La madrugada había sido extrañamente silenciosa.
Ni el canto de los búhos, ni el crujir de los árboles. Solo el zumbido leve de una energía nueva que parecía despertar dentro de Ailén desde aquella noche.
Despertó sola en la cama. Kaor ya no estaba.
Se envolvió en su manta y bajó descalza al salón. La chimenea estaba apagada, pero el aire no estaba frío. Había algo... tibio. Como si la misma casa la estuviera esperando.
Sobre la mesa del rincón, donde guardaba los libros polvorientos de su abuela, uno había sido abierto. Pero Ailén juraba que no lo había tocado. Se acercó con el ceño fruncido.
Era el más antiguo. De tapas negras con símbolos tallados que nunca había logrado descifrar. Y, sin embargo, ahora la página abierta brillaba levemente con una luz pálida.
Las letras… eran legibles.
"Aquellos que portan la Voz del Bosque no nacen. Despiertan.
Y cuando el alma que ha sido elegida toca el umbral entre luz y oscuridad, el guardián aparecerá.
Ni bestia, ni hombre. Solo llama salvaje