Elliot Vance lo tiene todo: es el actor del momento, un multimillonario heredero y el donjuán que todas desean. Su vida es una fantasía de lujos y placer, hasta que su padre, un magnate al borde de la muerte, le impone una condición impensable: casarse y formar una familia para asegurar su legado. Atrapado entre la obligación y su libertad, Elliot encuentra una solución inesperada en su asistente, Maya Santos. Ella es la chica invisible, sencilla y sin pretensiones, a quien nadie nota. Los ojos de Elliot, acostumbrados al brillo superficial, se clavan en Maya con un solo objetivo: convertirla en su esposa falsa. ¿Aceptará Maya este matrimonio sin amor, que podría salvar la vida de su abuela? ¿Podrá un actor acostumbrado a fingir, ver la verdadera belleza de su "esposa" antes de que sea demasiado tarde?
Leer másEran las seis de la mañana para Elliot Vance, la estrella de cine y heredero multimillonario, así que despertarlo a esa hora era un ultraje. Su cuerpo, acostumbrado a las sábanas de seda hasta bien entrado el mediodía, protestó con un gemido.
El sol, un intruso descarado, ya se colaba por los visillos de su ático, pero el verdadero tormento llegó con la insistencia del teléfono, que vibraba amenazante sobre la mesita de noche.
Elliot sabía quién era. Era su padre, el magnate Richard Vance, el único ser en la Tierra capaz de romper la burbuja de placer y despreocupación que rodeaba al joven heredero.
Con un gruñido ronco, Elliot estiró el brazo, todavía adormecido. La voz al otro lado de la línea era inconfundible.
—¿Qué quieres ahora, papá, tan temprano? ¿Ya ni siquiera me dejas descansar?
Las palabras, teñidas de irritación, salieron antes de que su cerebro se activara por completo. La respuesta fue un rugido metálico.
—No seas insolente, Elliot. Deberías estar despierto. Mira el reloj.
Elliot lo miró. Eran las seis en punto.
—Son las seis de la mañana— replicó, arrastrando aún el sueño.
—¡Como sea! En veinte minutos estaré en tu apartamento, así que más te vale que estés despierto.
La línea se cortó con un chasquido abrupto.
Un «¡Grrr!» escapó de la garganta de Elliot. Lanzó el móvil contra el colchón y el impacto apenas fue un susurro en la inmensidad de la habitación.
La vida de Elliot, construida con lujos y caprichos, le parecía de repente más pequeña y opresiva. Siempre su padre, el arquitecto de su destino y, ahora también, de sus mañanas.
Elliot Vance era la imagen misma de la perfección forjada en el lujo. Un joven de veintiocho años con una belleza cinematográfica, esculpido por los mejores entrenadores y vestido por los diseñadores más exclusivos, era el actor del momento, el rostro que adornaba las portadas de las revistas más prestigiosas. Su nombre era sinónimo de éxito y su sonrisa una promesa para millones de admiradoras en todo el mundo.
No conocía la preocupación; su vida era una coreografía de lujos desmedidos y placeres infinitos, un festín constante de estrenos, fiestas VIP y viajes espontáneos a paraísos exóticos.
Acostumbrado al brillo de los flashes y a la adoración constante de las mujeres que lo aclamaban a cada paso, Elliot se movía en ese mundo como un dios, intocable e inalcanzable.
Era el único heredero de la vasta fortuna de su padre, Richard Vance, el magnate que controlaba los hilos de media ciudad. Ese estatus le garantizaba que no había deseo lo suficientemente extravagante que no pudiera satisfacerse.
El timbre del penthouse resonó, cortando el silencio como una puñalada. Elliot no esperó a la sirvienta; se acercó a la puerta con paso lento, todavía irritado.
Al abrir, la imponente figura de Richard Vance llenó el umbral. Su padre, un implacable hombre de negocios, vestía un impecable traje y mostraba una expresión que no admitía réplicas, a pesar de la hora tan temprana.
—Mary, prepara dos cafés bien cargados —ordenó Elliot por encima de su hombro, dirigiéndose a la señora de la limpieza que ya se aproximaba. Su voz, aunque contenida, era cortante.
—Descuida, yo no quiero nada —espetó Richard, mirando fijamente a su hijo.
Elliot gruñó, ignorando la oferta. —Al grano, papá. Sé que no vienes a socializar.
Richard entró sin perder un segundo y se plantó frente a Elliot con la solemnidad de un juez.
—Muy bien, tienes un mes. Un mes para encontrar esposa y casarte.
El aire se le atragantó en los pulmones. Elliot soltó una carcajada incrédula que casi le ahoga.
—¿Es una broma? ¿Dónde están las cámaras ocultas? Dime que es para un nuevo reality show.
