Lo encontré en medio del bosque, herido, inconsciente... y no del todo humano. Tenía orejas de lobo, colmillos afilados y una mirada dorada capaz de helarte la sangre. Dijo que no necesitaba mi ayuda, que era peligroso, que debía marcharse en cuanto recuperara su maná. Pero no se fue. Día tras día, lo cuidé en mi cabaña, sin entender por qué una parte de mí se negaba a dejarlo ir. Era frío, arrogante, salvaje… y sin embargo, en su silencio, había dolor. Un pasado que pesaba más que sus heridas. Y cuanto más intentaba alejarme, más me enredaba en sus sombras. Él guarda secretos que podrían destruirme. Yo tengo un poder dormido que podría salvarlo. Y en medio de todo, hay algo que ninguno de los dos esperaba: Sentimientos. ¿Puede una humana sanar el corazón de una bestia? ¿O terminaré siendo devorada por él?
Leer másLa lluvia no daba tregua.
Caía con fuerza sobre el tejado de madera, golpeando como dedos impacientes, como si el cielo estuviera tratando de advertirle algo. Ailén se encontraba en la cocina, moliendo hojas secas para un ungüento cuando el sonido la hizo detenerse. Era un rugido bajo… no del trueno, sino algo más. Animal. Doloroso.
Se quedó inmóvil por un instante, el corazón latiéndole con fuerza. Los sonidos del bosque no solían perturbarla. Vivía allí desde hacía cinco años, rodeada de árboles, niebla y criaturas pequeñas que solían visitarla cuando el mundo dormía. Pero eso… eso era distinto. Un gruñido seguido de un golpe seco, como si algo grande hubiese caído al suelo.
La lógica le decía que se quedara dentro, pero su instinto—ese que nunca la había fallado—la empujó hacia la puerta. Tomó su impermeable, una linterna, y metió un pequeño frasco de esencia calmante en el bolsillo. Por si acaso.
La tormenta le mordió el rostro apenas cruzó el umbral. Caminó con pasos firmes entre la maleza húmeda, guiándose más por la sensación en su pecho que por la luz. No tardó en encontrarlo.
Allí estaba. Tirado entre raíces, cubierto de barro y hojas, con sangre mezclada con la lluvia. Era un hombre… pero no del todo. Tenía orejas puntiagudas cubiertas de pelo negro, garras en vez de uñas y una cola larga y pesada que yacía inmóvil a su lado.
Su pecho subía y bajaba con dificultad, y aunque parecía inconsciente, algo en su postura, en la tensión de sus músculos, gritaba peligro.
—¿Qué diablos…? —susurró Ailén, arrodillándose lentamente.
No sabía qué clase de criatura era. ¿Un cambiaformas? ¿Un espíritu herido? ¿Un castigo del bosque? Y, sin embargo, algo en su rostro le pareció humano. El ceño fruncido, la respiración agitada, la piel caliente al tacto.
—No te voy a dejar aquí —murmuró, más para sí misma que para él—. No pareces un monstruo.
Le costó arrastrarlo. No por el peso, aunque era enorme, sino por el respeto que imponía incluso inconsciente. Algo en él decía que era peligroso… pero también perdido.
La cabaña estaba cálida, con fuego encendido en la chimenea y el aroma a lavanda impregnando el aire. Lo recostó en el sofá y se puso a trabajar. Le quitó la ropa empapada, cubriéndolo con una manta mientras examinaba sus heridas. Tenía cortes profundos en el torso, como si algo lo hubiera atacado con magia o garras. Su piel sanaba a una velocidad inusual, pero el sangrado no se detenía. Como si algo estuviera bloqueando su regeneración.
—No eres un simple hombre lobo —dijo Ailén, más intrigada que asustada.
Preparó una infusión de raíz de luna y empezó a limpiar las heridas, hablándole suavemente como si él pudiera escucharla.
—Podrías haberme matado ahí fuera… y sin embargo, estabas desplomado como un cachorro bajo la lluvia. ¿Qué te pasó?
