Al día siguiente, a pesar de la farsa de su inminente muerte, Richard Vance invitó a Elliot a desayunar en uno de los restaurantes más exclusivos de Los Ángeles.
El lugar, con sus manteles de lino impoluto y el tintineo de las copas de cristal, parecía una pasarela de la alta sociedad. «Nada mal para un moribundo», pensó Elliot con una pizca de amargura y diversión. Su padre, con su habitual pragmatismo despiadado, no iba a dejar la elección de su futura esposa al azar ni a los caprichos de su hijo. Ya tenía en mente a la candidata perfecta: Charlotte Miller, la hija de un magnate canadiense y socio de Richard, tan rubia y pulcra como un maniquí de pasarela. La mesa, pulcramente dispuesta, parecía un altar sacrificial. Richard, con una sonrisa que no le llegaba a los ojos, presentó a la joven con un entusiasmo casi excesivo. —Mira a Charlotte, Elliot, ¿no es adorable? —La voz de su padre era empalagosa. Elliot, que solo lo miraba de reojo con una mezcla de aburrimiento y desdén, forzó una sonrisa tan falsa como la enfermedad de su padre. —Así es, padre, es muy agradable. La chica era, sin duda, bella, pero su perfección radiante y predecible le resultaba tan emocionante como el papel de una pared. Charlotte, ajena al drama familiar, intentó entrar en la conversación con una voz melosa. —¿Y cómo va la película, Elliot? Nunca se está tan cerca de una celebridad. Elliot se sirvió un sorbo de café y la taza humeante pareció vibrar con su irritación contenida. La oportunidad de lanzar un dardo envenenado era demasiado tentadora para dejarla pasar. —Supongo que estás acostumbrada al brillo, querida Char, ya que en tu último cumpleaños una cantante famosísima te hizo un espectáculo privado. Así que conoces a celebridades en abundancia, ¿verdad? —El remate, sutilmente hiriente, hizo que el ambiente se helara. Richard Vance la miró con aprensión y le lanzó una advertencia en silencio. El desayuno, que ya se estaba volviendo un suplicio, alcanzó nuevas cotas de aburrimiento para Elliot. Ya había enviado un mensaje a Bruno, su mánager y cómplice, pidiéndole que lo llamara con la excusa de una «pauta ineludible» para zafarse de la aburrida compañía de Charlotte, que definitivamente no era de su tipo. Su padre podía planear lo que quisiera, pero él tenía sus propias reglas en este juego, y la primera era que nadie, ni siquiera Richard, le diría con quién se casaría. El teléfono de Elliot vibró, una señal de rescate bien orquestada. Se llevó el aparato al oído y, con una sonrisa displicente dirigida a la mesa, anunció: —Me disculpan —dijo, y se dirigió a la salida. Se hizo el desentendido, hablando en voz alta para que Charlotte y su padre lo escucharan: —Sí, Bruno, ya salgo para allá. No me habían dicho nada. Charlotte, que hasta entonces había parecido una estatua de porcelana, reaccionó. —¿Qué ocurre, Elliot? No me digas que te vas. —¿Qué comes que adivinas, cariño? Así es, el deber me llama —espetó Elliot con su habitual descaro. No esperó respuesta—. Papá, ya sabes lo costoso que es parar una producción. Fue un placer, Char. Hasta la próxima. Con un movimiento rápido y galante, que era puro espectáculo, tomó la mano de la joven, le depositó un beso fugaz y se levantó. Richard Vance, con la furia apenas contenida, salió detrás de él e intentó interceptarlo antes de que Elliot pudiera salir del restaurante. —Hijo, ella es la mujer con la que te vas a casar. Elliot se giró, con la mirada cargada de sorna y desafío. —Viéndote bien, papá, estás en buena forma —cada palabra era una crítica sarcástica. Richard apretó los labios. —La procesión va por dentro, hijo. —Supongo —replicó Elliot con tono aburrido. —Ya sabes, hijo —continuó Richard, ignorando la insolencia—. En unos días pediremos la mano de Charlotte. Le diré a Luke que venga. —Mejor no, papá —dijo Elliot frunciendo el ceño—. Yo elegiré con quién casarme. —¡Eso no, Elliot! —Richard Vance elevó la voz, atrayendo algunas miradas discretas. —Tranquilo, papá, te va a dar