El sonido de un monitor cardíaco retumbo en mis oídos. Una punzada aguda detrás de mis ojos y la sensación de mi cerebro palpitando.
Abrí los párpados con esfuerzo. La luz blanca del techo me cegó por un instante, y la sensación fue tan extraña como conocida. El techo era blanco, plano y presentaba con una pequeña grieta en la esquina izquierda.
Esa grieta...
Mi corazón se detuvo.
Yo... ya había visto ese techo. No una vez. Cientos. Fue el mismo que vi cuando fui internada tras un colapso nervioso... hace cinco años.
Pero eso no tenía sentido.
—¿Isabella? —dijo una voz temblorosa.
Giré el rostro. Eva, mi mejor amiga, estaba sentada junto a mi cama, con lágrimas en los ojos.
—¿Cómo... cuánto tiempo llevo aquí? —pregunté, la voz rasposa.
—Tres días. Dijiste que ibas a aceptar la oferta de Benjamín y luego... colapsaste. Dijiste algo de un dolor en el pecho y perdiste la conciencia.
Benjamín.
Mi estómago se contrajo.
No era posible. La última vez que vi a Benjamín Arriaga…yo estaba gritando, pidiendo ayuda, mientras el auto caía por el barranco. Lucas, nuestro hijo de apenas cuatro años, iba en la parte trasera. Murió al instante. Yo sobreviví a la caída... durante cuarenta y tres minutos, mientras que Benjamín nos miraba a la distancia, inmóvil, nos dejó morir en el lugar.
Había contado cada segundo mientras la sangre se mezclaba con el barro. Y ahora... ¿estaba cinco años en el pasado?
—Eva... ¿qué día es hoy?
—¿Qué? ¿Isabella, estás bien?
—¿Qué día?
—Quince de abril... del 2020.
Mi garganta se cerró.
Esa fue la fecha en que acepté trabajar para su empresa y mudarme con Benjamín, comenzando un viaje que, poco a poco, me despojó de todo: mi carrera, mi dignidad, mi hijo... mi vida.
Me había convertido en su sombra. Una mujer rota que vivía entre falsedades, infidelidades disfrazadas de errores, y culpas que él sembraba con maestría en mi mente. Yo era “demasiado emocional”, “poco virtuosa”, “difícil de entender”.
Y yo le creí y me dejé pisotear presa de un manipulador.
Pero ahora... estaba de regreso, con 22 años, pero con la madures de una mujer de 27.
Conocía su juego. Y esta vez, no lo dejaría ganar.
Dos días después, salí del hospital, Benjamín jamás llamo ni me visito en estos días y fue algo que agradecí. Eva me ofreció quedarme en su casa, pero rechacé. Había cosas que necesitaba hacer. Urgentes.
Lo primero: renunciar a mi oferta con los Arriaga. No dejar que Benjamín se acercara, no, alejarme completamente de él, ¡desaparecer de su radar!
Lo segundo: Postular y ganar al puesto que, en mi otra vida, rechacé por “lealtad” a él. Un cargo como arquitecta en la empresa Del Valle. La competencia directa de los Arriaga. La misma familia a la que Benjamín odiaba con obsesión.
En mi vida pasada, Román Del Valle era una figura lejana. Poderoso, temido, el patriarca de una dinastía de constructoras. Lo llamaban “el León de Acero”. Un hombre al que nadie se atrevía a ofender... pero del que Benjamín hablaba con odio irracional.
—Ese hombre debería haber muerto con su esposa —le escuché decir una vez, entre dientes—. Pero no. Sigue respirando y acaparando contratos.
Ahora comprendía por qué lo odiaba. Román era su espejo invertido. Implacable, sí, pero con códigos.
Benjamín quería lo que Román tenía... sin merecerlo, sin esfuerzo, sin haberlo construido.
Yo no volvería a ser su cordero de sacrificio, ya no iría directo al matadero, en mi vida anterior lo ame con el alma, pero después de todo el daño que me hizo y de haber matado a nuestro hijo, lo odio con todo mi corazón.
