Divinas Tentaciones

Divinas TentacionesES

Romance
Última actualización: 2025-12-05
Cristina75vera   Recién actualizado
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Resumen
Índice

Arianna Stoica baila en la oscuridad del crimen organizado, seduciendo con movimientos que ocultan secretos y silencios peligrosos. En un mundo donde la belleza puede ser un arma, ella aprendió a no pertenecerle a nadie. Pero cuando Dominic Todorov, un hombre endurecido por la pérdida, llega a Bulgaria para tomar el control, sus caminos chocan con una intensidad imposible de ignorar. Él quiere someterla. Ella no está dispuesta a caer. Lo que ninguno de los dos sabe es que el peligro acecha más cerca de lo que imaginan… y que, en el juego de la mafia, el deseo puede costar más que la vida.

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Capítulo 1

La reina sin corona

El metal frío de la navaja oxidada mordió su piel como la advertencia de una serpiente, y el aliento fétido del ladrón invadió su rostro mientras sus dedos sucios se cerraban alrededor de su muñeca con una fuerza brutal. La noche en el mercado bajo de Tebas se había tornado silenciosa de repente, como si hasta los dioses contuvieran la respiración ante lo que estaba por suceder.

—Bonita túnica para una plebeya —gruñó el hombre, sus ojos inyectados en sangre recorriendo el cuerpo de Neferet con una lujuria que la hizo temblar—. ¿Cuánto oro escondes debajo, pequeña mentirosa?

Neferet había cometido un error. Un error estúpido y arrogante. Había escapado de la mansión familiar con tanta prisa que no se había cambiado completamente, y ahora el lino fino de su túnica interior, apenas visible bajo la capa raída que había robado de los establos, la delataba como lo que era: una intrusa en un mundo que no le pertenecía.

—No tengo nada —mintió, su voz más firme de lo que su corazón galopante sugería—. Solo soy una sirvienta que...

El segundo ladrón, un hombre más bajo pero con cicatrices que contaban historias de violencia, se rio con una carcajada que resonó en el callejón vacío.

—Las sirvientas no huelen a aceite de loto —escupió, acercándose por su espalda—. Ni tienen manos tan suaves.

El primer ladrón presionó el cuchillo con más fuerza, y Neferet sintió la humedad cálida de su propia sangre deslizándose por su cuello. El pánico amenazó con devorarla, pero algo más fuerte se encendió en su pecho: la rabia. La misma rabia que la había impulsado a huir de esa cena insoportable, donde su madre la había exhibido como ganado ante un mercader de especias con aliento a cebolla y manos que se aventuraban demasiado cerca de sus rodillas bajo la mesa.

"Eres la última esperanza de esta familia", le había susurrado su madre con esa sonrisa helada que usaba cuando planeaba algo terrible. "Tu hermano maneja el negocio, pero tú... tú puedes elevarnos. Solo necesitas casarte bien."

Casarse bien. Como si ella fuera una de las telas preciosas que su familia comerciaba, lista para ser vendida al mejor postor.

La mano del ladrón comenzó a descender por su costado, y Neferet supo que tenía segundos antes de que la situación se volviera irreversible. Cerró los ojos, preparándose para morder, para luchar, para morir si era necesario, cuando una sombra se materializó detrás de sus atacantes.

El primer ladrón ni siquiera tuvo tiempo de gritar. Una mano emergió de la oscuridad, atrapó su muñeca con precisión quirúrgica, y el sonido del hueso quebrándose resonó en el callejón como el chasquido de una rama seca. El cuchillo cayó al suelo con un tintineo metálico, y el hombre se desplomó, aullando de dolor.

El segundo ladrón giró, pero la sombra ya estaba sobre él. Un movimiento fluido, casi demasiado rápido para seguir con la vista, y el hombre quedó inconsciente en el suelo polvoriento.

Neferet retrocedió, jadeando, su espalda chocando contra la pared de adobe mientras sus ojos intentaban enfocar al recién llegado. La luz de la luna llena, que se filtraba entre los edificios apretados del barrio bajo, iluminaba solo fragmentos: una capa oscura, hombros anchos, manos que se movían con la gracia letal de un depredador.

—¿Estás herida? —preguntó una voz, y Neferet sintió que algo en su interior se contraía ante el sonido grave y aterciopelado.

