Divinas Tentaciones
Divinas Tentaciones
Por: Cristina75vera
La reina sin corona

Actualidad

Kazanlak, Bulgaria

Arianna

Algunos dicen que los gitanos somos viajeros andantes sin lazos, sin ataduras, con el misterio como nuestra carta de presentación. Nos miran con desconfianza, como si naciéramos con una daga bajo la lengua y una mentira en los bolsillos. Les incomoda no poder encasillarnos, no saber de qué parte del mapa venimos ni a qué Dios rezamos cuando la noche nos toca. Y, sin embargo, no pueden ignorarnos. Porque nos temen. Porque intuimos lo que otros callan, porque olemos la traición antes de que se pronuncie, porque sobrevivimos donde muchos se quiebran.

En mi caso, mi sangre gitana ha sido tanto mi amuleto como mi condena. Me enseñó a sobrevivir, pero también me obligó a endurecerme. Aprendí a golpes, a pérdidas que dejaron cicatrices más hondas que cualquier bala. Pero fue ese mismo dolor el que me forjó. El que me enseñó a valerme por mí misma. Ahora, mi nombre se pronuncia en voz baja, con respeto disfrazado de miedo. Como si decirlo en alto les quitara autoridad.

Algunos murmuran que soy una ex amante del jefe de una red de trata, otros juran que soy la viuda de un capo ejecutado. La verdad nunca les ha importado. Lo único que les incomoda es que no pueden tocarme, ni comprarme, ni destruirme. Me volví intocable sin pedir permiso. Y eso, en su mundo, es un crimen imperdonable.

Cada noche, cuando se encienden las luces rojas de mi club Divinas, me convierto en sombra. Camino entre las bailarinas como una más, pero no lo soy. Observo a los clientes, leo gestos, escucho palabras que nunca deberían oírse. Respiro el miedo que muchos disfrazan con risas forzadas y copas llenas. No tengo amigas. No tengo familia. Lo que tengo son empleados leales, porque les doy lo que otros solo prometen: protección. No me quieren, me temen. Y en este juego, eso es más útil que el amor.

Mi neutralidad ha sido mi escudo. He permitido transacciones turbias en mis mesas, negociaciones en susurros en los reservados, y pactos sellados con una mirada. Nunca he intervenido. Nunca he opinado. He visto cómo se venden armas, se trazan rutas, se entregan nombres. Y yo, siempre en silencio sin cuestionar nada.

El club vibra como cada noche. El aire está cargado de humo, deseo y música. Mis chicas se mueven entre los clientes, entre copas y manos inquietas. Desde mi oficina, observo todo. Siempre estoy atenta.

Tres golpes secos en la puerta. Es Petar.

—Adelante —murmuro sin apartar la vista del monitor, mientras doy un sorbo al vaso que tengo entre los dedos.

Petar entra con paso firme. Sus botas pisan con decisión, pero su ceño está fruncido. Tiene los hombros tensos y la mandíbula apretada. Algo no anda bien.

—Arianna —dice con voz grave, apenas contenido—. Necesito tu ayuda. Dos tipos en la mesa del fondo se están sobrepasando con Carla y Mikaela. Están borrachos, y no dejan de fastidiar. Si no haces algo, me veré obligado a intervenir.

Levanto lentamente la mirada y lo encaro.

—¿Y desde cuándo necesitas permiso para poner orden? —pregunto con frialdad.

Petar suspira y desvía la mirada por un segundo. Luego vuelve a clavarla en mí.

—Desde que tú impusiste tus absurdas reglas. —resuena su voz cargada de irritación—. Ya sabes que pierdo la paciencia con facilidad, y si entro, esto puede terminar mal.

Me levanto despacio.

—Y, sin embargo, vienes a mí —respondo con tono afilado—. Porque sabes que, si yo subo al escenario, los callo sin necesidad de un solo golpe.

Él no contesta, pero su mirada lo dice todo. Está furioso… y resignado.

—Pon la música —ordeno mientras recojo mi cabello en una coleta alta.

—¿Vas a salir a bailar tú? —pregunta, con un tono más bajo, casi sorprendido.

Me giro lentamente y lo enfrento. Lo sostengo con la mirada, desafiante.

—¿Quieres que se calmen… o no?

Petar asiente y traga saliva. Antes de salir, me detengo en el umbral y lo miro por encima del hombro.

—Y recuerda algo —le digo, con la voz más baja—: en este club no hay balas, Petar. No importa el motivo.

Él me observa por un instante, luego esboza una sonrisa torcida.

—Lo prometo —dice al fin, con un leve asentimiento—. Solo usa tus armas… yo cuidaré tus espaldas.

Salgo de la oficina. El pasillo me recibe con la vibración sorda del bajo. Las luces comienzan a bajar. La gente guarda silencio. Saben lo que viene.

Subo al escenario. El reflector me envuelve.

Mi cuerpo se mueve con el ritmo gitano. Mis pies marcan el compás con decisión. Las caderas giran como si la música naciera de mí. No bailo para entretener. Bailo para controlar. Cada mirada se detiene en mí, cada respiración se contiene. En el escenario, soy invencible.

Y entonces lo veo.

De pie junto a la barra, hay un hombre que no reconozco. Lleva una chaqueta de cuero marrón que parece formar parte de su piel. Su cabello es corto, castaño oscuro, prolijo sin esfuerzo. Tiene una barba bien recortada, de esas que requieren precisión. Pero lo que más impacta son sus ojos: azules, fríos, penetrantes. No me mira con deseo. Ni siquiera con cortesía. Me observa con la calma de quien sabe que tarde o temprano todo le pertenece.

Hay algo en él… un aire endurecido, lleno de secretos. Inaccesible.

Y sin embargo, no puedo dejar de mirarlo.

Mi respiración se altera apenas, pero no me detengo. Sigo bailando hasta el final.

Cuando la última nota se apaga, doy un paso hacia el borde del escenario, lista para volver al camerino. Entonces, su voz atraviesa el aire con firmeza.

—No he terminado de verte. Quiero más.

Me detengo. El murmullo en la sala aumenta.

—¿Perdón? —le respondo en seco, sin moverme.

—Sigue bailando —ordena, como si tuviera autoridad.

Camino hacia él. Bajo un escalón. Ahora estamos frente a frente. Apenas nos separan unos centímetros.

—Aquí nadie me da órdenes —le susurro con una sonrisa desafiante.

Él sostiene mi mirada sin pestañear. Da un paso hacia adelante.

—No ha nacido la mujer que pueda negarse a una orden mía. ¿lo entiendes?

Sonrío, con burla. Entre el murmullo de los clientes, entre las miradas contenidas de mis chicas, lo sostengo con la mirada, sin un gramo de miedo.

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