4. El roce que prohíbe.
el placer no estalla de golpe, sino que se desliza lento, sinuoso, enroscándose en mí como una lengua de fuego que tiñe mi piel y atraviesa mis huesos, reclamando cada espacio con una intensidad que no se puede negar.—Te amo… Nevi… —susurra, con la voz quebrada, temblando al aferrarse a mis caderas como si el mundo fuera a desvanecerse en un segundo, y yo fuera el último ancla que lo sostiene.Ya no hablo. Sólo respiro, lento, profundo, mientras lo dejo tomarme, mientras me rindo a la corriente que corre bajo mi piel. Esta vez quiero entregarme sin reservas, porque hay algo en mí que responde más allá del deseo —un fuego animal, sagrado, incontrolable— que no pide permiso.Siento cómo mi poder despierta, erizándose como un río ardiente que nace en mi vientre y se expande hacia mis muslos, mis costillas, mis brazos, llenándome con su calor urgente. Me aprieto contra él, como si en ese contacto pudiera contener la marea. Cuando la oleada nos arrastra juntos, como partes del mismo río c
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