Dicen que mi cuerpo es un don… pero yo sé que es un veneno dulce, capaz de matarlos mientras suplican por más. Cada vez que me tocan, su fuerza crece… y yo aprendo la forma exacta de quebrarlos. Eiran me amó hasta dejarme sin aliento. Averis me marcó, reclamando cada rincón de mi piel como suyo. Y ahora, el Alfa me desea con una hambre que no sabe que lo llevará a la ruina. No voy a huir. No voy a suplicar. Voy a dejar que me saboree… que crea que me posee… y después, voy a destruirlo desde dentro.
Leer másCumplo dieciocho al filo de la luna llena.
En mi aldea, eso significa que la sangre que me arde en las venas por fin puede decidir quién soy: una beta que seguirá a la sombra del resto… o algo más. Algo que ni yo misma alcanzo a comprender. Me llamo Névara. Soy huérfana desde los seis años, marcada por la ausencia de un padre cazador que nunca volvió del bosque y de una madre que murió de fiebre. Crecí cargando con la etiqueta de débil. Nadie me eligió nunca para una cacería. Nadie me buscó en los inviernos largos. Pero esta noche, todo eso puede cambiar. El círculo ceremonial está iluminado por antorchas y el fuego central. El humo huele a pino y grasa quemada, y el calor del fuego choca con la humedad que baja desde el bosque. Camino descalza sobre la piedra húmeda, con la cabeza erguida. El cabello, oscuro y largo hasta la cintura, me cae como una sombra viva por la espalda. Los músculos de mis piernas tiemblan, no por miedo, sino por la tensión eléctrica que me atraviesa. A mi derecha, distingo a Averis, el Alfa. Alto, de hombros anchos y piel curtida, con un porte que parece ocupar más espacio del que físicamente tiene. Su cabello negro, recogido en una trenza gruesa, brilla bajo el fuego como carbón pulido, y sus ojos… dos filos de obsidiana que no solo cortan, sino que envuelven, atrapando hasta el aire. No sonríe. No parpadea. Me observa como si mi piel fuera un mapa que pudiera leer con solo mirarme. Los ancianos entonan plegarias antiguas. Una anciana me pinta símbolos con barro y sangre, sus dedos fríos sobre mi piel caliente. —Corre —me susurra con voz áspera—. Y si el lobo está en vos… lo vas a sentir. Obedezco. El bosque me recibe como si me estuviera esperando. El viento me golpea el rostro, abriendo paso entre las ramas. Siento cada latido en la garganta, como un tambor que me guía. Y entonces lo veo. Eiran. Está apoyado contra un tronco, medio oculto por la sombra. Joven, de complexión atlética, cabello castaño oscuro que le cae desordenado sobre la frente, y ojos grises con un brillo que parece atraparlo todo. Lleva la chaqueta de cuero abierta, mostrando la camisa de lino suelta, y sostiene una rama en la mano como si la hubiera usado para apartar maleza. —¿Qué hacés acá? —pregunto, intentando recuperar el aire. Sonríe de lado, ladeando apenas la cabeza. —Curiosidad —dice, pero su voz se suaviza, como si esa palabra no alcanzara. Se acerca un paso, y la luz de la luna le dibuja las facciones. Sus ojos me recorren, no con codicia, sino con algo tibio, atento, como si quisiera grabarse este momento. —No pensé que llegarías tan lejos —añade, con sorpresa y orgullo. Siento que el aire entre nosotros se espesa. Me mira como si intentara descifrar un idioma nuevo. Cuando levanta una mano y me roza la mejilla con los dedos, el calor que me recorre no es solo físico: es como si algo en mi interior reconociera esa caricia. De pronto, una energía dorada despierta bajo mi piel. Empieza en el pecho, se expande como fuego líquido hacia los brazos y las piernas. Eiran frunce el ceño, sin apartarse. —Nevi… estás brillando —murmura, apenas audible. La luz fluye hacia él, envolviéndolo. Sus pupilas se dilatan, su respiración se acelera. Incluso la vieja herida de su pierna, recuerdo de una cacería fallida, se cierra ante mis ojos. —¿Qué… me estás haciendo? —pregunta, con el ceño fruncido pero sin temor. —No lo sé —respondo, temblando, aunque en el fondo siento que siempre estuvo ahí, esperando este momento. El bosque guarda silencio. Solo el crujido de una rama rompe el aire. Me doy vuelta y ahí está Averis. Su sombra se proyecta larga entre los árboles. Camina despacio, sin apartar los ojos de mí. Cada paso suyo es un compás