No sé cuánto duró la oscuridad. Tampoco sé si merecía un final. A veces, la oscuridad no es la ausencia de luz: es una pausa que el cuerpo pide para encontrar su forma. Desde ese lugar sin relojes, lo único que pude pensar —o sentir— fue una línea recta, dibujada a mano alzada, que conectaba dos puntos en mi pecho. Y una palabra que no pronuncié, pero que escuché muy claro: «vuelve».
La conciencia iba y venía como la marea. A ratos, un oleaje tibio me alzaba hacia la luz; a ratos, un remolino me arrastraba a un fondo espeso, sin bordes. Intenté abrir los párpados. Nada. Un peso de piedra los mantenía cerrados. A través de ese mundo oscuro llegaban voces como desde otra habitación.
—¿Estará bien? —reconocí la voz quebrada de Román, sin su templanza de siempre, tocada por un miedo que no le había oído jamás.
—La paciente está grave —contestó otra voz, profesional, neutra—. Hemorragia interna. La ingresaremos a pabellón ahora mismo. Por ahora… —una breve pausa—, recen.
Una camilla chirri