A la joven y humilde Eris le dijeron que, si demostraba su valor, alcanzaría la gloria. También le dijeron que ser escogida para desposarse con el rey era el mayor honor con el que podría soñar, pues el rey era valeroso, rico y atractivo. El rey le dijo que ella sería su reina y que su corazón fuerte la protegería de los peligros del mundo. Incluso le dijeron que servir al rey era su deber de esposa, aunque el alma se le desgarrara de dolor cada vez que él la tocaba. Todos le mintieron a Eris y ahora, cuando la única salida que ve para acabar con su sufrimiento es la muerte, el prisionero bestial traído de tierras lejanas le ha prometido que puede salvarla si lo ayuda a escapar. ¿Se arriesgará Eris a creer en sus palabras o acabará él mintiéndole como todos los demás? De dos cosas Eris está segura, la pena por traicionar al rey es la muerte y ese prisionero extranjero, cuyos ojos refulgen en la oscuridad de la mazmorra exaltando a su corazón, no es como todos los demás.
Leer másEn el mundo siempre ha habido decisiones que pueden cambiar la vida de alguien por completo. La joven Eris jamás imaginó el rumbo que tomaría su destino al someterse a la prueba de Qunt’ Al Er.
Toda su infancia la había pasado esperando hacer algo importante por su familia, por ella y por su honor. Y coronarse como vencedora no sólo le permitiría ganar un cordero gordo y enorme, también la convertiría en una muchacha atractiva para los señores más importantes de la región y de las aldeas cercanas. Le daría poder, eso quería ella, el poder para tomar decisiones en una tierra donde la libertad era escasa y abundaban el hambre, la nieve y la muerte. Y la gente de la aldea Forah, en las montañas de Balardia, estaba acostumbrada a las pruebas, a demostrarle a la muerte que merecían vivir. La primera era al nacer, nada más abrían los ojos debían sobrevivir a ser lanzados a las aguas gélidas. Dos hermanos y una hermana de Eris no lo habían logrado. Luego, las jóvenes debían someterse al Qunt’ Al Er. El sólo sobrevivir ya las dejaba en un nivel superior a las demás. Sus padres, humildes campesinos recolectores de frutos y semillas en los bosques del interior, habían sido bendecidos por los dioses con una hija hermosa, de piernas firmes y fuertes que haría mucho más por ellos que ayudarlos a recolectar los regalos de la tierra. Eris no tenía miedo, su corazón estaba decidido y su estómago rugía de hambre. Se ató la cuerda a la cintura y estuvo lista. Debía aventurarse a escalar un monte arrastrando una enorme roca tras ella y regresar cargando un huevo de águila real, que anidaba en algún lugar de la cima. Las primeras vencidas no lograron llegar a la mitad. Eran muchachas débiles, que tendrían hijos débiles, una carga para Forah y sus familias. Dos días tardó Eris en llegar a la cima, con los miembros entumecidos y el hambre devorándole los sesos. Al tercero halló un nido con cuatro huevos. Guardó tres en su morral y se comió el otro. A mitad de camino de regreso se encontró con Lua, una de sus contrincantes. Habían crecido juntas y cogieron fuerzas al calor de una fogata, zampándose un huevo más. Al cabo de cinco días, las gentes de Forah, agolpadas en el piedemonte, vieron la llegada de dos vencedoras, cada una con un huevo. El gobernador salió a recibirlas. Eris y Lua apenas se sostenían en pie y sólo los aplausos y alabanzas de sus familias las alejaban del desmayo. —Un momento —dijo un hombre, vestido con gruesas pieles que debían ser muy costosas—. Hay un solo premio, no puede haber dos ganadoras. —¡Compartiremos el honor! —repuso Eris y el hombre rio con burla. —Tal vez el honor pueda compartirse, pero hay un solo cordero. ¿Quién se llevará la cabeza y quién el trasero? Las gentes rieron. —¡Un humilde trasero de cordero es mejor que nada! —insistió Eris. Las gentes rieron más todavía, el hombre apretó los labios en una firme línea. —Sólo habrá una ganadora —sentenció y lanzó frente a las mujeres un machete. Ya nadie rio. Ese hombre, fuese quien fuera, tenía más autoridad que el mismo