El hombre se acercó, y por primera vez ella pudo verlo. Una capucha ocultaba la mayor parte de su rostro, dejando visible solo una mandíbula fuerte, marcada por una cicatriz pálida, y unos labios que parecían diseñados para el pecado. Pero fueron sus ojos los que la dejaron sin aliento: dorados como el sol poniente sobre el Nilo, intensos como el fuego, y fijos en ella con una concentración que hizo que su piel ardiera.

—Yo... —Neferet llevó una mano temblorosa a su cuello, sintiendo la pequeña herida que ya había dejado de sangrar—. Estoy bien.

—Mentirosa —dijo él, y había algo parecido al humor en su voz mientras sacaba un paño limpio de su cinturón—. Nunca he visto a alguien "bien" temblar así.

Se acercó más, tanto que Neferet pudo oler su aroma: cuero, arena caliente, y algo más oscuro, más salvaje. Sin pedir permiso, él presionó el paño contra su cuello, y el contacto de sus dedos contra su piel envió una descarga eléctrica por todo su cuerpo.

—¿Qué hace una mujer como tú en un lugar como este? —preguntó él, su voz apenas un murmullo mientras limpiaba la sangre con una suavidad que contrastaba brutalmente con la violencia que acababa de desplegar.

—Podría preguntarte lo mismo —replicó Neferet, encontrando su coraje—. ¿Qué hace un soldado patrullando los barrios bajos sin escolta?

Algo parpadeó en esos ojos dorados. ¿Sorpresa? ¿Diversión?

—¿Quién dice que soy un soldado?

—Tus movimientos. Tu postura. La forma en que desarmaste a esos hombres sin siquiera respirar fuerte —Neferet inclinó la cabeza, estudiándolo—. Y esa espada en tu cadera es demasiado fina para ser de un guardia común. Eres de la guardia real.

El silencio se extendió entre ellos, cargado de algo peligroso y magnético. Entonces, para sorpresa de Neferet, él se rio. Una risa baja y ronca que reverberó en su pecho y despertó sensaciones que no sabía que su cuerpo podía experimentar.

—Peligrosamente perceptiva —dijo él, retirando el paño de su cuello pero sin alejarse—. ¿Debería preocuparme?

—Tal vez —respondió Neferet, sorprendida por su propia audacia—. Depende de cuántos secretos estés guardando.

La mirada de él descendió a sus labios, y Neferet sintió que el aire entre ellos se espesaba, se volvía casi tangible. El corazón le golpeaba contra las costillas con tanta fuerza que estaba segura de que él podía escucharlo.

—Estás lejos de casa —observó él, cambiando de tema con una facilidad que sugería que también sentía la tensión—. Déjame acompañarte.

—No necesito...

—No era una pregunta.

Había autoridad en su voz, el tipo de autoridad que venía de años de dar órdenes y esperar obediencia. Pero también había algo más: una preocupación genuina que derritió las defensas de Neferet más rápido que cualquier comando.

Comenzaron a caminar por el laberinto de callejones, manteniéndose en las sombras, y Neferet se dio cuenta de que tendría que mentir sobre su destino. Si él descubría que vivía en la zona noble de la ciudad, donde las mansiones de los comerciantes ricos se alzaban como pequeños palacios, su anonimato terminaría.

—¿Huyes de algo? —preguntó él después de un momento, su voz más suave ahora.

La pregunta la tomó desprevenida por su precisión.

—De alguien —admitió Neferet, antes de poder detenerse—. De muchos alguienes, en realidad.

—Ah —dijo él, y había comprensión en ese sonido—. Yo también.

Neferet lo miró de reojo, intrigada.

—¿Un soldado de la guardia real huye? ¿De qué?

—De mi vida —respondió él con una amargura que sorprendió a Neferet—. O de lo que se supone que debe ser mi vida. A veces es lo mismo.

Algo en su tono hizo eco de su propia frustración, de su propio anhelo por algo más que el destino que otros habían trazado para ella. Sin pensar, Neferet extendió su mano y tocó su brazo, deteniéndolo.

—¿Cuánto tiempo tienes? —preguntó—. Antes de que tengas que volver.

Él giró para mirarla, y en la penumbra del callejón, con la luna proyectando sombras dramáticas sobre su rostro parcialmente oculto, parecía una deidad oscura emergida de las leyendas antiguas.

