Mientras Maya se preparaba para salir con el bolso ya en el hombro, la figura de Elliot Vance se le acercó de forma inesperada. El hombre, que en tres años de relación laboral apenas le había dirigido la palabra más allá de un «esa sosa», la detuvo en el pasillo.
La cercanía de Elliot era tan extraña que a Maya le recorrió un hormigueo eléctrico por la piel, una mezcla de incomodidad y curiosidad que no se atrevía a reconocer.
—Maya, espera —dijo Elliot, su voz, aunque inusualmente suave, no dejaba lugar a dudas—. Te puedo llevar al hospital.
Maya lo miró, asombrada, con el rostro agotado. ¿Elliot Vance, el egocéntrico actor, ofreciéndole un aventón? Aquello era insólito.
—No hace falta, señor —respondió con rapidez, casi de forma refleja, con la cortesía automatizada—, no es mi intención incomodarlo. Mañana, a la hora prevista, estaré aquí para comenzar con la grabación.
Pero Elliot no la escuchó. Sus ojos, antes llenos de furia por la traición de su padre, se ensancharon con una idea descabellada que acababa de llegar a su mente.
Una idea tan audaz que amenazaba con fundirle los circuitos. La sonrisa arrogante volvió a sus labios.
—Deja el trabajo por ahora —insistió, acercándose aún más a ella—, te llevo yo y no acepto un no como respuesta.
La última frase no fue una invitación, sino una orden teñida de un nuevo e inquietante interés.
Maya no supo qué decir. Era inútil negarse ante la determinación férrea de Elliot. Un escalofrío de aprensión le recorrió la espalda. Algo iba muy, muy mal.
El lujoso interior del Bentley de Elliot, que parecía sacado de una revista, se sentía inmensamente más pequeño con ambos ocupantes.
Mientras Roberto, el chófer de Elliot, deslizaba el vehículo por las avenidas de Los Ángeles, no pudo evitar mirar a Maya. La miró de arriba abajo, como si la examinara al detalle.
Para él, ella era la imagen misma de la chica simplona: gafas de montura discreta, cabello castaño recogido en una cola de caballo un tanto despeinada y un atuendo que, en su opinión, parecía salido de un mercadillo. Una ceja se arqueó en su rostro perfecto, como una señal de desaprobación silenciosa.
Maya, por su parte, se sentía como un gatito asustado atrapado en la cueva del dragón. Se agarraba las manos nerviosa en el regazo, mientras sus ojos furtivos recorren disimuladamente el opulento interior del coche.
El terciopelo de los asientos, el brillo de la madera pulida y el silencio amortiguado que solo un vehículo de esa gama podía ofrecer la hacían sentirse ajena a su realidad.
Elliot rompió el silencio con una voz indiferente como el aire acondicionado del coche.
—¿Y qué tiene tu abuela, Maya?
—Es complicado, señor —musitó ella, sin atreverse a dar más detalles sobre la fibrosis pulmonar idiopática y la desesperación que esta conllevaba—. Su situación es crítica.
—Qué interesante —dijo Elliot, tocándose la nariz con un gesto que a Maya le pareció una señal de fastidio. Volvió el silencio, incómodo y pesado.
Maya, buscando una salida, se atrevió a hablar de nuevo.
—Si quiere, me deja por aquí y tomo un taxi.
Elliot se giró hacia ella y sus ojos esmeraldas la miraron fijamente.
—Ya te dije que no, Maya. Te llevaré, y es una orden —su voz era un latigazo que la devolvía a su tono imperioso habitual.
Maya se encogió de hombros; la imponente presencia de Elliot la hacía sentir insignificante, minúscula, atrapada en su propio drama y en lo que prometía ser una interacción mucho más extraña de lo que jamás habría imaginado.
El Bentley se detuvo con suavidad frente a la entrada de urgencias del hospital. Apenas Elliot Vance puso un pie fuera del vehículo, se desató el caos.
De la nada aparecieron los fotógrafos, que comenzaron a disparar sus flashes sin piedad. Los periodistas, como una jauría hambrienta, se abalanzaron sobre él, clamando por una declaración de la estrella del momento.
La llegada de Elliot transformaba, una vez más, un lugar ordinario en el epicentro de un circo mediático.
Cuando sus guardaespaldas lograron controlar la situación, abriéndoles paso a empujones, Elliot se volvió hacia Maya, quien lo miraba con una mezcla de vergüenza y asombro.
—Lo siento, ya sabes, Maya —dijo Elliot con una sonrisa forzada mientras se acomodaba la chaqueta.
