El amanecer se filtraba tímido entre los árboles, derramando una luz dorada que apenas alcanzaba la cabaña. Todo parecía en calma. Pero Ailén sentía que algo se había roto la noche anterior… o quizás, algo se había despertado.
Kaor dormía aún, envuelto en mantas raídas, con el ceño fruncido incluso en reposo. Había dejado de gruñirle a las sombras, pero eso no significaba que estuviera bien. Ailén lo observaba desde el umbral, con una taza humeante entre las manos.
Desde la batalla, él parecía más callado. No retraído, sino atento. Como si escuchara algo que nadie más podía oír.
Ella también lo sentía. Un murmullo sutil, como una vibración en los huesos, que empezaba al tocar el suelo con los pies descalzos. El bosque susurraba. Y ahora, esos susurros… tenían palabras.
“Thariel…”
Ailén parpadeó. La palabra llegó sin idioma, como un eco antiguo que no venía de fuera, sino de adentro. Miró hacia los árboles. Ninguno se movía, pero la brisa era distinta. Como una exhalación larga y profu