Levantó las manos, buscando una lente invisible o un micrófono oculto que revelara el engaño.
—Tu vida es una broma, lo sé —replicó Richard con frialdad—. Pero ya es hora de que despiertes y enfrentes tu realidad, Elliot.
Elliot observó a su padre, con los brazos cruzados, mientras una mueca de incredulidad desfiguraba su rostro perfecto.
—¿Yo? ¿Casarme? Eso nunca —sentenció, como si la sola idea fuera una afrenta personal.
Richard Vance no se inmutó. Su voz se mantuvo firme, como una roca inamovible frente a la insolencia de su hijo.
—Eres mi hijo, Elliot, el único que tengo, y tienes que hacerlo. Soy un magnate y en nuestra sociedad existen reglas.
—Seguro, las que tú inventaste —murmuró Elliot entre dientes, con un sarcasmo que, en cualquier otra ocasión, habría provocado la carcajada de su círculo íntimo.
Pero Richard estaba por encima de las bromas. Un destello peligroso cruzó sus ojos.
—¡Ya basta! Me tienes harto con tus chistes baratos. Déjalos para tus mediocres escenas de acción.
La reprimenda lo golpeó con la fuerza de un látigo. Elliot apretó los dientes.
—Es absurdo lo que pides. Mi vida no es una película, papá.
—Es lo más sensato que he hecho en mi vida —replicó Richard, inquebrantable.
Elliot, desesperado por terminar la conversación, dio un paso hacia la puerta.
—Si eso es lo que has venido a decirme, puedes irte, papá. Ya conoces mi respuesta.
Richard Vance exhaló un suspiro, un sonido cargado de cansancio que Elliot nunca le había visto emitir. Su siguiente frase fue un susurro, pero resonó en el amplio apartamento como un eco de fatalidad.
—Elliot, estoy muriendo...
Los ojos de Elliot se abrieron como platos. La mueca de desdén se congeló en su rostro. Todas las bromas, el sarcasmo y la irritación se desvanecieron, dejando solo un vacío gélido en su interior.
—¿No vas a cumplir el último deseo de tu padre enfermo, Elliot?
La pregunta no fue un reto, sino un susurro cargado con el peso de una vida, una herencia y una despedida inminente.
Elliot, que había conquistado el mundo del cine con su carisma y su aparente invencibilidad, se sintió de repente desarmado.
Las palabras de su padre no eran una exigencia, sino un ultimátum que resonaba en lo más profundo de su ser. El eco de «estoy muriendo» se repetía en su mente, aplastando el aire a su alrededor.
Miró a su padre, al hombre que había sido su roca fuerte, su mayor crítico y, en el fondo, su único motor verdadero.
Vio en sus ojos no solo la enfermedad, sino también la certeza del final. Su vida, construida sobre el placer efímero y la evasión, se desmoronaba. Era la última voluntad de un hombre al que, a pesar de todo, quería.
El silencio se hizo denso, casi opresivo, en el lujoso apartamento. Elliot no respondió. No pudo, su garganta se había cerrado y su mente, usualmente tan rápida para hallar una escapatoria o una broma, estaba en blanco.
Maya se sentía fuera de lugar, pero la conversación con Leo Vega era tan fácil y genuina que la hizo olvidar sus preocupaciones.Leo, con cariño, escuchaba con una atención que la hizo sentir importante. No era como Elliot, que la miraba como un trofeo o como una carga. Leo la miraba como una persona.—Así que... ¿la jardinería es tu pasión? —preguntó Leo, su voz era un susurro. —No me parece un pasatiempo para una mujer tan ambiciosa.Maya se rió, una risa que hacía mucho tiempo que no sentía.—No es un pasatiempo. Es una forma de vida. Es la única forma en la que puedo crear algo hermoso.—El mundo de la arquitectura y la jardinería no están tan separados —dijo Leo, su voz era un hilo. —Ambos buscan crear algo bello y funcional.Maya se quedó sin palabras. Nadie, a excepción de su abuela, había entendido su pasión. Leo la miró con una sonrisa.—¿Y el padre del bebé? ¿Es un jardinero?Maya se congeló. La pregunta de Leo, aunque cordial, la devolvió a la realidad, a la farsa, al contr
La luz de la mañana se colaba por las ventanas de cristal del imponente rascacielos. Maya estaba sentada en un escritorio, con el corazón latiendo con fuerza.Era su primer día en la empresa de bienes raíces de Leo Vega, y por primera vez en mucho tiempo, sentía una emoción que no era miedo o incertidumbre.Se sentía... en control. El lugar era moderno, elegante y lleno de energía. Una oficina que contrastaba con la opulencia rancia de la mansión de Elliot.Leo, con su sonrisa amable, la recibió personalmente. La guió por el lugar, presentándola a los empleados, describiendo su papel en el equipo con una elocuencia que la hizo sentir valorada.—Necesitamos a alguien que tenga una visión fresca —dijo Leo, mientras se detenían en su oficina, que tenía vistas de 360 grados de la ciudad. —Alguien que vea la belleza no solo en los números, sino también en las personas. Y tú, Maya, tienes esa visión.Maya se ruborizó.—No sé qué decir. Gracias.—No tienes que decir nada —dijo Leo, su voz er
