La mejor amiga de Isabella.Las dos se miraron con una mezcla curiosidad “qué enredo de nombres”. No hubo incomodidad; sólo el reconocimiento rápido.—Mucho gusto —dijo la prima—. Ojalá nos conociéramos en otra circunstancia.—Igualmente —respondió la amiga—. ¿Cómo está todo?La Eva mayor — relató lo esencial con sobriedad: el acoso, el atentado, la detención de Camila, la cadena de cómplices, el papel de fiscalía. Habló del jefe de seguridad, de Mauricio, de los obreros que seguían yendo al hospital. La amiga Eva la escuchó, asintiendo, apretando el bolso contra el pecho como si se abrazara a sí misma.***A la mañana siguiente, Román entró a su turno de visita como siempre, durante la noche Eva se quedó haciendo guardia fuera de la UCI mientras R
Entró a la UCI detrás del equipo. El cuarto lleno de sonidos sostenida por máquinas. Isabella descansaba pálida, vendajes asomando bajo la sábana, respiración asistida que marcaba un ritmo taxativo. Román le tomó la mano con mucho cuidado, como si la piel pudiera quebrarse.—Nena… —susurró—. Estoy aquí.Llegó un técnico con la máquina, tras él una radióloga de voz serena y manos suaves.—Le vamos a hacer una ecografía obstétrica —explicó—. Es rápida. Si en algún momento prefiere salir, me avisa.Román negó. No iba a salir de esa habitación, aunque el edificio colapsara.La radióloga aplicó gel frío sobre el vientre de Isabella y apoyó el transductor. No logro ver nada, Román se alarmo - ¿Esta todo bien? pregunto preocupado.-Todo bien, el bebé aun es muy pequeño por lo que realizare una ecografía TV, de esta forma puedo evaluarlo.La pantalla, al principio, fue una tormenta de grises. Después, el orden: un óvalo oscuro, una forma blanquecina, un parpadeo minúsculo dentro de la sombra.
En el quirófano, alguien anuncia una cifra de presión arterial que suena mejor que la anterior. Otra voz dice “estabilizada”. El tiempo vuelve a ser una cuerda más gruesa. La luz no cambia, pero cambia su temperatura.—Cerramos por etapas —dice el cirujano principal—. Las próximas cuarenta y ocho horas son críticas.***El reloj del pasillo marca una hora que nadie recuerda haber vivido. La puerta batiente se abre. Un médico alto, de ojos cansados y manos impolutas, se quita el barbijo mientras camina. Todos se ponen de pie a la vez, como si los hubiera llamado una campana invisible.—Familia de la paciente Isabella Araya —dice, y su voz se esparce por el hall como agua.Román da un paso. Claudia otro. Eva, dos.—Superó la primera intervención —continúa el médico—. Controlamos la hemorragia y estabilizamos los signos. Está con ventilación asistida y sedación. El pronóstico es reservado. Las próximas cuarenta y ocho horas son las más importantes. Vamos a pasarla a UCI.El silencio que
Capitulo 26Román no levantó la cabeza. Se quedó callado. El jefe de seguridad —Mauricio Ortega, cincuenta y dos años, expolicía, dos hijas grandes— permaneció unos minutos, con la gorra entre las manos, y luego salió despacio, dejando el aire menos denso.El teléfono de Isabella vibró en su bolsillo. Lo sacó sin pensar. En la pantalla, un nombre que a Isabella siempre le había hecho sonreír: Eva, la Eva de toda la vida, su amiga. El horario coincidía con su cita ritual de media hora. Román sostuvo el teléfono unos segundos. Miró el contacto como quien mira una ventana encendida al otro lado de la calle. No respondió. Guardó el móvil de nuevo, con la sensación de haber cerrado una puerta que no podía abrir.—Lo siento —murmuró.***En un estado que iba de la conciencia a la inconsciencia escuche:—Isabella, te vamos a dormir un poco —dice una voz femenina, amable—. Necesitamos que el cuerpo descanse para que podamos trabajar por ti.Quiero decir “gracias”. La palabra no encuentra cómo
No sé cuánto duró la oscuridad. Tampoco sé si merecía un final. A veces, la oscuridad no es la ausencia de luz: es una pausa que el cuerpo pide para encontrar su forma. Desde ese lugar sin relojes, lo único que pude pensar —o sentir— fue una línea recta, dibujada a mano alzada, que conectaba dos puntos en mi pecho. Y una palabra que no pronuncié, pero que escuché muy claro: «vuelve».La conciencia iba y venía como la marea. A ratos, un oleaje tibio me alzaba hacia la luz; a ratos, un remolino me arrastraba a un fondo espeso, sin bordes. Intenté abrir los párpados. Nada. Un peso de piedra los mantenía cerrados. A través de ese mundo oscuro llegaban voces como desde otra habitación.—¿Estará bien? —reconocí la voz quebrada de Román, sin su templanza de siempre, tocada por un miedo que no le había oído jamás.—La paciente está grave —contestó otra voz, profesional, neutra—. Hemorragia interna. La ingresaremos a pabellón ahora mismo. Por ahora… —una breve pausa—, recen.Una camilla chirri
Último capítulo