—Hasta el amanecer —dijo—. Después... después tengo que ser alguien que no quiero ser.

—Entonces hasta el amanecer —susurró Neferet, acercándose un paso—, eres libre de ser quien quieras.

No supo quién se movió primero. Tal vez ambos. Pero de repente los labios de él estaban sobre los suyos, hambrientos y desesperados, y Neferet sintió que el mundo se incendiaba. Él la empujó suavemente contra la pared del callejón, su cuerpo grande y cálido presionándose contra el de ella mientras sus manos se enredaban en su cabello.

El beso fue diferente a todo lo que Neferet había imaginado en sus fantasías secretas. No fue suave ni tímido, sino salvaje y urgente, como si ambos supieran que esto era todo lo que tendrían. La lengua de él rozó la suya, y Neferet gimió contra su boca, sus propias manos aferrándose a su capa como si fuera lo único que la mantenía anclada a la tierra.

Cuando finalmente se separaron, ambos respiraban con dificultad. Él apoyó su frente contra la de ella, sus ojos dorados brillando con una intensidad que la dejó temblando.

—No puedo volver a verte —dijo, y el dolor en su voz era palpable—. Mi vida no me pertenece. No tengo nada que ofrecerte excepto complicaciones y peligro.

Neferet lo miró, este hombre misterioso que había aparecido de la nada para salvarla, que la besaba como si fuera el aire que necesitaba para respirar, y supo que estaba tomando una decisión que cambiaría todo.

—Entonces esta noche —dijo, sus dedos trazando la línea de su mandíbula—, esta noche me perteneces a mí. Solo a mí.

Él cerró los ojos como si sus palabras le causaran dolor físico. Cuando los abrió de nuevo, había una rendición en ellos que hizo que el corazón de Neferet se acelerara.

—Sí —dijo simplemente, antes de capturar sus labios nuevamente.

Este beso fue más lento, más profundo, una exploración en lugar de una conquista. Las manos de él descendieron por sus costados, memorizando cada curva, mientras Neferet arqueaba su cuerpo contra el de él, hambrienta de más. Sintió la evidencia de su deseo presionándose contra su vientre, y un calor líquido se extendió por su interior.

—Ven conmigo —susurró él contra su boca—. Conozco un lugar. Solo por esta noche.

Neferet sabía que debería negarse. Sabía que esto era peligroso, imprudente, potencialmente desastroso. Pero mientras lo miraba a los ojos, vio reflejado en ellos el mismo anhelo desesperado que la consumía a ella: el anhelo de ser libre, aunque fuera por unas pocas horas robadas.

—Sí —susurró.

La tomó de la mano, y corrieron juntos por las calles oscuras de Tebas como conspiradores, como amantes, como dos almas perdidas que habían encontrado refugio mutuo en medio del caos. Neferet no sabía hacia dónde la llevaba, y no le importaba. Por primera vez en su vida, estaba eligiendo su propio camino.

Cuando el amanecer finalmente los encontró, Neferet regresó a la mansión familiar con pasos silenciosos, su cuerpo todavía vibrando con los recuerdos de la noche. La despedida había sido dolorosa, un último beso que sabía a promesas imposibles y futuros que nunca serían.

"No me busques", le había dicho él, sus ojos dorados brillando con lágrimas no derramadas. "Por favor. Sería peligroso para ambos."

Pero cuando Neferet empujó la puerta principal de su casa, encontró a su madre esperándola en el vestíbulo de mármol, vestida con sus mejores joyas y luciendo una sonrisa que helaba la sangre.

—Llegas justo a tiempo, hija mía —dijo Rashida con una voz dulce que no presagiaba nada bueno—. Tenemos noticias maravillosas.

El corazón de Neferet se detuvo. Algo en la postura de su madre, en el brillo triunfal de sus ojos, le advirtió que su mundo estaba a punto de colapsar.

—¿Qué noticias? —preguntó, su voz apenas audible.

Rashida se acercó, tomó las manos sucias de su hija entre las suyas perfectamente cuidadas, y pronunció las palabras que destruyeron todo.

—Prepárate, Neferet. El palacio ha enviado un mensajero esta mañana. El príncipe heredero ha elegido esposa entre todas las hijas de las familias distinguidas de Tebas.

El silencio se extendió, pesado y sofocante.

—Y esa esposa —continuó Rashida, su sonrisa expandiéndose—, eres tú.

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