Al principio no es más que un murmullo distante, apenas el suspiro agitado del bosque que parece contener la respiración, una vibración que me eriza la piel sin que pueda entender de inmediato qué se acerca. Después, el sonido crece, se vuelve palpablemente real: un golpe seco, brutal, el gruñido ahogado de alguien luchando contra un destino que se cierra con rapidez ineludible, y el chasquido agudo del impacto contra carne y hueso que quiebra el aire con la violencia de un secreto al descubierto.
No es una cacería, ni un entrenamiento, ni un juego de poder. Es algo más primitivo, más urgente, más definitivo: el hierro frío de la Ley, la palabra última del Alfa que no admite réplica. —Eiran… —mi voz se escapa entre los árboles, trémula y cargada de miedo, mientras mi cuerpo reacciona antes que mi mente y echo a correr, dejando atrás el lugar seguro que ya no existe. El corazón me retumba con fuerza en las costillas, marcando un ritmo frenético que reverbera en mis oídos. Las raíces se enredan en mis tobillos como si el bosque mismo conspirara para retenerme, las ramas bajas rasgan la piel de mis brazos, el aire helado me golpea con el filo de un cuchillo invisible, y sin embargo, avanzo, impulsada por la urgencia de un instinto tan viejo como el mundo. Entonces lo escucho de nuevo: un crujido sordo, como el chasquido quebradizo de la vida que se rompe en silencio, se parte en dos sin ruido más que el que acompaña a la desesperación. —¡Eiran! —grito, y mi voz se quiebra, se pierde en la nada como un eco que no encuentra respuesta. Me guío por el ruido, por el instinto, por el miedo punzante que me muerde la espalda y quema la nuca. Pero el bosque es un laberinto cruel, y de repente el silencio vuelve, tan pesado, tan absoluto, que me corta la respiración y hace que la oscuridad se cierre a mi alrededor. Lo veo antes de llegar, una sombra erguida, sólida, inamovible, como la presencia misma de la muerte hecha hombre. Averis. El Alfa. La figura de su cuerpo recortada contra la luz gris del atardecer parece absorber toda la atmósfera, haciéndolo aún más grande, más imponente, como un dios antiguo que reclama lo suyo. Y en el suelo, a sus pies… Eiran. La sangre no grita ni ruge. No es una tormenta, ni una llamarada. Es una lluvia silenciosa, una caída lenta que tiñe la tierra y anuncia el final de una estación, la muerte de algo que no puede renacer. Lo escucho antes de verlo del todo: el golpe sordo de su cuerpo desplomándose, el susurro húmedo de las hojas que se empapan en rojo, ese olor denso y metálico que se clava en mi garganta y me quema desde dentro. Me lanzo hacia adelante, tropezando con raíces, con piedras, con mi propio miedo, sintiendo que cada paso me arranca un pedazo de alma que jamás podré recuperar. Eiran yace de lado, encogido como si intentara protegerse todavía, aunque su cuerpo está vencido. Sus ojos abiertos, vidriosos, parecen mirar un horizonte que ya no existe, vacíos de vida y llenos de un silencio imposible de romper. Su garganta está desgarrada; el corte es limpio, preciso, mortal, una herida que no deja lugar a dudas. Averis está de pie frente a él, el pecho desnudo, manchado con manchas de sangre que brillan en su piel como símbolos de un ritual oscuro y antiguo. El sudor le recorre las sienes, pero su respiración es contenida, serena, como quien acaba de cumplir un destino que llevaba escrito en la sombra de su alma. No hay arrepentimiento en su postura, solo una calma terrible, pero en sus pupilas, temblorosas y profundas, se cuela la duda de alguien que no sabe si celebrar o lamentar lo que ha hecho. —¿Por qué? —mi voz se quiebra en un susurro roto, frágil, pero atraviesa la distancia y se clava en su pecho. Sus ojos, negros y sin parpadeo, me sostienen sin misericordia. —Era débil —responde, con una voz que no sube, pero aplasta, como un martillo invisible—. Y tú lo hiciste fuerte. Eso es traición. —¡Él no tenía la culpa! —la voz me tiembla y mis manos tiemblan, como si mi cuerpo entero se enfrentara por primera vez al miedo real, al horror tangible. —Tú sí la tienes —dice, ladeando apenas la boca, en un gesto frío que duele más que cualquier golpe físico. Me mata sin tocarme, me arranca el aliento con palabras que pesan como hierro fundido. —Eiran… era bueno —susurro, dejándome caer de