6. La tentación del Alfa.

Hasta que vuelve.

No lo veo primero; lo siento antes que nada. El silencio opresivo de la cámara se rompe con el sonido seco, cadencioso, de sus botas golpeando la piedra fría, un compás lento pero firme, cada paso cargado de una intención oscura que no necesita palabras para anunciarse. Luego llega el crujido de sus nudillos al cerrarse con fuerza, un aviso mudo, casi animal, que no viene en paz. Y ese olor… un aroma salvaje y primitivo, mezcla de bosque húmedo tras la lluvia, sudor reciente y una furia contenida que parece arrancarle la piel. Es un olor que siempre anuncia tormenta, que hace vibrar cada uno de mis nervios con miedo y algo más profundo.

Averis cruza la entrada con una sombra distinta en sus ojos; una oscuridad que antes no estaba o que quizás siempre estuvo ahí, oculta bajo capas que hoy se despejan para dejarla ver sin pudor. Su pecho desnudo brilla bajo la luz débil, el sudor marcando los músculos tensos como si acabara de cazar algo, llevando todavía la sangre y la adrenalina latiendo bajo la piel como un tambor de guerra. Cada respiración es una ola contenida, un poder latente que se expande y pulsa con la gravedad de un sol negro, y sin embargo, no necesita levantar la voz para imponer su presencia.

Y yo… rota, maldita, temblando. No solo por miedo. Hay rabia, sí, esa que me consume desde que Eiran cayó como un cometa roto, pero también un deseo enfermo que corroe mis entrañas, esa conexión que debería odiar, ese lazo hiriente que como una herida mal cerrada, sangra cada vez que lo miro y que se niega a cicatrizar.

—Me haces débil —dice, su voz es apenas un susurro áspero, sus labios apenas se mueven, como si pronunciarlo le costara más que cualquier batalla—. Pero también fuerte. ¿Sabes qué hiciste cuando estuviste con él? Lo hiciste más resistente. Más rápido. Más seguro de sí. Me costó matarlo.

—Entonces quédate con la culpa —respondo, y mi voz es un filo torcido, quebrada pero todavía peligrosa, un latido afilado que se niega a morir.

Sus labios se curvan, no en una sonrisa genuina sino en un gesto que mezcla hambre y algo que podría confundirse con ternura, si no conociera el veneno que lo habita.

—Prefiero quedarme contigo —susurra, y en su mirada brilla un fuego febril, un destello de posesión que quema más que cualquier llama de furia.

Rompe el círculo de runas con una facilidad insultante; las marcas chisporrotean y se apagan como brasas rendidas, y en un instante su mano atrapa mi brazo con una fuerza implacable. Me arrastra hacia su cuerpo, y aunque mi instinto me dice que resista, mis pies tropiezan, incapaces de retroceder ante esa fuerza que no es solo física, sino de hambre y obsesión.

No grito. Porque en el fondo sé que esto no es solo venganza ni castigo; es hambre ancestral, es esa conexión indestructible que nunca pude romper, es su dolor mezclado con deseo rabioso, es la promesa oscura de poseer lo que siempre se le escapó.

Me tumba sobre la piedra fría con un movimiento que no admite resistencia ni protesta. Me desnuda con violencia, pero cada tirón, cada roce, está medido; sus manos tiemblan bajo la tensión, su boca también, devorando mi piel como si quisiera borrar cada huella de otro hombre, como si su lengua tuviera el poder de reescribir mi historia con fuego y veneno.

Y yo… ardo. Me niego, pero mi cuerpo me traiciona, se entrega con la misma furia con que lucha por sostenerse. Su peso me aplasta, su calor me envuelve, su respiración se mezcla con la mía en un baile oscuro y primitivo. Cuando me toma, no hay dulzura, pero sí un poder que duele y al mismo tiempo me eleva, una fuerza que atraviesa la piel y llega directo al alma.

Mis caderas lo reciben sin orden, sin pensar, como si hablaran un idioma secreto. Mis uñas se clavan en su espalda, aferrándose a algo real, tangible, mientras mi aliento se rompe entre jadeos y negaciones que ya no sé si creo o son solo un eco vacío.

Llegamos juntos. Inevitablemente. Como si nuestras almas compartieran un código prohibido, un lenguaje secreto que ni el odio más profundo puede borrar ni la distancia más larga silenciar.

Y cuando mi don explota, una ola de calor y luz dorada recorre mi cuerpo como un río de electricidad líquida que me envuelve, que lo envuelve a él. Lo hace gemir, arqueándose con la fuerza del fuego en la piel, temblando sobre mí con la certeza incuestionable de que nunca piensa soltarme.

Se queda así, jadeando, su sombra aún cubriéndome, sus labios rozando mi cuello, dejando un rastro húmedo y ardiente que arde como un sello indeleble.

—Así es como debe ser —murmura, y en sus palabras hay una sentencia, un decreto tan antiguo como la sangre misma—. Esto eres. Mía. Tu poder… solo para mí.

Y lloro. Porque una parte oscura de mí, la que no debería existir ni confesarse, cree que tiene razón.

Y eso… eso es lo que más me destruye.

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