El grito había cesado… pero el silencio que lo siguió fue peor.
Kaor se mantenía firme frente a la puerta, con los músculos tensos, las garras parcialmente expuestas y los ojos brillando como brasas encendidas. Su respiración era profunda, medida, como la de un depredador que se niega a caer, aunque se esté desangrando por dentro.
Ailén lo observaba desde atrás, con el corazón golpeándole el pecho. El aire estaba cargado. El bosque, inmóvil. Todo esperaba.
Entonces, algo crujió.
Una rama.
Otra más.
Y luego… el susurro. Un sonido antinatural, como una lengua antigua frotándose contra los huesos del mundo. No era un lenguaje humano. Era más viejo que el tiempo.
Kaor retrocedió un paso. No por miedo, sino para proteger a Ailén.
—Quítate del umbral —gruñó él.
Ella no se movió.
—No me voy a esconder —respondió en voz baja.
—No es miedo lo que quiero evitar. Es… eso —señaló hacia la puerta con el mentón—. Lo que viene no toca lo que no ve.
—Y tú estás herido.
—Y tú estás viva —espetó Kaor—. No lo pongas en riesgo por mí.
Ailén apretó los labios, pero no discutió más. Dio unos pasos atrás, quedándose a unos metros del fuego, mientras Kaor abría lentamente la puerta.
Niebla.
Una masa densa, gris, serpenteante, entró reptando sobre la madera. Y entre ella… una figura.
No tenía forma definida. Era sombra. Fragmentos. Humo vivo. Pero los ojos… los ojos eran dos círculos de luz blanca, fríos, vacíos.
Kaor se irguió, y su voz sonó más profunda, como si una bestia hablara desde su interior.
—Atrás.
La criatura no respondió con palabras. Pero la vibración de su presencia hizo que las paredes de la cabaña crujieran. El fuego titiló, temblando como si también sintiera miedo.
Kaor dio un paso adelante.
—No la tendrás.
Un chillido agudo, como cristales rompiéndose, rasgó el aire. La criatura se abalanzó.
Kaor la recibió con un rugido. Las garras chocaron contra la niebla, rasgándola parcialmente. La sombra se replegó, y luego volvió a atacar. Una batalla breve, brutal. Golpes secos. Cortes. Maná estallando como chispas en el aire.
Kaor sangraba. Pero seguía de pie.
Hasta que la criatura logró tocarlo con una mano oscura.
Un gemido gutural escapó de su garganta. Su cuerpo cayó de rodillas.
Ailén gritó:
—¡KAOR!
Corrió hacia él sin pensar. La criatura giró hacia ella… y entonces ocurrió.
Algo se rompió dentro de Ailén. O tal vez, se abrió.
Una luz, suave pero poderosa, brotó de su pecho, extendiéndose como una onda cálida. La criatura chilló, retrocediendo como si hubiese tocado fuego puro. Kaor la miró con los ojos muy abiertos.
—¿Qué… hiciste?
Ailén temblaba, con las manos extendidas frente a sí, brillando con una energía blanca que no entendía.
—No lo sé —susurró—. Solo… quise protegerte.
La sombra volvió a avanzar, desesperada.
Ailén cerró los ojos, concentrándose en ese calor dentro de ella.
—No eres bienvenido aquí —murmuró—. Este lugar no te pertenece.
La luz estalló.
Un círculo brillante rodeó la cabaña por un instante. La criatura chilló una vez más, y luego… desapareció. Evaporada entre el viento y la niebla.
Silencio.
Kaor jadeaba, arrodillado en el suelo. Ailén cayó junto a él, sus piernas temblando, las manos aún brillando débilmente.
—¿Estás… bien? —preguntó ella.
Él no respondió de inmediato. Solo la miró. Y por primera vez, sin orgullo, sin arrogancia, con una vulnerabilidad que jamás había dejado ver, murmuró:
—¿Qué eres?
Ella tragó saliva, agotada.
—No lo sé.
Kaor cerró los ojos y apoyó la frente en su hombro, como si al fin se permitiera descansar.
Y por primera vez, Ailén sintió que algo dentro de ambos había cambiado.
Ya no era solo ella cuidando a una bestia herida.
Era él… aferrándose a la única luz que le quedaba.