gobernador, que estuvo de acuerdo con lo exigido. —¡No, no, no! Mi señor, tenga piedad —rogó Eris, de rodillas y con la cabeza pegada contra la tierra escarchada. Cuando alzó la vista, Lua blandía el machete hacia ella. El tiempo que Eris había tardado en reprochar un acto aberrante, Lua lo había usado para ponerse en ventaja. Su cándido rostro estaba surcado por una mueca de ira salvaje y desesperación absoluta. No dudaría en despedazarla, ella había tomado una decisión. Limpiándose las lágrimas que el frío escarchaba en su rostro, Eris se puso de pie y antes de que Lua lograra su ataque, le lanzó el huevo contra la cara. Cegada y aturdida por el repentino movimiento, quedó a merced de Eris, que le quitó el machete y pegó el filo contra su cuello. —¡He vencido! ¡Yo he ganado! —proclamó. —Todavía no —aclaró el hombre. La muchedumbre rugió, como lobos hambrientos que se tragaron los llantos y súplicas de piedad. La cabeza de Eris se congeló, su corazón helado latió más lento que nunca; el tiempo se detuvo. La muerte aguardaba a la perdedora y no quería morir, todavía era demasiado pronto, aunque más tarde se arrepentiría. No sintió su mano aferrando el machete, ni la sangre caliente que la cubrió al rebanar el cuello de Lua, tampoco oyó su cuerpo caer sobre la nieve. Eris miró hacia el cielo, donde las nubes tapaban el camino de la luz, mientras su familia la abrazaba y la de Lua se retiraba ante tanto deshonor. No había victoria, la felicidad que creyó que la inundaría había sido un engaño, las bestias se la habían arrebatado. Las bestias eran las que sobrevivían en Forah y ya era una de ellas. —¡¿Quién ha sido ese hombre que ha retorcido de tal modo mi destino, madre?! —preguntó Eris cuando la muchedumbre se dispersó. —¡No lo creerás, hija! ¡Ha sido un hombre del rey! Ha venido a ver la competencia buscando una doncella digna para su majestad. Ya habló con tu padre. ¡Servirás al rey y hasta podrás desposarte con él, hija, no hay honor más grande! El dios Ebrón nos ha bendecido. La sangre de Lua derretía la escarcha y se enfriaba. El sufrimiento para ella había terminado. Por instantes, Eris deseó estar en su lugar.Manada GrisLas finas manos de Agna se deslizaban con lenta dedicación por la recia espalda del alfa Kaím, que estaba bañada con el tibio sudor nacido de su reencuentro. Brillaba hermosamente con un resplandor plateado a la luz de la luna llena. El mensajero ya se había ido, luego de cumplir su funesta misión hacía unos instantes. —Acabas de llegar y ya debes partir, amado mío. Iré a quejarme con el alfa supremo —reprochó ella. —No hagas tal, Agna, que el mandato del alfa de alfas es ley, y debe cumplirse con la obediencia con que el sol huye de los cielos cuando se lo ordena la luna. Besó el abultado vientre de su amada y empezó a vestirse. Un alfa debía cumplir con su deber, y tendría que irse cuando todo lo que deseaba era quedarse en su hogar, con la familia que estaba formando. —Si han sido llamados todos los alfas del valle, Kort también estará. Kaím suspiró. El hijo mayor del alfa Asraón no le temía a nadie ni se ocultaba de nadie. —La presencia de mi hermano es irreleva
Arrodillada en el suelo, Bri recogía el que iba a ser el desayuno de Ava. —¡¿Acaso esperabas que comiera estas manzanas?! ¡Están agrias! —Ava lanzó la que tenía en la mano y golpeó la cabeza de la sierva. Las manzanas estaban perfectas, tanto en apariencia como en aroma; habían sido cosechadas apenas el día anterior. —Mi señora, ni siquiera las ha probado —replicó Bri, sobándose la sien. —¡¿Esperas que lo haga y enferme?! ¡¿Es eso lo que planean tú y el cocinero ese con el que te revuelcas?! Nada ocurre bajo este techo sin que mis oídos se enteren. Cuando Akal sepa que tú y él están conspirando en mi contra, los arrojará a las brasas ardientes. —¡No, mi señora, por favor! Nada tenemos en su contra, se lo juro. Tenga piedad —rogó, al borde de las lágrimas. —Deja de chillar y limpia este desastre. Yo cuidaré de Mao hoy, así que no te acerques a él. Dejó los aposentos, resoplando pesadamente. El fastidio de haberse hallado sola en el lecho por la mañana le brotaba por