Al tocar su pecho con una compresa caliente, el extraño gruñó bajo, medio consciente. Sus ojos se abrieron apenas. Un dorado profundo, animal, salvaje… y lleno de dolor.
—No… necesito… tu ayuda —murmuró, con la voz áspera y rota.
—Tarde, grandote. Ya te estoy ayudando —respondió ella con una pequeña sonrisa.
Él intentó incorporarse, pero el esfuerzo fue inútil. Su cuerpo tembló, y su cola se movió débilmente sobre la manta.
—No me… toques… la cola —gruñó.
Ailén parpadeó, sorprendida. Luego se rió suavemente.
—¿De todos los lugares que te estoy curando, eso es lo que te molesta?
Los ojos dorados se cerraron con frustración. Un gruñido ronco fue su única respuesta antes de volver a caer inconsciente.
Ailén se quedó en silencio un rato, sentada en el suelo junto al sofá, observándolo. La tormenta afuera había comenzado a menguar, pero dentro de la cabaña, un tipo de tormenta muy distinta acababa de entrar en su vida.
—Bien, criatura. No sé qué eres… ni por qué terminaste en mi bosque. Pero hasta que te levantes por ti mismo, eres mi responsabilidad.
Lo cubrió con otra manta, apagó la linterna y se sentó frente al fuego, sin poder dejar de pensar en esos ojos dorados. No eran los de un monstruo. Eran los de alguien que había estado solo durante demasiado tiempo.
Y aunque no lo supiera aún… ese alguien había llegado justo al lugar donde debía estar.
El aire estaba cargado de electricidad. No una que pudiera verse o sentirse en la piel, sino una más profunda, invisible, vibrando bajo la superficie del mundo. Ailén lo notaba. Desde aquella visión que la arrojó de nuevo al pasado como Thariel, algo dentro de ella había comenzado a cambiar… o quizás despertar.Al principio, fueron sólo sueños. Fragmentos de otro tiempo, otra vida. En uno de ellos, caminaba por un bosque de árboles blancos, donde el cielo tenía dos lunas y el viento susurraba en un idioma que no conocía, pero que su alma comprendía. Veía sus manos, más pálidas, con anillos que no recordaba haber usado, y escuchaba una risa que le partía el corazón: la de alguien que ya no estaba, que quizás había muerto por su culpa.Despertaba con el pecho oprimido, la garganta seca, las manos temblorosas. Y después, llegaron los episodios.No sabía exactamente cuándo comenzó el primero. Tal vez aquella vez en que Kaor entró a su habitación y la encontró de pie, inmóvil, los ojos com
El amanecer comenzaba a teñir el cielo con tonos suaves, como si el mundo intentara olvidar por un instante la oscuridad que lo rondaba. Pero en el interior de Ailén, algo no dejaba de moverse. Un susurro constante, como un eco olvidado, llamándola. No con palabras, sino con sensaciones que le erizaban la piel. Una certeza que pesaba más que la razón.Sus pies la llevaron hasta el lago sin que ella lo decidiera conscientemente. Era como si algo, muy antiguo, muy profundo, la arrastrara desde adentro.El agua estaba quieta. No había brisa, ni pájaros. Todo parecía suspendido en el tiempo.Se arrodilló junto a la orilla. El reflejo que la miraba no era del todo suyo. Por un segundo, los ojos que la observaban desde la superficie eran dorados, intensos. El cabello era más largo, más pálido, casi blanco. La piel brillaba como si la luna misma la hubiera bendecido.El nombre la golpeó como un trueno:Thariel.Y el mundo se quebró a su alrededor.El aire olía a incienso y fuego. Thariel ava
