El camino de regreso hacia la sala de piedra es más largo de lo que debería, no por la distancia, sino por el peso invisible que se asienta sobre mis hombros, como un manto que no elegí. Las ancianas me esperan en silencio, de pie, formando una hilera de sombras encorvadas, con túnicas oscuras que rozan el suelo y manos cruzadas sobre el vientre. El eco de mis pasos se quiebra contra el suelo frío mientras cruzo el umbral, y aunque ninguna habla de inmediato, sé que me han estado aguardando desde el instante en que dejé el bosque.
La más anciana, con la voz gastada pero cortante, rompe el silencio. —Has ignorado la primera regla. —No es un grito; es un golpe suave y certero, como la punta de una aguja penetrando la piel—. Cuando el fuego lunar despierta, la beta portadora debe permanecer en custodia, lejos de la influencia de otros betas. Sus ojos pálidos, casi translúcidos, me atraviesan con una frialdad que no necesita elevar la voz. Siento a las demás inclinarse hacia adelante, como aves rapaces evaluando el momento exacto para atacar. —No es un castigo —agrega otra, con manos que tiemblan apenas, aunque su dureza no cede—, es una protección. Tu poder no puede dispersarse… y menos ser entregado a quien no está preparado para contenerlo. —No soy una prisionera —respondo, sin levantar la voz, pero dejando que el filo de mis palabras se escuche en el aire. La tercera, de cabellos trenzados hasta la cintura, se apoya en su bastón como si fuera una extensión de su voluntad. —No es prisión, es resguardo. La luna no te dio este don para que lo pierdas en una sola noche. Las miro a las tres, tragando el impulso de apartar la vista. Por dentro, la imagen de Eiran se proyecta nítida, un recuerdo cálido que arde contra el frío de sus advertencias. —Puedes retirarte —dictamina la mayor, girando apenas el rostro, como si no necesitara verme para adivinar que no voy a obedecer. Me inclino lo justo para que no puedan acusarme de insolente y salgo al pasillo. Allí, el aire es más denso, cargado con el olor de la piedra vieja y la cera consumida… pero también con algo más, algo que reconozco incluso antes de verlo. Averis me espera apoyado contra el marco de una de las puertas laterales. La luz de las antorchas recorta su figura, marcando la línea ancha de sus hombros y la curva definida de su mandíbula. Sus brazos, cruzados sobre el pecho, no transmiten simple paciencia, sino una espera calculada. Cuando me acerco, descruza los brazos y se incorpora, su altura imponiéndose con una facilidad natural que no necesita amenaza. —Névara… —su voz es baja, grave, como si mi nombre se deslizara por el borde de un secreto—. Escúchame bien… hay cosas que, aunque desees, no te convienen ahora. Su mirada no se impone como una orden; me envuelve, cálida y peligrosa, con un interés que no se confiesa pero se siente. Avanza un paso, acortando la distancia, y su tono baja como si compartiera algo que sólo yo debería escuchar. —Mantente lejos de ese beta, por tu bien… y por lo que guardas dentro. La advertencia no suena a prohibición. Es más como una promesa envuelta en cuidado, aunque sus ojos oscuros brillan con un matiz que no es sólo preocupación. Su mano asciende, rozando un mechón suelto junto a mi rostro; sus dedos apenas lo tocan antes de dejarlo caer, como si ese gesto mínimo le bastara para reclamar un instante de mi atención. Asiento, inclinando apenas la cabeza, un gesto de respeto propio de una beta frente a un alfa. No digo nada, pero cuando él se aparta, sé que no he cedido. Dos días después, cuando el sol se retira y el pasillo se tiñe de sombras largas, vuelve a estar allí. Apoyado en el mismo marco, la penumbra le dibuja un perfil impecable: hombros firmes, cabello oscuro recogido, la quietud tensa de un depredador que decide cuándo moverse. Sus ojos, profundos y oscuros, me recorren con una lentitud que no es distracción, sino estudio. Se separa de la pared y avanza, sus pasos sonoros pero tranquilos, cada uno medido. —Parece que te adaptas bien a tu nueva vida —dice, y su voz, aunque baja, arrastra algo que vibra como una cuerda tensada. Me detengo frente a él. Averis inclina apenas la cabeza y se acerca lo suficiente para que el calor de su aliento roce mi piel. —Ahora que has despertado… deberías elegir con cuidado quién está cerca de ti —susurra, y la curva mínima en sus labios no es sonrisa, sino advertencia envuelta en deseo. Su mano sube, no para tocarme por completo, sino para apartar un mechón invisible, un gesto incompleto que, sin embargo, me eriza la piel como si lo hubiera hecho. —No todos sabrán cuidar lo que eres… pero yo sí podría hacerlo. La forma en que lo dice no es una oferta, sino una declaración. Sus palabras se sienten como terciopelo sobre un filo. Lo miro sin apartar la vista, aunque sé que mi instinto reconoce su peligro tanto como mi cuerpo reconoce su atracción. Él retira la mano y se aleja un paso, pero sus ojos permanecen fijos un segundo más, como si midieran la distancia que acabamos de crear. Yo sigo mi camino, pero en cuanto doblo la esquina y me aseguro de que no puede verme, cambio de rumbo. Las ancianas están ocupadas en la sala común, doblando mantos y preparando infusiones para la noche. Tengo apenas unos minutos antes de que noten mi ausencia. Paso junto a la cocina, finjo buscar agua, dejo caer una jarra que se estrella contra el suelo; el ruido llama a dos de ellas, y mientras se agachan a recoger los fragmentos, me deslizo hacia el corredor lateral que lleva al patio trasero. El portón pequeño, usado para la leña, está entornado. Lo empujo con cuidado, evitando el crujido de las bisagras. El aire fresco me golpea el rostro y corro, siguiendo el sendero que bordea el muro exterior. El bosque me recibe con su sombra cerrada. Conozco el camino hasta el claro del viejo roble; cada raíz parece guiarme. Al llegar, lo veo. Eiran está sentado sobre una roca, torso inclinado, manos entrelazadas. Al oírme, alza la cabeza y sus ojos grises se iluminan, borrando cualquier duda. —No pensé que vendrías después de… —Empieza, pero no termina. Me acerco; él toma mi mano y la lleva a su pecho, donde su corazón late con fuerza. —Te extrañé —susurra, atrayéndome hacia sí. Sus brazos me envuelven, cálidos, seguros. Me aparta apenas para mirarme; sus dedos recorren mi mejilla, bajan por mi cuello, y su pulgar se detiene en el hueco de mi clavícula, como si quisiera grabar mi forma. —Lo que pasó aquella noche… —murmura— no se ha ido. Su beso llega suave, pero enciende una corriente que se extiende por todo mi cuerpo. La energía que vibra dentro de mí responde a su contacto, no como fuego que quema, sino como un lazo que envuelve y eleva. En ese instante, sé que ninguna advertencia, ni siquiera en labios de Averis, podrá alejarme de él.