grave que marca el pulso de la tierra. —Névara… —su voz es grave, arrastrada, con un roce bajo que parece deslizarse por la piel—. Lo que acabas de mostrar… no puede ignorarse. En su mirada hay cálculo, sí… pero también una intensidad que me inmoviliza. Una lenta certeza de que podría atraparme sin levantar la voz. Averis se acerca. Sus pasos son lentos, medidos; cada crujido de las hojas bajo sus botas parece elegido para recordarme que no puedo escapar. Su olor —tierra húmeda, humo y un matiz oscuro que no sé nombrar— se mezcla con el aire frío, y se cuela en mí como un ancla. Se detiene frente a mí. No dice nada. Me recorre con la mirada, pausado, como quien examina un arma antes de empuñarla. Una de sus manos se flexiona apenas, como si contuviera el impulso de tocarme, y el leve arqueo de sus labios sugiere que sabe exactamente lo que esa contención provoca. Eiran da un paso al frente, interponiéndose entre nosotros. La tensión se enciende en el aire, espesa, casi visible. Averis no lo mira de lleno, pero ladea la cabeza con lentitud, y en ese gesto silencioso hay una amenaza tan pulida que basta para detenerlo. Yo inspiro hondo, atrapada en esa presencia que me aplasta sin violencia física. El calor que emana de él contrasta con el frío húmedo del bosque, y sin querer, doy un paso hacia atrás. Averis avanza el mismo espacio, acortando la distancia, como si ese retroceso le perteneciera por derecho. Sin una palabra, se gira y empieza a caminar por un sendero estrecho. No necesito que me lo ordene; mis pies lo siguen, como si algo invisible me atara a su sombra. Siento a Eiran detrás, su respiración agitada, listo para arrancarme de allí en cualquier momento. Las antorchas aparecen a lo lejos, titilando entre las ramas. El murmullo de voces crece, y mi piel se eriza. Averis se detiene justo antes del círculo ceremonial. Se vuelve hacia mí, y sus ojos oscuros me atrapan. No hay sonrisa, pero la curva imperceptible de sus labios dice que me ha medido… y que el resultado le agrada. Cruzo el umbral de luz con esa mirada aún clavada en mi nuca. El fuego central ilumina mi rostro, y los ancianos me observan en silencio. La anciana de los símbolos se adelanta y me estudia como si ya supiera lo que voy a hacer. —Tiene el don —declara. Siento el peso de la noche sobre mis hombros… y el peso de unos ojos que siguen observándome desde la penumbra, incluso ahora que el ritual me reclama.El eco de las cadenas golpea el suelo de mármol como un latido metálico que marca el ritmo de la humillación, un sonido repetido que se desliza por las paredes del salón privado y se mezcla con el aroma espeso de los inciensos encendidos, ese humo rojo que siempre parece ocultar más de lo que revela. Yo estoy sentada en un diván cubierto de terciopelo oscuro, recostada con languidez estudiada, una pierna descubierta, la tela apenas sosteniéndose en mi hombro, porque sé que el espectáculo no es solo para mí, sino también para él, que observa de pie junto a la columna, con los brazos cruzados y los ojos ardiendo, expectante, celoso, poseído por esa ansiedad que lo devora cuando sabe que me entrego a un juego que no controla del todo.Frente a mí, arrastrada por dos guardias como si fuera una bestia vencida, aparece ella, la cortesana que alguna vez intentó disputarme su mirada y su sombra, envuelta ahora en jirones de seda, con el cabello enredado, las muñecas sujetas por cadenas que br
El aire de la habitación está tan denso que parece humo invisible, tan cargado de celos y deseo reprimido que mi piel lo siente como si fueran cuchillas acariciándome a cada respiro, y yo permanezco de pie, desnuda, aún con el calor del otro hombre adherido a mis muslos, mientras la mirada del conspirador me atraviesa como una lanza que no busca solo herir, sino poseerme incluso en la herida.No dice nada al principio, y ese silencio me hiere más que cualquier insulto, porque sé que en él se concentra la tormenta, el filo de una rabia que no puede contenerse mucho más. Yo doy un paso hacia él, deliberadamente lento, dejando que mis caderas dibujen un vaivén calculado, como si no temiera su furia, como si mi cuerpo fuera mi única defensa y también mi única provocación.—¿Vas a quedarte mirándome como si fuera un fantasma? —murmuro, con voz baja, envolvente, como si pudiera calmar el incendio con un susurro.Él avanza de golpe, y su mano se estrella contra mi rostro, no con un golpe abi
