El amanecer se filtraba entre las rendijas de la persiana, tiñendo la cabaña con tonos dorados. El fuego en la chimenea ya se había reducido a brasas, y Ailén, adormecida en la silla junto al sofá, apenas reaccionó cuando escuchó el crujir de las mantas.
—¿Dónde… estoy?
La voz era profunda, rasposa. Familiar.
Ailén abrió los ojos lentamente, y su mirada se encontró con la de él. Estaba despierto. No del todo alerta, pero consciente. Y esta vez, sus ojos no eran salvajes… eran cautelosos. Humanos.
—En mi cabaña —respondió ella con voz suave—. Te encontré en el bosque. Estabas herido. Muy mal.
Él la observó, desconfiado, como si sus palabras pudieran ser una trampa. Luego, con lentitud, intentó incorporarse. Su cuerpo tembló por el esfuerzo, pero logró sentarse.
—No debiste traerme aquí.
—Ya lo dijiste anoche. Pero si no lo hacía, estarías muerto —replicó Ailén, levantándose para acercarle una taza de infusión caliente—. Bebe. Es para el dolor.
Él no la tomó.
—¿Qué pusiste en esto?
—¿Crees que intento envenenar a un hombre con orejas peludas y cola esponjosa? —sonrió—. Tranquilo. Solo raíz de luna y flor de nevargenta. Calmantes naturales.
Finalmente, el extraño aceptó la taza, pero no bebió de inmediato. Sus dedos largos, de uñas oscuras y afiladas, se aferraban al borde como si aún no estuviera convencido de que no era una prisionera disfrazada de enfermera.
—No eres humana.
Ailén se quedó quieta.
—¿Y tú sí?
El silencio se instaló entre ellos como una niebla densa. Luego, él bajó la vista y bebió un sorbo.
—No deberías involucrarte conmigo.
—Ya estoy involucrada —dijo ella, cruzándose de brazos—. Estás en mi sofá, usando mis mantas y bebiendo mis infusiones. Así que, si vamos a seguir con esta extraña convivencia… al menos dime tu nombre.
Él dudó.
—Kaor.
—¿Solo Kaor?
—Es suficiente.
—Bueno, Kaor, yo soy Ailén —sonrió con suavidad—. Puedes seguir gruñendo y mirándome como si fuera una amenaza, pero si no aceptas mi ayuda, tu maná no se va a recuperar.
Él la miró, frunciendo el ceño.
—¿Cómo sabes sobre el maná?
—No soy una bruja ni una criatura mágica. Solo… tengo buen instinto. Y un par de libros antiguos que hablan de cosas que la gente normal prefiere ignorar.
Kaor guardó silencio. Luego bajó la vista hacia sus propias manos. La piel de sus brazos mostraba venas oscuras, como si algo lo estuviera consumiendo por dentro. Ailén las observó con atención.
—¿Te atacaron con corrupción?
Él alzó la mirada, sorprendido.
—Eres más lista de lo que pareces.
—Gracias… creo —respondió, volviendo a sentarse frente a él—. ¿Fue alguien de tu especie?
—Mi especie me traicionó. Me arrebataron el maná. Quisieron matarme. Casi lo logran.
La franqueza de sus palabras la dejó en silencio. Era la primera vez que no hablaba con tono sarcástico o defensivo. Solo… cansado.
—¿Y qué piensas hacer ahora?
—Recuperarme. Irme. Y luego… destruirlos.
El aire pareció volverse más denso. La taza en sus manos tembló ligeramente por la fuerza con la que la apretaba.
Ailén suspiró.
—No me gustan las venganzas.
—No te he pedido tu opinión —gruñó él, y se levantó de golpe… solo para tambalearse y volver a caer sobre el sofá, jadeando.
—Y yo no te he pedido que seas amable, pero al menos intenta no desangrarte en mi sala —dijo con una sonrisa forzada.
Kaor apretó la mandíbula, furioso consigo mismo. Ella se acercó y volvió a cubrirlo con la manta.
—Descansa, lobo testarudo. Todavía no estás listo para ir a ninguna parte.
Por un momento, Kaor no respondió. Luego, casi en un susurro, dijo:
—Te pondrás en peligro por mi culpa.
—Tal vez. Pero no soy tan frágil como piensas.
Ella se alejó hacia la cocina, y él la observó, sin poder evitarlo. Había algo en ella que lo desconcertaba más que cualquier hechizo. No era su belleza tranquila, ni su forma de moverse entre libros y frascos… era su calma. Su calidez. Esa absurda y terca bondad que lo irritaba y al mismo tiempo lo arrastraba como una corriente.
Kaor cerró los ojos, y por primera vez en mucho tiempo, dejó que su cuerpo descansara.
Tal vez… solo tal vez… podía quedarse un poco más