4. El roce que prohíbe.

el placer no estalla de golpe, sino que se desliza lento, sinuoso, enroscándose en mí como una lengua de fuego que tiñe mi piel y atraviesa mis huesos, reclamando cada espacio con una intensidad que no se puede negar.

—Te amo… Nevi… —susurra, con la voz quebrada, temblando al aferrarse a mis caderas como si el mundo fuera a desvanecerse en un segundo, y yo fuera el último ancla que lo sostiene.

Ya no hablo. Sólo respiro, lento, profundo, mientras lo dejo tomarme, mientras me rindo a la corriente que corre bajo mi piel. Esta vez quiero entregarme sin reservas, porque hay algo en mí que responde más allá del deseo —un fuego animal, sagrado, incontrolable— que no pide permiso.

Siento cómo mi poder despierta, erizándose como un río ardiente que nace en mi vientre y se expande hacia mis muslos, mis costillas, mis brazos, llenándome con su calor urgente. Me aprieto contra él, como si en ese contacto pudiera contener la marea. Cuando la oleada nos arrastra juntos, como partes del mismo río caudaloso, Eiran jadea, como si le creciera un cuerpo nuevo desde dentro, y cae sobre mí, riendo con una risa rota, pura, que nunca antes le había escuchado. Se cubre la cara con una mano, perdido en esa luz que parece explotarle en los ojos.

—No me canso —dice, su voz un susurro apenas audible, aún dentro de mí, acariciando mi muslo con la yema de los dedos, lento, ritual—. No me canso, Nevi.

No miente.

Minutos después, mientras mi cuerpo aún titubea al intentar recordar cómo caminar, él corre, como si no tuviera huesos, como si el aire fuera más ligero solo para él, dueño absoluto del bosque y su espacio.

Mi don. Mi maldita bendición.

Se lo he entregado.

Me dejo caer sobre la hierba húmeda, extenuada y feliz. Pero entonces, el bosque cambia: un crujido diferente, un viento que se quiebra, un calor que se siente antes que llegue.

Averis.

No necesito verlo para saber que está aquí. Su presencia se instala con el peso de un golpe en el pecho, comprimiendo todo el bosque, toda la noche, en ese instante.

Eiran no lo percibe, sigue corriendo, sigue riendo. Pero yo, desnuda bajo la ropa, me enderezo con la lentitud de quien sabe que va a enfrentarse a un huracán contenido. Lo busco entre las sombras y ahí está, apoyado contra el tronco de un sauce, los brazos cruzados, los ojos encendidos con un fuego más oscuro que la noche misma.

—Te diviertes —dice, y su voz es terciopelo afilado, cada sílaba un filo que parece cortarme la piel.

Siento ese impulso antiguo de bajar la cabeza, de callar, de desaparecer como siempre hice. Pero esta vez algo en mí se endereza, duro y desafiante, una chispa alimentada por la adrenalina, el recuerdo vivo del roce de Eiran, y un cansancio profundo de callar.

—No tienes derecho a decidir dónde puedo o no estar —le respondo, y mi voz tiembla, pero no se quiebra.

Averis no pestañea. No necesita justificar nada. Es el Alfa. El peso de ese título está en cada uno de sus respiros, en cada línea tensa de su cuerpo que se relaja con un control absoluto.

—Claro que lo tengo —dice, con una calma tan peligrosa que me hiela la sangre.

No habla con ira ni con desprecio, sino con hambre contenida, una voz baja y áspera que acaricia y amenaza al mismo tiempo, como si estuviera revelándome un secreto que no estoy preparada para entender.

—No soy tuya.

—Todavía no —responde, sin mover un músculo, y la media sonrisa que se curva en sus labios no es ni burla ni placer, sino la certeza absoluta de un destino sellado.

Avanza hacia mí con una seguridad tan lenta y firme como la de un depredador que conoce cada paso de su presa y sabe que no puede escapar. La penumbra parece abrirse para dejarlo pasar, y siento cómo la magnitud de su presencia oprime mi pecho antes de que siquiera me toque.

Cuando está lo suficientemente cerca, su mano se eleva y roza mi mejilla. Es apenas un roce, una caricia contenida, pero me quema con la intensidad de una brasa que se desliza sobre mi piel, dejando una marca invisible que enciende mis nervios.

—¿Sabes lo que hiciste? —pregunta, y sus ojos, negros y profundos, me sostienen con garras invisibles. En ellos arde una mezcla que me sacude: dolor entrelazado con rabia, un torbellino oscuro que no alcanzo a descifrar del todo. Su pulgar se desliza hasta la comisura de mis labios, lento, firme, como señalando un territorio que no le pertenece… todavía.

—Lo amé —confieso, con palabras frágiles, temblorosas, como un hilo de seda a punto de romperse.

Averis cierra los ojos y respira hondo, tan cerca que siento el calor de su aliento en mi piel, y cuando los abre, ya no es el mismo. Hay sombra en su mirada, rencor y un juicio inminente.

—Lo hiciste más fuerte —dice, y su voz retumba más que un grito contenido—. Y lo hiciste con tu don, con tu cuerpo.

Sus dedos se crispan, como si contuviera la fuerza de un golpe, antes de soltarse y alejar la mano.

—No sabía…

Mentira. Lo sabía. Sabía que romper las reglas era abrir la puerta a la condena. Sabía que escaparme del resguardo de las ancianas para ver al beta era invitar al desastre. Y él lo sabe tanto como yo.

—Oh, claro que lo sabías, Névara —inclina la cabeza apenas, con un estudio frío, buscando la grieta perfecta para entrar.

Retrocedo, pero su mano atrapa mi brazo con firmeza, sin lastimar, sin liberar la amenaza contenida en ese gesto. La tensión se enreda en el aire, espesa, densa, difícil de respirar.

—No vuelvas a equivocarte —murmura, acercando su rostro al mío hasta que su aliento roza mis labios. No es un consejo; es una sentencia.

Y yo… yo, que siempre bajo la cabeza, que nunca me rebelo, ahora lo hago sin pensar. Giro el rostro para esquivar su mirada, levanto apenas la barbilla y aprieto los labios en una línea terca.

—No soy una esclava.

Eso lo detiene. Solo por un latido, pero suficiente para que vea cómo la tensión en su mandíbula se hace visible, cómo sus pupilas se abren para devorar el gris de sus ojos.

Silencio.

Me observa sin parpadear, como si decidiera si destrozarme aquí mismo o dejarlo para después. Y entonces sonríe. No es una sonrisa amable. Es una herida abierta en su rostro, una promesa de ruina.

—Ten cuidado con lo que tocas, Névara… —su voz baja se vuelve un ronroneo letal mientras retrocede sin apartar la mirada—. Porque lo que toca la luna… termina ardiendo.

Sé que no bromea. Sé que me advierte, me amenaza, o tal vez ambas cosas.

Me doy vuelta y él sigue ahí, sombra implacable entre los árboles.

Eiran ya no está. Solo queda el rastro de su aroma en mis labios… y la sombra ardiente de Averis siguiéndome, como un lobo herido que sabe que, tarde o temprano, me alcanzará.

Sigue leyendo este libro gratis
Escanea el código para descargar la APP
Explora y lee buenas novelas sin costo
Miles de novelas gratis en BueNovela. ¡Descarga y lee en cualquier momento!
Lee libros gratis en la app
Escanea el código para leer en la APP