Nunca creí que la cama de un enemigo pudiera convertirse en mi escenario más íntimo de poder, pero esta noche, entre velas altas que gotean como cuerpos cansados de tanto arder, entre copas rebosantes de vino rojo que parece sangre recién derramada, descubro que el placer no es solo un arma sino también un disfraz, y que fingir sumisión es la forma más exquisita de dominio.El hombre frente a mí —un miembro de la corte, rival encubierto del conspirador, uno de esos que se alimenta de rumores y los escupe convertidos en veneno político— sonríe con los labios húmedos de deseo y ambición, como si creyera que estoy aquí por debilidad, como si ignorara que soy yo quien lo ha elegido, quien ha preparado cada detalle de este encuentro.—No pensé que vendrías —dice mientras acaricia el borde de la copa con un dedo lento, como quien roza un secreto que todavía no se atreve a confesar.Yo ladeo la cabeza, dejo que mi cabello caiga como un río oscuro sobre mis hombros desnudos, y sonrío apenas,
El silencio que queda tras el banquete es extraño, no es el reposo de la calma, sino el de una bestia que contiene la respiración antes de lanzarse al ataque, y yo lo percibo en cada rincón del salón donde aún huele a vino derramado, a sudor, a perfumes mezclados con el hierro del deseo; los cuerpos exhaustos yacen en cojines y alfombras, algunos dormitan, otros se vigilan en medio de suspiros entrecortados, pero ninguno se atreve a hablar demasiado alto, porque saben que la verdadera orgía no fue de piel sino de máscaras, de celos y traiciones que aún palpitan como brasas encendidas bajo la ceniza.Él me llama sin palabras, con una sola mirada que me atraviesa desde el trono donde aún reina con una quietud peligrosa, y yo camino hacia él con pasos que no buscan apresurarse, cada movimiento medido como si fuera consciente de que el suelo mismo es un escenario que nos observa. Cuando me detengo frente a sus pies, me inclino apenas, dejando que los velos negros resbalen hasta descubrir
La noche me recibe con un murmullo que parece tejido por la música misma, una sinfonía de risas ahogadas, copas que tintinean y pasos que resuenan sobre mármol pulido, como si cada eco quisiera anunciar la magnificencia de este baile que, más que una celebración, es un juicio disfrazado, una cacería en la que todos observan y todos son observados, sin saber quién será presa y quién cazador; y en medio de esa expectación contenida entro yo, cubierta de velos oscuros y transparencias que no ocultan sino revelan a medias, con un vestido que se ciñe a mis curvas como si mi piel misma lo hubiera tejido para invitar al deseo y a la envidia por igual, y sobre mi rostro una máscara de obsidiana que brilla como la noche profunda, coronándome reina de las sombras entre un mar de disfraces ridículos y coloridos.Cada mirada me sigue, cada respiración se entrecorta cuando paso entre ellos con un andar lento, cadencioso, sabiendo que mi sola presencia hiere y enciende, que mi cuerpo es un arma más
La penumbra de los corredores húmedos me envuelve como un manto que intenta sofocar cada paso que doy, el aire está impregnado del olor a hierro oxidado y de un silencio que parece respirar junto conmigo, como si las paredes mismas supieran a dónde me dirijo y trataran de detenerme; avanzo con la certeza de que al final de este laberinto encontraré lo que temo y deseo a la vez, porque cuando el conspirador me habló con esa frialdad calculada de los prisioneros que aún resisten bajo su poder, algo en su mirada me reveló que entre ellos había uno que yo conocía demasiado bien, un cuerpo que había amado en la oscuridad de los patios secretos, una voz que alguna vez susurró mi nombre con temblor y con fuego, y desde ese instante supe que debía verlo con mis propios ojos aunque el precio fuera el filo de la tortura.Las antorchas chisporrotean con un sonido quebrado, su luz amarillenta proyecta sombras que se alargan como espectros, y cuando finalmente empujo la puerta herrumbrosa que gime
Último capítulo