Kaor dormía. O eso intentaba.
Su cuerpo, aún debilitado, no le permitía moverse con la libertad que deseaba. La corrupción del maná seguía aferrada a su interior, como raíces oscuras que lo carcomían desde dentro. Cada vez que cerraba los ojos, revivía la traición. El momento exacto en que los suyos lo rodearon, lo marcaron, y lo dejaron al borde de la muerte.
Gruñó entre sueños, la mandíbula apretada, el pecho agitado. Pero un olor suave, a lavanda y miel, lo envolvió poco a poco, arrastrándolo lejos del recuerdo. Y una voz… esa voz.
—Shh… ya pasó.
Ailén, sentada junto a él con un libro abierto en las piernas, le acariciaba el cabello con ternura. No sabía por qué lo hacía. Él era una criatura desconocida, peligrosa, salvaje. Y sin embargo… algo en su rostro dormido, en sus gestos tensos, despertaba en ella una compasión que no podía controlar.
Kaor abrió los ojos de golpe, sobresaltado. Se encontró con la mirada cálida de ella y retrocedió ligeramente.
—No necesito… consuelo.
—Claro que no —respondió Ailén, apartando la mano con suavidad—. Solo te estabas revolviendo como si lucharas contra fantasmas. Pensé que un poco de paz no te haría daño.
Kaor desvió la mirada, molesto consigo mismo por haber bajado la guardia. La cabaña estaba en silencio, excepto por el leve crujido de la madera y el canto lejano de los cuervos tras la lluvia.
—¿Qué haces aquí sola? —preguntó de pronto.
—¿En mi casa? ¿Viviendo? —bromeó ella.
Él la miró con expresión seria, como si buscara leer algo más allá de sus palabras.
Ailén suspiró.
—Perdí a mis padres hace años. No me llevo con el resto de la familia. Esta cabaña era de mi abuela. La restauré y decidí quedarme. Aquí es donde me siento… en paz.
—¿Paz? —repitió Kaor, como si esa palabra fuera un idioma extraño para él—. No hay paz cuando estás tan cerca del Linde del Umbral.
Ella se tensó ligeramente.
—¿Conoces ese nombre?
—Lo he cruzado muchas veces. Y sé que algo se agita detrás del velo. Oscuro. Antiguo. No deberías estar aquí.
Ailén lo observó por unos segundos. Sus ojos dorados no eran tan fríos como el primer día. Estaban cansados, sí. Pero también… tristes.
—Y tú tampoco deberías haber terminado desangrándote en mis arbustos, pero el destino tiene un sentido del humor raro —respondió, cerrando su libro—. Mientras no vengas a devorarme por las noches, puedes quedarte.
—¿Y si te dijera que ya lo he considerado?
—Entonces espero que al menos tengas la cortesía de lavarte primero —dijo con una sonrisa tranquila.
Kaor gruñó en respuesta. ¿Era burla lo que sentía? ¿O acaso… diversión?
Horas más tarde, Ailén volvió del jardín con una canasta llena de hierbas frescas. Al entrar a la cabaña, encontró a Kaor de pie junto al ventanal, cubierto solo por una manta que le colgaba del hombro. Su espalda musculosa estaba llena de cicatrices, y en su piel aún brillaban trazos oscuros que el maná corrupto no había dejado ir.
Él se giró lentamente al escucharla.
—El bosque me llama. Lo siento en los huesos. Algo se mueve… algo que no es natural.
—¿Quieres salir? —preguntó Ailén, preocupada.
—No… aún no. Pero pronto tendré que enfrentar lo que me sigue.
Ella asintió, dejando la canasta sobre la mesa. Caminó hacia él sin miedo, como si ya no lo viera como una bestia, sino como un hombre roto.
—Cuando llegue ese momento… no tienes que enfrentarlo solo.
Kaor la miró, desconcertado.
—¿Por qué haces esto? No sabes quién soy. Ni lo que puedo hacerte.
Ailén sostuvo su mirada con calma.
—No necesito saberlo todo. Solo sé que si alguien cayó del cielo en mitad de mi bosque, y sobrevivió con media vida, no es por casualidad. Y si esa persona—bestia o no—necesita ayuda, no voy a darle la espalda.
Él se quedó en silencio. Por dentro, algo se desmoronaba lentamente. Durante años había creído que su destino era la soledad, la guerra, la venganza. Pero esa mujer, con sus manos llenas de tierra y su corazón limpio, le estaba mostrando que tal vez había otra opción.
Y eso… le aterraba.