Eran las seis de la mañana para Elliot Vance, la estrella de cine y heredero multimillonario, así que despertarlo a esa hora era un ultraje. Su cuerpo, acostumbrado a las sábanas de seda hasta bien entrado el mediodía, protestó con un gemido.
El sol, un intruso descarado, ya se colaba por los visillos de su ático, pero el verdadero tormento llegó con la insistencia del teléfono, que vibraba amenazante sobre la mesita de noche.
Elliot sabía quién era. Era su padre, el magnate Richard Vance, el único ser en la Tierra capaz de romper la burbuja de placer y despreocupación que rodeaba al joven heredero.
Con un gruñido ronco, Elliot estiró el brazo, todavía adormecido. La voz al otro lado de la línea era inconfundible.
—¿Qué quieres ahora, papá, tan temprano? ¿Ya ni siquiera me dejas descansar?
Las palabras, teñidas de irritación, salieron antes de que su cerebro se activara por completo. La respuesta fue un rugido metálico.
—No seas insolente, Elliot. Deberías estar despierto. Mira el reloj.
Elliot lo miró. Eran las seis en punto.
—Son las seis de la mañana— replicó, arrastrando aún el sueño.
—¡Como sea! En veinte minutos estaré en tu apartamento, así que más te vale que estés despierto.
La línea se cortó con un chasquido abrupto.
Un «¡Grrr!» escapó de la garganta de Elliot. Lanzó el móvil contra el colchón y el impacto apenas fue un susurro en la inmensidad de la habitación.
La vida de Elliot, construida con lujos y caprichos, le parecía de repente más pequeña y opresiva. Siempre su padre, el arquitecto de su destino y, ahora también, de sus mañanas.
Elliot Vance era la imagen misma de la perfección forjada en el lujo. Un joven de veintiocho años con una belleza cinematográfica, esculpido por los mejores entrenadores y vestido por los diseñadores más exclusivos, era el actor del momento, el rostro que adornaba las portadas de las revistas más prestigiosas. Su nombre era sinónimo de éxito y su sonrisa una promesa para millones de admiradoras en todo el mundo.
No conocía la preocupación; su vida era una coreografía de lujos desmedidos y placeres infinitos, un festín constante de estrenos, fiestas VIP y viajes espontáneos a paraísos exóticos.
Acostumbrado al brillo de los flashes y a la adoración constante de las mujeres que lo aclamaban a cada paso, Elliot se movía en ese mundo como un dios, intocable e inalcanzable.
Era el único heredero de la vasta fortuna de su padre, Richard Vance, el magnate que controlaba los hilos de media ciudad. Ese estatus le garantizaba que no había deseo lo suficientemente extravagante que no pudiera satisfacerse.
El timbre del penthouse resonó, cortando el silencio como una puñalada. Elliot no esperó a la sirvienta; se acercó a la puerta con paso lento, todavía irritado.
Al abrir, la imponente figura de Richard Vance llenó el umbral. Su padre, un implacable hombre de negocios, vestía un impecable traje y mostraba una expresión que no admitía réplicas, a pesar de la hora tan temprana.
—Mary, prepara dos cafés bien cargados —ordenó Elliot por encima de su hombro, dirigiéndose a la señora de la limpieza que ya se aproximaba. Su voz, aunque contenida, era cortante.
—Descuida, yo no quiero nada —espetó Richard, mirando fijamente a su hijo.
Elliot gruñó, ignorando la oferta. —Al grano, papá. Sé que no vienes a socializar.
Richard entró sin perder un segundo y se plantó frente a Elliot con la solemnidad de un juez.
—Muy bien, tienes un mes. Un mes para encontrar esposa y casarte.
El aire se le atragantó en los pulmones. Elliot soltó una carcajada incrédula que casi le ahoga.
—¿Es una broma? ¿Dónde están las cámaras ocultas? Dime que es para un nuevo reality show.
Levantó las manos, buscando una lente invisible o un micrófono oculto que revelara el engaño.
—Tu vida es una broma, lo sé —replicó Richard con frialdad—. Pero ya es hora de que despiertes y enfrentes tu realidad, Elliot.
Elliot observó a su padre, con los brazos cruzados, mientras una mueca de incredulidad desfiguraba su rostro perfecto.
—¿Yo? ¿Casarme? Eso nunca —sentenció, como si la sola idea fuera una afrenta personal.
Richard Vance no se inmutó. Su voz se mantuvo firme, como una roca inamovible frente a la insolencia de su hijo.
—Eres mi hijo, Elliot, el único que tengo, y tienes que hacerlo. Soy un magnate y en nuestra sociedad existen reglas.
—Seguro, las que tú inventaste —murmuró Elliot entre dientes, con un sarcasmo que, en cualquier otra ocasión, habría provocado la carcajada de su círculo íntimo.
Pero Richard estaba por encima de las bromas. Un destello peligroso cruzó sus ojos.
—¡Ya basta! Me tienes harto con tus chistes baratos. Déjalos para tus mediocres escenas de acción.
La reprimenda lo golpeó con la fuerza de un látigo. Elliot apretó los dientes.
—Es absurdo lo que pides. Mi vida no es una película, papá.
—Es lo más sensato que he hecho en mi vida —replicó Richard, inquebrantable.
Elliot, desesperado por terminar la conversación, dio un paso hacia la puerta.
—Si eso es lo que has venido a decirme, puedes irte, papá. Ya conoces mi respuesta.
Richard Vance exhaló un suspiro, un sonido cargado de cansancio que Elliot nunca le había visto emitir. Su siguiente frase fue un susurro, pero resonó en el amplio apartamento como un eco de fatalidad.
—Elliot, estoy muriendo...
Los ojos de Elliot se abrieron como platos. La mueca de desdén se congeló en su rostro. Todas las bromas, el sarcasmo y la irritación se desvanecieron, dejando solo un vacío gélido en su interior.
—¿No vas a cumplir el último deseo de tu padre enfermo, Elliot?
La pregunta no fue un reto, sino un susurro cargado con el peso de una vida, una herencia y una despedida inminente.
Elliot, que había conquistado el mundo del cine con su carisma y su aparente invencibilidad, se sintió de repente desarmado.
Las palabras de su padre no eran una exigencia, sino un ultimátum que resonaba en lo más profundo de su ser. El eco de «estoy muriendo» se repetía en su mente, aplastando el aire a su alrededor.
Miró a su padre, al hombre que había sido su roca fuerte, su mayor crítico y, en el fondo, su único motor verdadero.
Vio en sus ojos no solo la enfermedad, sino también la certeza del final. Su vida, construida sobre el placer efímero y la evasión, se desmoronaba. Era la última voluntad de un hombre al que, a pesar de todo, quería.
El silencio se hizo denso, casi opresivo, en el lujoso apartamento. Elliot no respondió. No pudo, su garganta se había cerrado y su mente, usualmente tan rápida para hallar una escapatoria o una broma, estaba en blanco.