Sumido en un envolvente sueño, muy parecido a la inconsciencia, Akal permaneció en el lecho pasado el desayuno. —El alfa no está solo en sus aposentos —le contó un siervo a Alter para explicar su ausencia. La idea agradó al Liak, pues no imaginaba de quién se trataba. Los ojos de Akal se abrieron pasado el mediodía y suspiró, como quien ha aceptado su destino y deja de luchar contra él. Había sido una lucha agotadora, que lo había doblado por dentro. La hembra a su lado, cuya esencia hipnótica flotaba en la habitación como una promesa, lo abrazó y le depositó un beso en el medio del pecho. —¿Se encuentra a gusto, mi alfa? —Sí —respondió Akal, sabiendo que no había otra respuesta posible más que la resignación. —¿Lo ves? Era tan sencillo dejar ir el rencor y permitirme sanar tus heridas. Era tan sencillo dejar que te amara de nuevo, pero eres terco. Espero que nuestro hijo no herede aquel rasgo de ti. —Hay peores rasgos que podría heredar. Al menos ha nacido s
—Los guardias fronterizos no han reportado novedades. Los espías infiltrados en Luthia han dicho que los ejércitos se están entrenando, pero sin planes de desplazamiento. —¿Esperan el mejor momento para atacarnos? —preguntó Eris—. Sus espías también deben saber lo que hacemos; ninguno parece tener ventaja en esta situación. —La ventaja la buscaremos —replicó Nov—. No hay fortuna en una guerra más que la que cada bando se propicia. No esperaremos a que ellos nos ataquen; atacaremos primero. Tenía una idea del número de soldados del ejército enemigo y sabía que los superaban con creces. ¿Quién diría que tantos años de espectáculos sangrientos en la arena engendrarían en el pueblo una incomparable sed de lucha? La fila de voluntarios para enlistarse crecía cada día; los hombres habían soltado sus azadones y aguardaban con ansias poder maniobrar una espada. Incluso mujeres habían llegado pidiendo una oportunidad de probar su valía y cercenar unas cuantas cabezas luthianas. Eran mujere
—«La bestia que camina sobre sus dos pies regresará por la huella que dejaron sus pisadas, pero la guerra los hallará primero. Muerte y guerra danzarán al rechazar el destino de la blanca, mas la tierra permanecerá y florecerán las cenizas» —leyó Nov por tercera vez a los presentes, que se reunían en el salón de descanso de la reina. Esperaban que ocho cabezas pensaran más que una. —¿La bestia será el rey de Luthia? —se preguntó Lebé, pensativa—. Él volverá aquí porque antes ya pisó el palacio, y vendrá para hacer la guerra. —No puede ser tan simple —replicó Eladius—. La bestia podría ser el rey Erok, que regresará de entre los muertos caminando sobre sus dos pies —concluyó, asustado de sus propias palabras. —Eso es imposible, los muertos no se levantan —rebatió Kemp—. Además, sus restos fueron cremados. —¡Oh! —exclamó Lebé, alterada—. ¡Por eso habla de cenizas! ¡El rey volverá a estar entre nosotros! El sumo sacerdote negó, muy seguro de sí mismo, pero cansado de tanta in
En los aposentos reales, Eris miraba a Lud dormir en su cuna luego de cambiarle los vendajes. La piel verdosa por los menjunjes de Eladius le daba un aspecto inquietante, pero calmaban su dolor lo suficiente para permitirle descansar. Sora llegó cargando una bandeja con alimentos para ella. —Sora, querida. ¿Puedes cuidar de Lud mientras voy al templo? Necesito orar; la diosa Asta nunca ha fallado en iluminar mi entendimiento. —¿No comerás antes? Eris negó y salió deprisa. Envuelta en una gruesa capa con capucha y escoltada por Kemp, llegó al templo. En el salón de la diosa dispuso ofrendas florales que perfumaron el altar frente al que se arrodilló. Allí oró por un rayo de luz que le permitiera ver el camino en la absoluta oscuridad en que se hallaba. Eris había querido ser reina, regia soberana, poderosa y absoluta. Ahora que lo era, el peso sobre sus hombros amenazaba con aplastarla. —Intenté gobernar con justicia y amor; construí caminos para que se asentara la paz, p
Último capítulo