algo —dijo Elliot con cinismo, sin mostrar preocupación alguna. La chispa de sus ojos esmeraldas era pura rebeldía: —Yo elijo la novia o no hay boda, así que ve preparando el ataúd. Sin esperar respuesta, Elliot se dio la vuelta y se marchó, dejando a Richard Vance de pie en la entrada del exclusivo restaurante, con un regusto amargo en los labios y una furia silenciosa que le recorría todo el cuerpo. El juego de su padre acababa de encontrar un digno contrincante. Al llegar a la oficina de producción, Elliot buscó a Bruno entre el bullicio habitual del plató. En cuanto lo vio, le hizo una seña para que lo acompañara a un rincón más discreto, lejos de oídos curiosos. La expresión de Elliot era una mezcla de furia contenida y una nueva determinación. —Mi padre me ha engañado, Bruno, ¿te das cuenta? Todo fue una patraña para obligarme a casarme con Charlotte Miller, que, por cierto, es más sosa que Mayita. Bruno frunció el ceño. —Ah, por fin te acordaste del nombre. —Es que el desayuno me cayó mal, ¿qué quieres que te diga? —Sacudió la cabeza, ya pensando en otra cosa. —¿Qué vas a hacer ahora? Ya me parecía raro que tu padre estuviera muriendo, si hasta no hace mucho se lo estaba pasando en grande en Santorini. Elliot comenzó a caminar de un lado a otro, gesticulando. —Me juzga y me critica como si él no tuviera rabo de paja. Desde que murió mamá, se divierte por el mundo con sus amantes, como si nada. —De tal palo, tal astilla —replicó Bruno con una sonrisa irónica, tratando de aligerar el ambiente. Pero Elliot no estaba de humor para bromas, aunque ya había recuperado el buen humor. —Pero no le daré tregua, Bruno, te juro que le daré donde más le duela. Solo que aún no se me ocurre nada. Ayúdame a pensar, por favor. La desesperación era genuina, aunque estaba envuelta en su habitual teatralidad. Bruno suspiró y esbozó una sonrisa. —Es que pensar no es lo tuyo, querido amigo. Eso es para los mortales. Mientras Elliot le daba vueltas a sus ideas de venganza, frunciendo el ceño y con la mirada perdida, Maya Santos apareció de la nada. Estaba parada frente a ellos, visiblemente cansada, con unas ojeras profundas que delataban las horas que había pasado en el hospital con su abuela. Aun así, allí estaba, dispuesta a cumplir con sus obligaciones. —¡Maya! —exclamó Elliot, demasiado alto. La repentina atención a la «chica invisible» hizo que Bruno lo mirara con extrañeza. —¿Qué se te ofrece, Maya? —preguntó Bruno, adelantándose y conociendo la tendencia de Elliot a la insolencia, tratando de evitar que diera una respuesta grosera. —¿Quién es su jefe? Soy yo, querido Bruno —espetó Elliot, cortante, antes de dirigir a Bruno una mirada de advertencia y volverse hacia Maya. Maya, que había estado a punto de hablar, se encogió un poco, intimidada por la tensión. —Necesito pedirles un favor. Mi abuela está hospitalizada, ¿podré irme antes? —expresó Maya, cargada de vergüenza y urgencia. Los ojos de Elliot se clavaron en ella y en sus ojeras. De repente, una bombilla se encendió en su cerebro. Una idea tan descabellada como brillante, tan cruel como perfecta. Una venganza que golpearía a su padre justo donde más le dolía y de la forma más inesperada. Por un instante, curvó sus labios en una sonrisa depredadora que pasó desapercibida. —¡Faltaría más, Mayita! Claro que sí —dijo Elliot, con una amabilidad repentina que dejó a Bruno boquiabierto. La rareza en el tono de Elliot era innegable, un giro de ciento ochenta grados. —Espero que tu abuela se mejore, Maya —añadió Bruno, recuperándose del asombro y ofreciendo sinceras palabras de apoyo. —Gracias, muchas gracias. Nos vemos mañana —respondió Maya, aún aturdida por la inusual benevolencia de Elliot. Se dio la vuelta y se apresuró a salir, sintiéndose aliviada por haber conseguido el permiso. Dejó atrás a Elliot, quien le dedicó una mirada de puro desafío a Bruno. La «venganza» contra su padre, Richard Vance, había comenzado a tomar forma, y por ahora se llamaba Maya Santos.