La noche había caído como un manto espeso, envolviendo la pequeña cabaña en la que se refugiaban. Afuera, el viento ululaba entre los árboles, como si la propia naturaleza quisiera advertirles que algo se acercaba. Dentro, el fuego crepitaba en la chimenea, proyectando sombras danzantes en las paredes, pero ninguna de esas siluetas era tan inquietante como lo que habitaba dentro de ella.
Él estaba sentado frente a ella, observándola como si con su mirada pudiera encontrar respuestas que las palabras aún no habían revelado. Llevaba días investigando, preguntando a ancianos, revisando pergaminos, buscando cualquier rastro de información sobre el ser que la habitaba. Pero mientras más aprendía, más temía lo que podría descubrir.
—Hay algo que no me has dicho —rompió el silencio con voz baja, cargada de tensión—. Lo siento. Cada vez que te miro… está ahí. No eres solo tú.
Ella apartó la mirada, fijándola en las llamas. Sentía el pulso en sus manos, un calor extraño que latía como si fuera