La ciudad tenía un ritmo distinto los domingos por la tarde. El ruido del tráfico se mezclaba con un silencio raro, como si todos respiraran más despacio. Salí a caminar sin escolta, sin casco de arquitecta, sin carpetas bajo el brazo. Solo un café en la mano y mi celular apagado. Necesitaba olvidar por un par de horas que mi vida se había convertido en una partida de ajedrez contra rivales que no conocían reglas.
La calle estaba casi vacía. Los árboles proyectaban sombras largas sobre la acera. Entonces lo oí.
El rugido de un motor acelerando.
Giré la cabeza justo a tiempo para ver un auto negro doblar con violencia la esquina. Las llantas chirriaron. Los faros me cegaron.
Por un segundo creí que no iba a moverme. Que esta vez no iba a tener segunda oportunidad. Mi cuerpo no respondía. El tiempo se detuvo.
—¡ISABELLA! —una voz gritó detrás de mí.
Unos brazos me empujaron con fuerza. Rodé por la acera, el café estalló contra el suelo. El auto pasó rozándome, a centímetros de mi rostro