2. La marca de la luna.

Los símbolos pintados sobre mi piel empiezan a brillar, una luz líquida que recorre mis venas como un incendio contenido, subiendo desde el vientre hasta los hombros, atravesándome con un pulso antiguo que no había sentido nunca, como si la tierra y la luna respiraran dentro de mí. Mis rodillas amenazan con ceder, pero clavo los pies contra la piedra fría, negándome a mostrar debilidad frente a las decenas de miradas que me rodean. Esas miradas pesan, se arrastran sobre mí como cadenas húmedas, midiendo cada gesto, decidiendo si soy algo que debe temerse o algo que puede moldearse.

La anciana más vieja, encorvada como un arco vencido por siglos, se adelanta con pasos lentos. Su cabello blanco cae en mechones finos sobre un rostro surcado de grietas, y sus ojos pálidos, como leche derramada, parecen mirar a través de mi piel. Sus dedos largos, fríos y huesudos rozan apenas mi frente; ese contacto mínimo basta para que mi temperatura se dispare.

—Beta… especial —dice con un temblor que no sé si es reverencia o miedo—. Portadora del fuego lunar. Tu don no es común, niña… y no puede ser entregado a la ligera.

El murmullo se expande como un viento helado. Algunos retroceden, temiendo que la luz que me envuelve pueda marcarles la carne; otros inclinan la cabeza, obedientes a una ley que todos conocen: una beta con un poder excepcional debe ser aislada, custodiada por las ancianas, protegida —o vigilada— para que su don no se contamine ni se malgaste. Significa que no puedo unirme a otros betas. Significa que el lazo con Eiran, incluso antes de formarse, está prohibido. Significa que cualquier deseo mío debe morir antes de nacer.

Eiran permanece al borde del círculo. Su cuerpo está quieto, pero sus puños cerrados revelan la tensión que lo atraviesa. Cuando sus ojos grises encuentran los míos, un calor intenso, más profundo que cualquier orden o norma, se enciende entre nosotros. El ritual termina; me cubren con un manto oscuro, áspero contra la piel, y me indican que siga a las ancianas hacia el bosque. Pero mis pies dudan. No puedo. No quiero.

Me aparto del sendero marcado, el corazón golpeando como un tambor en medio de la noche. Lo busco. Lo encuentro. Eiran emerge de entre las sombras con el ceño fruncido y la respiración agitada, como si hubiera esperado que rompiera la regla antes de que él mismo se atreviera.

—¿Estás bien? —pregunta, su mirada deslizándose por mi rostro, lenta, como quien quiere grabar cada rasgo antes de que el tiempo se lo arrebate.

—Lo estoy… porque estás aquí —respondo, la voz quebrada, cargada de todo lo que no debo decir.

Su sonrisa es leve, pero me arrastra. Me tiende la mano; la tomo sin pensar en el precio. Me guía hasta un claro oculto, donde la hierba alta murmura con el viento y el aire huele a tierra húmeda y promesa. Me suelta el manto. Sus ojos viajan por mi cuerpo con una mezcla de asombro y hambre contenida; su pulgar acaricia mi mejilla, baja hasta mis labios, y sé que si no me besa, mi piel entera se romperá por dentro.

—Te amo… —susurra, y mi nombre en su boca es un juramento y una condena.

El beso llega lento, como si temiera romperme, pero pronto arde, urgente, una marea que nos envuelve y nos arrastra. Mis manos se enredan en su cabello, y la energía despierta en mí, un río dorado que se vuelca hacia él. Lo siento temblar, fortalecerse, llenarse de un poder que late bajo su piel. Caemos en la hierba; la luz brota de mí y lo envuelve. Sus ojos grises se tornan plateados, su respiración se ensancha con la autoridad de un alfa. Y aunque sé que le entrego más de lo que la ley permite, no me detengo. Lo elijo. Incluso si es un error.

Entonces el aire cambia. Se vuelve espeso, cargado. Un peso invisible lo llena todo. Giro la cabeza. Averis está allí.

Apoyado contra un tronco, medio en penumbra, su silueta alta recortada por la luz de la luna. El cabello negro, recogido en una trenza que cae sobre su hombro ancho, brilla con reflejos de plata; la piel curtida por el sol y la caza parece tensarse sobre músculos que hablan de fuerza sin esfuerzo. Sus labios están inmóviles, pero en sus ojos hay un fuego oscuro, una mezcla de deseo y amenaza que me quema más que el frío de la noche. Sus manos, grandes y fuertes, se cierran lentamente a los costados, como si contuvieran un impulso que no piensa mostrar… todavía.

No hay ira desbordada en él, sino algo más peligroso: una calma que sabe esperar, una certeza de que lo que ha visto es suyo por derecho. Y lo comprendo con la misma claridad que el brillo sobre mi piel: la luna me marcó, pero Averis cree que esa marca le pertenece.

Sigue leyendo este libro gratis
Escanea el código para descargar la APP
Explora y lee buenas novelas sin costo
Miles de novelas gratis en BueNovela. ¡Descarga y lee en cualquier momento!
Lee libros gratis en la app
Escanea el código para leer en la APP