La noche descendía como un presagio sobre los árboles de la espesura. Una brisa helada se colaba entre los troncos, cargada de murmullos que no provenían del viento. Ailén lo sintió en los huesos: algo estaba cambiando. Otra vez.Desde su encuentro con el relicario, Kaor había empezado a distanciarse. Su cuerpo ardía por dentro con un fuego que no era fiebre común. Las venas de su cuello comenzaban a marcarse con filamentos oscuros, como si el artefacto que custodiaba estuviese quemando su esencia desde el interior. No lo decía, pero Ailén lo veía. Y lo sentía cada vez que dormían cerca: ese extraño resplandor pálido, esa energía que no le pertenecía.—Kaor... ¿te duele? —le susurró una noche, cuando él se encogía sobre sí mismo, la mandíbula tensa.—No es dolor. Es... como si me estuviera vaciando para contener algo más grande. Algo que no entiendo.Ailén tragó saliva. Sus propias pesadillas volvían, pero no como sueños, sino como visiones sueltas. Fragmentos. Gritos en una lengua qu
El atardecer filtraba una luz naranja que teñía de fuego las copas de los árboles. Ailén se encontraba de pie frente al lago, ese espejo de agua que parecía conocer más de ella que su propia memoria. Cada día sentía más vívido ese murmullo interior que no sabía si era su conciencia, su pasado... o algo más oscuro.Kaor la observaba desde la distancia. Sus ojos seguían la forma delicada de su figura, pero también había algo distinto en él. Desde que cargaba con el artefacto recuperado en la grieta del templo, su cuerpo comenzaba a mostrar cambios que no podía ignorar. La piel de sus brazos parecía vibrar sutilmente con un fulgor iridiscente en momentos de silencio, y cada noche sus sueños se volvían más vívidos, como si fueran fragmentos de recuerdos que no eran suyos.Esa noche, cuando regresaron al campamento, Ailén notó la forma en que Kaor apretaba los dientes mientras tocaba su pecho. Una línea delgada de luz se marcaba justo debajo de su clavícula, como si el artefacto dejara una
El camino hacia la torre no estaba en ningún mapa.Solo existía en los sueños.Ailén lo sabía. Lo sentía con cada latido del cristal sobre su pecho, con cada eco que resonaba en los rincones más antiguos de su alma. No era un lugar físico… no del todo. Era un recuerdo encerrado en una memoria colectiva. Un fragmento sellado entre raíces, suspiros olvidados y la magia que precedió a todas las guerras.Kaor no preguntó a dónde iban. Solo caminó a su lado, con la mirada fija en el horizonte, donde el cielo comenzaba a desdibujarse como si algo antiguo desgarrara el velo de la realidad.Después de un día entero atravesando parajes donde el aire parecía murmurar nombres que no conocían, llegaron a un claro imposible.El bosque se abría en un círculo perfecto, sin viento, sin ruido.Y en el centro…Una torre negra.Alta. Silenciosa. Cubierta de raíces que la abrazaban como si quisieran arrancarla de la tierra. Las piedras estaban gastadas, viejas como el primer idioma. No tenía puertas. Sol
Kaor sentía el peso del artefacto como si llevara una piedra viva colgando de su pecho. No se movía. No brillaba. Pero algo dentro de él palpitaba. A cada paso, parecía susurrarle, como un corazón que no era suyo… pero ahora latía con él.Ailén lo observaba con creciente inquietud. Desde que habían abandonado el Valle de los Silencios con la Sangre del Eco, Kaor no era exactamente el mismo. Más callado. Más tenso. Sus silencios ya no eran serenos… eran silencios de quien escucha algo que no debería estar ahí.A veces, mientras dormía, Kaor murmuraba palabras en un idioma que ella no reconocía, pero que el cristal reaccionaba a ellas con una leve vibración. Eso la preocupaba más que cualquier criatura.Porque no era un enemigo lo que la amenazaba. Era el vínculo. Era él.Llevaban cinco días de camino, siguiendo las indicaciones que Maeyra había marcado en el mapa antes de despedirlos. Neril marchaba con ellos, aunque algo había cambiado también en él. El joven de ojos nebulosos hablaba
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