rodillas junto a su cuerpo. Mis dedos temblorosos rozan su rostro, frío, intentando memorizarlo, conservarlo en mi piel, aunque el calor de su sangre aún húmeda me mancha las manos y me recuerda que es culpa mía. Que lo mataron por mí. Averis avanza hacia mí con pasos lentos, pesados, firmes como un destino ineludible. Su sombra me cubre por completo, oscureciendo mi mundo y hundiéndome en una oscuridad tangible. Se arrodilla frente a mí, hunde la mano en mi cabello, pero no con ternura; es un gesto cargado de posesión, rabia y la fuerza de un Alfa que no puede permitirse quebrarse. Por un instante, creo que va a decir que fue un error, que la furia lo cegó. Pero no. Me aparta con violencia, arrancándome de mi duelo como si fuera barro estorbando en su camino. —Te lo advertí —su voz grave y caliente me quema el oído—. Y aun así, le diste tu cuerpo. Le diste poder. Le diste lo que es mío. Me arrastra sin miramientos, como si no fuera más que un saco de huesos y culpa, y la aldea entera guarda silencio, nadie se asoma ni osa desafiarlo. Las escaleras de la fortaleza crujen bajo nuestros pasos, el aire se vuelve más frío, la piedra retiene un silencio ancestral que se hace imposible ignorar. Y entonces llegamos a la jaula. No tiene barrotes, no los necesita. Es un círculo tallado con runas que atan más que la carne; aprisionan la energía, el deseo, la rabia, dejando atrapada mi alma herida. Me lanza dentro sin delicadeza. Caigo de rodillas. Esta vez no puedo contener las lágrimas que me queman los ojos y desbordan, saladas y calientes, arrastrando con ellas el peso insoportable de entender que todo esto —desde la primera mirada hasta el último aliento de Eiran— ha sido culpa mía. —Esto es por tu bien —dice, y aunque sus palabras intentan disfrazarse de cuidado, la mentira es tan palpable que me golpea más fuerte que cualquier verdad. Sus ojos, clavados en los míos, me atraviesan con la intención de quebrarme, arrancar pedazo a pedazo la poca resistencia que aún me queda. —No me hagas esto… —mi voz se quiebra, apenas un hilo de aire tembloroso—. No, por favor… no quiero morir. Averis sonríe, y en la curva helada de sus labios no hay compasión ni consuelo, sólo el filo afilado de algo que corta despacio, disfrutando el recorrido. —No vas a morir aquí, Névara… —susurra, cada palabra una promesa pesada y oscura—. Solo vas a entender. Se aparta entonces, pero no sé si realmente se ha ido o si su sombra sigue pegada a mi piel, respirando cerca, acechando mi aliento. El tiempo se convierte en un pantano denso y pegajoso. No sé cuánto pasa: días que se alargan como siglos, o quizás sólo horas tan densas que parecen eternas. No hay voces que me llamen, ni pasos que se acerquen, ni Eiran… y siento que tampoco hay aire. El cuerpo me duele con una punzada constante, como si cada músculo se hubiera petrificado bajo mi propia piel. Y el alma… el alma ya no tiene nombre, porque nombrarla significaría aceptar que aún existe. La humedad se adhiere a mi piel, igual que el olor a encierro, a abandono, a derrota. No sé si han pasado tres soles o tres lunas. Aquí el tiempo se arrastra, y parece disfrutar viéndome pudrirme lentamente. —Ahí está la fugitiva —susurra una voz ronca desde detrás de la puerta justo antes de abrirse para que entren dos betas con cubos de agua. No me miran a los ojos, pero sé que me observan de reojo. Una de ellas deja escapar una risita amarga, cortante. —Tres soles y tres lunas de azotes… y todo por tu culpa. No respondo. No levanto la cabeza. —Averis hizo lo correcto —interviene la otra, dejando la jarra junto a la cubeta—. El consejo entero pidió tu castigo. Las ancianas dicen que tu huida no solo fue una deshonra… sino que Eiran murió por vos. Su nombre me atraviesa, un puñal frío en el pecho. Eiran. Mi amor. Su sangre aún tiñe mis recuerdos, derramada en la tierra. —Si no lo hubieras seducido, él estaría vivo —añade una voz desde el pasillo. Una anciana se asoma, sus ojos como agujas clavándose en mí con una dureza imposible de evadir. No me dejan responder. Me lanzan la ropa limpia al regazo, casi como si fuera un desperdicio. Cierro los puños, lucho contra el temblor que amenaza con vencerme. Pero sus palabras, sus acusaciones, se me pegan a la piel como una marca imborrable, como el dolor que nunca se irá.