La niebla cayó más temprano esa tarde.
Densa. Silenciosa. Como si el bosque estuviera conteniendo el aliento.
Ailén cerró la ventana con cuidado, sus ojos dorados clavados en la línea de árboles donde la neblina parecía latir. Había aprendido a escuchar el silencio, a sentir cuando el bosque intentaba advertirle de algo… y esta vez, su piel se erizaba sin razón visible.
Kaor permanecía en silencio, apoyado contra el marco de la chimenea. Aun envuelto en una manta, su postura era la de un cazador. No dormía. No desde que despertó con el ceño fruncido en medio de la noche y dijo en voz baja:
—No está lejos.
Ailén lo había oído. No respondió. Solo dejó encendida una vela más y se quedó sentada junto a él hasta que su respiración se calmó.
Ahora, mientras ella preparaba un brebaje en el cuenco de barro, Kaor habló sin mirarla.
—Algo cruzó el límite del Umbral.
Ailén detuvo el movimiento de su mano. La cuchara quedó suspendida en el aire.
—¿Qué es?
—No lo sé aún. Pero no viene por mí.
—¿Cómo puedes estar seguro?
—Porque no me busca a mí. La está buscando a usted.
Ella giró lentamente. Kaor casi nunca usaba ese “usted”, y cuando lo hacía, era porque su voz se llenaba de gravedad. Él la miraba como si ya supiera la verdad que ella se negaba a aceptar.
—Ailén —dijo su nombre por primera vez sin titubeos—, hay algo en ti que no es del todo humano. Lo sentí desde el primer día. Y esa cosa… también lo ha sentido.
Ailén apretó los labios. Su corazón latía con fuerza. Durante años había sentido esa conexión extraña con la tierra, con los árboles, con la vida que palpitaba bajo sus pies. Nunca lo cuestionó. No quiso hacerlo.
—Yo… no lo entiendo. No tengo poderes, Kaor. No lanzo hechizos. No me transformo. Solo cuido este lugar. Solo escucho al bosque…
—Y el bosque te ha elegido —respondió él, acercándose lentamente—. Eso es más poderoso que mil conjuros. Pero lo que viene, no distingue entre inocencia y amenaza. Si no estás lista…
—¿Y tú lo estás? —interrumpió Ailén, con más firmeza de la que esperaba.
El silencio entre ellos fue como una cuerda tensa.
Kaor dio un paso más. Sus ojos dorados brillaban a la luz de la chimenea. Su cuerpo aún estaba débil, pero su presencia llenaba la habitación como si fuera más grande que las paredes que lo contenían.
—No permitiré que te toque. No permitiré que nada… te arranque de aquí.
Ailén sintió un escalofrío, aunque no de miedo. De algo más oscuro, más profundo. Algo que le hacía doler el pecho y encender la piel.
—¿Por qué? —susurró.
Kaor alzó una mano, como si fuera a tocarle el rostro… pero la bajó antes de rozarla.
—Porque no sé quién soy si ya no estás en este lugar.
Ella tragó saliva, sin saber qué decir. Las palabras, las preguntas, se quedaban atoradas entre el latido acelerado y el silencio espeso.
Fue entonces cuando un grito se escuchó a lo lejos. Corto. Sordo. Ahogado.
Kaor giró la cabeza al instante, su cuerpo tensándose como una cuerda a punto de romperse.
—Eso no fue un animal.
Ailén ya tenía el arco que solía usar para ahuyentar ciervos en la mano, aunque sabía que era inútil ante lo que vendría. Kaor se acercó, quitándoselo con suavidad.
—Tú no. No esta vez.
Ella frunció el ceño.
—¿Y tú sí puedes luchar así? Apenas puedes mantenerte en pie.
—Entonces quédate cerca de mí —gruñó él—. Aunque mi cuerpo esté roto, lo que tengo dentro… no lo está del todo. Y si esa cosa cruza la línea de árboles…
Se transformó.
No completamente, pero lo suficiente para que Ailén viera cómo sus ojos se volvían más salvajes, sus uñas más afiladas, su voz más gutural.
—La desgarraré con lo que quede de mí.
Esa noche, el bosque se estremeció.
Y desde la ventana de la cabaña, mientras la niebla se espesaba y la oscuridad susurraba en lenguas que solo los antiguos podían entender, Ailén supo que su mundo estaba a punto de cambiar.
No por el grito que se había perdido entre las hojas.
No por la criatura que venía.
Sino por el lobo que dormía en su sofá…