—No era necesario que me acompañara, señor —respondió ella, todavía aturdida por el alboroto—. Se expuso demasiado.
—Vaya, que si me expuse —replicó él con ironía, recordando los empujones y jalones que sus hombres tuvieron que dar para mantener a raya a la prensa.
En ese momento, apareció el doctor Jiménez, con el rostro serio y cansado. Se acercó directamente a ella. Elliot, por su parte, se mantuvo a una distancia prudente, pero lo suficientemente cerca como para escuchar cada palabra.
—Señorita —comenzó el doctor, con voz compungida—. Lo siento mucho, pero tiene que despedirse de su abuela. Si no la operamos mañana mismo, no creo que sobreviva a otro ataque. También tiene que pagar el tratamiento que le administramos ayer y hoy debemos administrarle el mismo. Está muy débil.
—¡No, doctor! ¡No me diga eso! —La terminación de Maya era un grito ahogado de desesperación; sus ojos se llenaron de lágrimas que amenazaban con desbordarse.
Elliot, que escuchaba cada palabra, no midió las consecuencias de su siguiente acción. En un instante, su mente calculó. Era la oportunidad, la pieza final de su venganza. Interrumpió con su voz clara y autoritaria, retumbando en el pasillo del hospital.
—¿Cuánto cuesta la operación de la señora?
El doctor Jiménez se asombró al ver salir al actor de la nada y mirar con confusión. Ni siquiera se había dado cuenta de que una celebridad de la talla de Elliot Vance estaba en su hospital.
—Señor, es muy costoso y, de hecho, hay que trasladarla a otro hospital especializado —explicó el médico, aún recuperándose de la sorpresa.
—Pues no se diga más, ¡háganlo ahora mismo! No pierda tiempo —ordenó Elliot con una decisión inquebrantable. Su mirada se cruzó con la de Maya, en la que se podía ver una chispa de triunfo y algo más, indescifrable.
Maya se quedó con la boca abierta. Estaba paralizada, sin saber qué decir ni qué pensar. ¿Estaba soñando?
Lo que estaba sucediendo no podía ser real. Elliot Vance, la estrella del momento, el hombre arrogante y vanidoso cuyo nombre apenas conocía, ¿ofreciéndole su ayuda y su dinero para salvar a su abuela?
Era el milagro que tanto había pedido al cielo. Pero los milagros, a menudo, tenían un precio, y Maya estaba a punto de descubrirlo.
Mientras preparaban a la abuela Elena para el traslado a la clínica especializada, Maya estaba en la oficina de admisiones junto a Elliot, con los ojos cuadrados por la incredulidad y el agotamiento. Se sentía como si su cerebro estuviera a punto de estallar.
—Quita esa cara, Mayita —dijo Elliot con una sonrisa irónica, notando su asombro—. No estoy haciendo nada malo.
—No, señor, disculpe mi cara —musitó Maya, bajando la vista, abrumada por la situación y la inesperada presencia de la estrella.
—Tranquila, te llevo en mi coche a la clínica —insistió Elliot, su voz más suave, pero con esa inconfundible autoridad.
—No es necesario —se apresuró a decir Maya, todavía intentando mantener las formas.
—¿Vas a seguir? No sabía que te ponías tan pesada —respondió él con ironía, pero acompañada de una sonrisa genuina. Era evidente que disfrutaba con su propia insolencia.
Al salir del hospital, el caos se desató de nuevo. Un periodista logró interceptarlos antes que nadie y se los llevó consigo. Antes de que los guardaespaldas de Elliot pudieran reaccionar, él les hizo una seña para indicar que daría una entrevista corta.
Maya se encontró de repente en el centro del huracán, en el ojo de la tormenta mediática, sintiéndose como una veleta en medio de un vendaval, girando sin control entre los flashes y las preguntas.
—¿Y quién es la señorita? —preguntó un periodista con una voz demasiado entusiasta.
Elliot rodeó a Maya con un gesto posesivo, atrayéndola ligeramente hacia él. La arrogante sonrisa de Elliot se amplió, pero sus ojos brillaban con astucia calculada.
—Alguien muy especial para mí —soltó Elliot con una voz que era puro espectáculo.
Maya lo miró, completamente estupefacta. Su ceño se frunció en una expresión que decía: «¿Y a este qué mosca le picó?». La audacia de Elliot la dejó sin aliento.
Un segundo después, se vio siendo arrastrada hacia el lujoso Bentley. Las palabras de Elliot resonaban en su mente, confusas y alarmantes.
Ese «alguien muy especial» era una farsa, una pieza de un rompecabezas que ella no entendía, pero del que acababa de ser nombrada protagonista sin su consentimiento.