El vapor del café caliente empañaba el cristal de la ventana de la cafetería, creando un velo suave sobre el ruido de la calle. Maya sostenía la taza con ambas manos, sintiendo el calor reconfortante.Frente a ella, Leo Vega la miraba, su expresión era de una paciencia infinita. No preguntaba. Solo escuchaba. El silencio, con él, no era incómodo. Era un bálsamo para el alma.—Me... me disculpo —dijo Maya, su voz era apenas un susurro. —No sé por qué estoy llorando así. No es de mi estilo.Leo sonrió, una sonrisa amable.—No te disculpes. A veces, las lágrimas son lo único que nos queda para limpiar el dolor. No tienes que decir nada. Si quieres, solo toma tu café.Maya lo miró, sintió un nudo en la garganta. La amabilidad de ese extraño era un contraste tan fuerte con el sarcasmo hiriente de Elliot, que le rompía el corazón de nuevo.—Me peleé con mi... con mi jefe —dijo Maya, las palabras salieron a borbotones. —Fue una pelea terrible.—Los jefes pueden ser un dolor de cabeza —dijo L
El sol apenas se asomaba sobre las colinas de Los Ángeles, pero para Maya, la noche no había terminado. Se había quedado en la mansión, en el mismo balcón, sintiendo el vacío que Elliot había dejado.Las palabras de su abuela, la cruda realidad de su situación, habían hecho clic en su mente como la última pieza de un rompecabezas.No era la víctima, era la madre del hijo de Elliot Vance. Y esa mañana, con una osadía que la sorprendió, se levantó. No iba a huir. Iba a enfrentarlo.Con un vestido sencillo pero elegante, el mismo que había usado para su primera cita falsa, se dirigió a la productora. El tráfico de la mañana era un laberinto de autos de lujo y sueños rotos. La vida seguía, ajena al huracán que se desataba en su interior.Cuando entró en el vestíbulo de la productora, se sintió una extraña. Las caras sonrientes, la atmósfera de éxito y el glamour que la rodeaban eran un anuncio de un mundo que no era el suyo.Se detuvo en seco. Frente a una pared de cristal que daba a la s
El portón de la mansión se cerró con un eco metálico. Olivia y Bruno se habían ido, dejándolos solos. El silencio que se instaló fue pesado, denso, cargado de todo lo que no se había dicho.Elliot permanecía en el salón, con un vaso de whisky en la mano, su mirada fija en las luces de la ciudad que brillaban a lo lejos. La arrogancia era una capa gruesa sobre su miedo.Maya, por su parte, se sentía más fuerte que nunca. Las palabras de Olivia resonaban en su cabeza, dándole la fuerza que necesitaba para enfrentar a Elliot. No iba a huir. No iba a llorar. Iba a pelear.Se acercó a él, su voz era un susurro frío.—Escuché lo que le dijiste a Bruno.Elliot se volteó, su mirada era de sorpresa.—No sé de qué hablas.—Claro que lo sabes —dijo Maya, su voz era firme. —Lo que le dijiste de mí. De nosotros. De que no me amas.Elliot la miró, una sonrisa arrogante en su rostro.—Ah, eso. Es la verdad…Maya se quedó sin palabras. No podía creerlo. Elliot, el hombre que la había consolado, el ho
El sol de la mañana entraba a raudales por las inmensas ventanas del estudio de Elliot en la mansión, pero no lograba disipar la oscuridad que lo invadía. El lugar, diseñado para la creatividad, ahora era una prisión de sus propios pensamientos.Un lienzo sin terminar estaba en un caballete, olvidado. En un rincón, un piano de cola permanecía mudo. La habitación, normalmente llena de vida, ahora resonaba con el silencio.Elliot caminaba de un lado a otro, con las manos en los bolsillos, como un león enjaulado. Bruno, sentado en un sofá de cuero, lo observaba con la paciencia de un estratega.La reunión con su padre, la noche anterior, lo había dejado con una mezcla de furia y un terror que no podía nombrar.—No puedo creer lo que pasó —dijo Elliot, su voz era un susurro ronco. —Hablé con él. Le dije que no iba a seguir con su juego. Y me enfrenté a él.Bruno asintió, su rostro era una máscara de calma.—Sé que lo hiciste. Pero la pregunta es, ¿por qué? ¿Por qué te arriesgas tanto?Elli
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