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Capítulo 4. El Príncipe roto.

En un pequeño edificio de apartamentos en Burbank, lejos del brillo superficial de las mansiones de Hollywood, Maya Santos se hallaba en casa, preparando la cena para ella y su abuela.

La rutina era un bálsamo en su vida, una constante en medio de la creciente ansiedad por las facturas médicas. Al terminar de servir el humilde platillo, su abuela la miró de arriba abajo con una expresión de desaprobación cariñosa.

—¿Por qué me miras así, abuela? —protestó Maya, sintiéndose incómoda bajo el escrutinio.

La anciana negó con la cabeza, una chispa de picardía en sus ojos cansados.

—¿Todavía lo preguntas, Maya? Al paso que vamos, te parecerás a la loca de los gatos. Vamos, querida, debes arreglarte más y verte mejor. Tampoco eres tan fea; hay peores que tú, se arreglan y consiguen novios.

Una sonrisa amarga curvó los labios de Maya.

—Gracias, abuela —murmuró, sabiendo que la intención era buena, aunque el comentario no fuera precisamente un halago.

—En serio, cariño, me preocupo por ti. Tienes veinticinco años y ni el viento levantas —La abuela suspiró, su voz suave, pero llena de preocupación genuina.

—Abuela, por favor —Maya intentó desviar el tema, su voz más débil de lo que le gustaría—. No tengo dinero para esas banalidades. Cada céntimo cuenta.

Una sombra de tristeza cruzó el rostro de la anciana.

—Sé que todo esto es mi culpa y esta terrible enfermedad.

La frase, cargada de culpa, la hizo toser. La tos comenzó de forma leve, pero rápidamente se aceleró, volviéndose incontrolable, una lucha desesperada por el aire. Su rostro se puso morado y un sonido áspero salió de sus labios.

—¡Abuela, por favor! ¡Abuela! —gritó Maya, con la voz cargada de pánico, mientras se abalanzaba sobre ella. Con manos temblorosas, tomó su teléfono.

El número de emergencias parpadeaba en la pantalla, la última esperanza en una noche que prometía ser una más en la espiral de angustia.

***

Elliot Vance se sentía todavía en las nubes, no por el placer, sino por la conmoción. Las palabras de su padre, una cascada de desprecio y engaño, seguían golpeándole como un martillo en la cabeza.

No importaba la grata compañía de Alessa Braun, la modelo de belleza deslumbrante y cerebro... menos reluciente, que se había unido a él en la suite del Hotel Le Grand Royale.

Ni su sonrisa perfecta, ni su risa melódica, ni la forma en que su cuerpo se contoneaba con gracia, lograban sacarlo de su ensimismamiento. Estaba preso de sus pensamientos, ciego a todo lo que no fuera la traición de Richard Vance.

—Elliot, cariño, ¿qué te pasa? —preguntó Alessa, su voz un murmullo preocupado que se perdió en la vorágine de la mente del actor.

Él no respondió. Su mirada estaba fija en un punto distante, sus ojos esmeraldas velados por la rabia y una naciente idea.

La ira, lejos de cegarlo, comenzaba a afilar su ingenio. Richard creía que era un inútil, un irresponsable. «¿Ah, sí?» Una sonrisa torcida apareció en sus labios.

«Te vas a arrepentir, papá. Te juro que te daré donde más te duela», pensó con malicia, que le pareció graciosa. «Aunque aún no sé en qué».

—¡Elliot! —el grito de Alessa lo sacó de su trance, teñido de una frustración evidente.

Él la miró, la chispa del humor ya brillando en sus ojos.

—Tenemos que irnos, chiquita.

—¿Tan pronto? Pensé que nos quedaríamos toda la noche —replicó ella, con un puchero.

Elliot enarcó una ceja. —¿Y tú piensas?

Alessa espetó con rabia, su rostro hermoso contorsionado por la indignación.

—¡Elliot...!

—Es broma, querida —dijo él, una sonrisa condescendiente jugando en sus labios, antes de levantarse con agilidad felina para alistarse.

La farsa de su vida seguía, pero ahora, él también saltaría con sus propias reglas.

***

El aire del hospital, cargado con el inconfundible olor a desinfectante y a esperanza moribunda, era una tortura para Maya.

Habían pasado horas desde la frenética llamada, horas de espera en el frío pasillo, con el corazón encogido a cada paso de las enfermeras. Cuando el doctor Jiménez finalmente apareció, su rostro serio, Maya supo que las noticias no serían buenas.

—Señorita Santos —comenzó el médico, su voz grave, evitando su mirada—. La señora Elena Santos está muy mal.

Maya se abalanzó sobre él, ignorando las miradas de otros pacientes. Sus manos, frías y temblorosas, se aferraron a la bata impoluta del doctor.

—¡Doctor, por favor! No la deje morir. Hágale algo, ¡lo que sea! —Su voz era un hilo de súplica, cargada de una desesperación cruda.

El doctor Jiménez suspiró, su expresión reflejando la impotencia que sentía.

—Señorita, estamos haciendo todo lo posible. Pero la fibrosis pulmonar idiopática de su abuela ha progresado de forma muy agresiva. Es urgente que la operemos. Tiene los minutos contados. Necesita un trasplante de pulmón de emergencia.

Las palabras "trasplante de pulmón de emergencia" repicaron en el oído de Maya como una sentencia y sus piernas flaquearon de inmediato.

—¿Es una operación muy costosa? —preguntó, aunque ya conocía la respuesta. Su voz era un susurro apenas audible, más una afirmación que una pregunta.

—Así es, señorita Santos —confirmó el doctor, con mirada compasiva—. Estamos hablando de cifras... muy, muy elevadas. Sin el trasplante, y rápido, no hay nada más que podamos hacer.

Maya retrocedió, el mundo girando a su alrededor. Las paredes del hospital parecían estrecharse, el aire se le negaba. Cifras elevadas. Impagables. Su salario de asistente, los préstamos, la casa alquilada... no había salida.

La imagen de su abuela, tan frágil, tan aferrada a la vida, se mezcló en la mente de Maya con el abismo de su propia impotencia.

Un pensamiento descabellado, casi impío, comenzó a formarse en su mente. Era una locura. Una ofensa a todo lo que ella representaba. Pero la vida de su abuela valía cualquier humillación.

Mientras el doctor Jiménez se alejaba, el peso de la decisión caía sobre Maya. En su desesperación, solo veía dos opciones: dejar que su abuela se desvaneciera o buscar una solución que la obligaría a cruzar todas las líneas que jamás imaginó. La vida de una "chica invisible" no le ofrecía escapatoria fácil.

Con el corazón roto por la angustia, Maya se dio cuenta de que estaba a punto de considerar un pacto con el diablo para salvar a la única persona que le quedaba en el mundo.

La oscuridad de la noche de Burbank se cernía sobre ella, tan incierta como el futuro de su abuela, tan aterradora como la decisión que sabía que estaba a punto de tomar.

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