El edificio de Del Valle & Asociados estaba en pleno centro financiero, con una fachada de vidrio negro y detalles metálicos. Me presenté a la entrevista con un vestido gris simple, el cabello recogido y un portafolio lleno de proyectos que en mi vida anterior habían sido ignorados.
En la recepción, una mujer de mirada aguda me escaneó de arriba abajo.
—¿Isabella Ferrer? Pase. El ingeniero Del Valle desea verla personalmente.
Mi corazón dio un vuelco.
En mi vida pasada, me entrevistó un asistente de recursos humanos, pero de la empresa de Benjamín, jamás llegue hasta aquí. Román Del Valle nunca estaba presente en las entrevistas de trabajo.
Pero esta vez... fue una excepción y desconozco el porqué.
La oficina era amplia, sobria, sin adornos. Solo una maqueta gigante del nuevo complejo inmobiliario Aurea ocupaba el centro. Un proyecto de veinte torres de departamentos en la costa.
Y allí estaba él.
Román Del Valle.
Más joven de lo que lo recordaba en la televisión, pero con esa misma presencia dominante. De pie junto a la maqueta, observando los planos con una concentración casi quirúrgica. Llevaba una camisa negra, sin corbata, con las mangas remangadas hasta los codos. Su cabello negro estaba salpicado de unas pocas canas impregnando madures, y sus ojos... eran de un verde esmeralda, era el epitome de belleza masculina.
—Ingeniera Ferrer —dijo sin mirarme—. Tome asiento.
Me senté en silencio, sabiendo que cada gesto, cada palabra, podía ser decisiva.
—Su expediente es limpio, saco ingeniería y arquitectura a la vez, impresionante. Sus diseños son buenos. No excelentes. Pero muestran carácter —continuó—.
¿Por qué quiere trabajar aquí?
Respiré hondo.
—Porque no quiero trabajar para empresas que solo colocan techos sobre cabezas. Usted construye hogares, estructuras con alma. Quiero aprender de eso.
Román alzó la vista por primera vez. Sus ojos se clavaron en los míos con intensidad.
—¿Trabajó alguna vez para Arriaga Group?
—Me ofrecieron una posición. La rechacé —dije, sin titubear.
—¿Por qué?
—No confiaba en su visión.
Una sombra cruzó su expresión, pero desapareció al instante.
—Bien. El lunes empieza. Sala B. Plantas del ala sur. Será parte del equipo central del Proyecto Aurea.
Tiene una semana para demostrar que no desperdicié mi tiempo.
Asentí. Me levanté. Estaba por salir cuando su voz me detuvo.
—¿Alguna vez alguien le dijo que se parece a mi esposa?
Me giré lentamente.
—No.
—Murió hace años. Pero... tiene su misma forma de mirar. Román alzó la vista. Sus ojos se clavaron en los míos con intensidad.
—Lo lamento.
—No es necesario que lo hagas, solo te lo comento por si alguien te lo dice.
Ladeé la cabeza y esbocé una sonrisa genuina.
—Nos veremos el lunes, ingeniero. Espero no defraudarlo.
Hice un leve gesto con la mano y me marché sin esperar respuesta.
Esa noche, me instalé en el pequeño departamento alquilado con los ahorros que aún recordaba tener en mi cuenta de soltera. En mi vida anterior, Benjamín me había pedido cerrar esa cuenta para "organizar mejor los gastos". Yo, idiota, acepté. Varias veces congelo mis tarjetas solo por gusto, nunca me di lujos, compraba lo justo, pero aun así me acusaba de despilfarrar.
Ahora tenía control total.
Saqué una vieja libreta y comencé a escribir.
Objetivos de esta vida:
Nunca más confiar en Benjamín Arriaga.
Construir mi propia carrera.
Evitar todo vínculo emocional con el sexo opuesto.
Hacer justicia. Y si es posible... venganza.
Me recosté con el cuaderno sobre el pecho. En la penumbra, una brisa suave entraba por la ventana.
Había vuelto.
Y esta vez, nada ni nadie me detendría.