La lluvia no daba tregua.
Caía con fuerza sobre el tejado de madera, golpeando como dedos impacientes, como si el cielo estuviera tratando de advertirle algo. Ailén se encontraba en la cocina, moliendo hojas secas para un ungüento cuando el sonido la hizo detenerse. Era un rugido bajo… no del trueno, sino algo más. Animal. Doloroso.
Se quedó inmóvil por un instante, el corazón latiéndole con fuerza. Los sonidos del bosque no solían perturbarla. Vivía allí desde hacía cinco años, rodeada de árboles, niebla y criaturas pequeñas que solían visitarla cuando el mundo dormía. Pero eso… eso era distinto. Un gruñido seguido de un golpe seco, como si algo grande hubiese caído al suelo.
La lógica le decía que se quedara dentro, pero su instinto—ese que nunca la había fallado—la empujó hacia la puerta. Tomó su impermeable, una linterna, y metió un pequeño frasco de esencia calmante en el bolsillo. Por si acaso.
La tormenta le mordió el rostro apenas cruzó el umbral. Caminó con pasos firmes entre la maleza húmeda, guiándose más por la sensación en su pecho que por la luz. No tardó en encontrarlo.
Allí estaba. Tirado entre raíces, cubierto de barro y hojas, con sangre mezclada con la lluvia. Era un hombre… pero no del todo. Tenía orejas puntiagudas cubiertas de pelo negro, garras en vez de uñas y una cola larga y pesada que yacía inmóvil a su lado.
Su pecho subía y bajaba con dificultad, y aunque parecía inconsciente, algo en su postura, en la tensión de sus músculos, gritaba peligro.
—¿Qué diablos…? —susurró Ailén, arrodillándose lentamente.
No sabía qué clase de criatura era. ¿Un cambiaformas? ¿Un espíritu herido? ¿Un castigo del bosque? Y, sin embargo, algo en su rostro le pareció humano. El ceño fruncido, la respiración agitada, la piel caliente al tacto.
—No te voy a dejar aquí —murmuró, más para sí misma que para él—. No pareces un monstruo.
Le costó arrastrarlo. No por el peso, aunque era enorme, sino por el respeto que imponía incluso inconsciente. Algo en él decía que era peligroso… pero también perdido.
La cabaña estaba cálida, con fuego encendido en la chimenea y el aroma a lavanda impregnando el aire. Lo recostó en el sofá y se puso a trabajar. Le quitó la ropa empapada, cubriéndolo con una manta mientras examinaba sus heridas. Tenía cortes profundos en el torso, como si algo lo hubiera atacado con magia o garras. Su piel sanaba a una velocidad inusual, pero el sangrado no se detenía. Como si algo estuviera bloqueando su regeneración.
—No eres un simple hombre lobo —dijo Ailén, más intrigada que asustada.
Preparó una infusión de raíz de luna y empezó a limpiar las heridas, hablándole suavemente como si él pudiera escucharla.
—Podrías haberme matado ahí fuera… y sin embargo, estabas desplomado como un cachorro bajo la lluvia. ¿Qué te pasó?
Al tocar su pecho con una compresa caliente, el extraño gruñó bajo, medio consciente. Sus ojos se abrieron apenas. Un dorado profundo, animal, salvaje… y lleno de dolor.
—No… necesito… tu ayuda —murmuró, con la voz áspera y rota.
—Tarde, grandote. Ya te estoy ayudando —respondió ella con una pequeña sonrisa.
Él intentó incorporarse, pero el esfuerzo fue inútil. Su cuerpo tembló, y su cola se movió débilmente sobre la manta.
—No me… toques… la cola —gruñó.
Ailén parpadeó, sorprendida. Luego se rió suavemente.
—¿De todos los lugares que te estoy curando, eso es lo que te molesta?
Los ojos dorados se cerraron con frustración. Un gruñido ronco fue su única respuesta antes de volver a caer inconsciente.
Ailén se quedó en silencio un rato, sentada en el suelo junto al sofá, observándolo. La tormenta afuera había comenzado a menguar, pero dentro de la cabaña, un tipo de tormenta muy distinta acababa de entrar en su vida.
—Bien, criatura. No sé qué eres… ni por qué terminaste en mi bosque. Pero hasta que te levantes por ti mismo, eres mi responsabilidad.
Lo cubrió con otra manta, apagó la linterna y se sentó frente al fuego, sin poder dejar de pensar en esos ojos dorados. No eran los de un monstruo. Eran los de alguien que había estado solo durante demasiado tiempo.
Y aunque no lo supiera aún… ese alguien había llegado justo al lugar donde debía estar.