Durante tres largos años, Isabella entregó su fidelidad a Matías, el hombre que prometió amarla mientras él se dedicaba a sus estudios en Londres. Con el corazón lleno de esperanza, aguardó pacientemente su regreso, aferrándose a la promesa de un futuro juntos. Sin embargo, el destino tenía otros planes. El anhelado reencuentro desata un torbellino de emociones cuando Isabella descubre que el corazón de Matías ya no le pertenece; otra mujer ha ocupado su lugar. Con tan solo 19 años, Isabella se había comprometido a amar y esperar a Matías, pausando su propia vida en señal de lealtad. Renunció a fiestas, reuniones y nuevas experiencias, sacrificando su juventud en aras de un amor que creía eterno. Ahora, tras tres años de ausencia, Matías regresa dispuesto a retomar su vida, pero su corazón ya está cautivo. La devastadora noticia sume a Isabella en una profunda crisis de identidad. Desesperada por recuperar el amor perdido, se embarca en un peligroso camino de transformación, intentando convertirse en alguien que no es. En este proceso de autodestrucción y reinvención, Isabella se enfrenta a sus miedos y descubre facetas ocultas de su ser. A medida que se redescubre a sí misma, abrazando su verdadera personalidad, se abre a nuevas experiencias y sensaciones. Quizás, en este viaje de autodescubrimiento, Isabella encuentre un amor auténtico, un amor que la acepte y la valore tal como es.
Leer más—¿Qué estaría dispuesta a hacer por amor? —pense, sin tener la respuesta.
A las cuatro en punto ya estaba vestida. El chofer me esperaba abajo desde las tres y media, por si se ofrecía algo más, pero yo no necesitaba nada. Ya lo tenía todo encima: la ansiedad, la presión en el pecho, y el miedo a no ser suficiente después de tres años de espera. Llevaba un vestido azul medianoche, elegante pero discreto. La señora Teresa —la madre de Matías— me había enseñado que la elegancia no grita, susurra. Y yo aprendí a susurrar desde que ella tomó el rol de madre que la mía había dejado vacío cuando se fue a vivir a otro país. Desde entonces, la familia de Matías fue lo más parecido a un hogar. La casa de ellos, como siempre, era un retrato vivo de la perfección: los jardines recién podados, los escalones brillando, y los ventanales impecables, sin una sola huella. Una empleada abrió la puerta antes de que tocara el timbre. —Señorita Isabella, bienvenida. La señora Teresa la espera en el salón. El joven Matías aún no llega. Asentí sin responder. No era necesario. Ya no necesitaba hablar para encajar en esa casa. La señora Teresa estaba sentada en uno de los sillones de terciopelo, con las piernas cruzadas y una copa de agua con hielo en la mano. Lucía impecable, como siempre. No me sonrió al verme entrar, pero su rostro se suavizó un poco. —Isabella. Qué puntual. Como siempre —dijo, dejando la copa sobre la mesa de mármol—. Siéntate, querida. ¿Te ofrecieron algo? —Agua está bien, gracias —dije, ocupando el lugar donde me sentaba siempre. El que quedaba justo frente a ella, como una alumna frente a su maestra. La empleada trajo un vaso con limón y lo colocó con un pequeño gesto de cabeza. Silencio. Perfecto. Incomodo. —Imagino que estás emocionada… después de tanto tiempo —dijo Teresa, con tono neutro. No era una pregunta. Más bien una afirmación envuelta en juicio. —Sí, señora. Mucho. Lo he esperado con todo mi corazón. Ella me miró como si evaluara una pieza de porcelana. No estaba buscando ternura, sino grietas. —Solo recuerda, Isabella, que un hombre que regresa del extranjero viene distinto. Londres no es aquí. Y la medicina, menos. —Lo entiendo —contesté, aunque no estaba segura de qué significaba exactamente “distinto”. Solo quería que Matías me volviera a mirar como antes. Solo eso. —Es importante que mantengas la compostura —añadió—. No olvides lo que hemos trabajado todos estos años. Eres una mujer formada. No una niña ilusionada. Asentí, bajando la mirada. Tenía razón. Aunque por dentro yo solo quería correr y abrazarlo. Decirle que no había pasado un solo día sin pensarlo. Fue entonces cuando escuchamos el motor del auto. No me levanté de golpe. Me forcé a respirar con calma, a no parecer desesperada. Los años me habían entrenado en eso: controlar hasta el parpadeo. El padre de Matías apareció primero en el salón, con su calidez silenciosa y esa sonrisa sincera que siempre me hacía sentir bienvenida. —¡Mi Isa! —exclamó, abriéndome los brazos—. Por fin llega el hijo pródigo. ¿Estás lista para recibirlo? Me reí, más por nervios que por gracia. Él me abrazó fuerte, paternal. Y en ese abrazo, por un segundo, sentí que todo estaría bien. Pero entonces entró Matías. Y el aire cambió. No porque hiciera algo extraño. No. Solo se detuvo en la puerta. Miró alrededor. Me vio. Me sonrió. Una sonrisa tímida. Contenida. Como si no supiera si abrazarme o pedirme permiso para existir. Se acercó con paso lento, elegante como siempre, pero sin prisa. Yo me puse de pie, por supuesto. Quería correr a él, pero me quedé quieta. Esperando a que él hiciera el primer gesto. —Hola, Isa —dijo con esa voz que me había narrado tantas cartas en mi cabeza. —Hola, Matías —le respondí, y mis labios temblaron apenas. Se acercó. Me dio un beso en la mejilla. Ni largo ni corto. Políticamente exacto. Como si alguien más nos estuviera mirando. Y claro, su madre lo hacía. —Estás muy… guapa —murmuró. —Gracias. Tú también… Te ves muy bien. Se sentó a mi lado, pero sin acercarse demasiado. Sus piernas cruzadas. Sus manos unidas sobre las rodillas. Como si estuviera esperando su turno en alguna sala de hospital. —¿Cómo estuvo el vuelo, hijo? —preguntó su madre. —Largo. Dormí poco. Pero estoy bien. —Debiste pedir que te recogieran, no hay necesidad de usar taxis con lo que tenemos —añadió Teresa, con ese tono pasivo-agresivo que usaba como bisturí. —Quería llegar solo. Sentirme otra vez en casa. Sus ojos me buscaron un segundo. Pero fue solo eso: un vistazo. —¿Y Londres? —me atreví a preguntar. —Frío. Intenso. A veces… mucho. Pero aprendí. Cambié. "¿Cambiaste cómo?" Quise preguntar. Pero no lo hice. —¿Y tú, Isa? —me dijo él, cambiando el foco—. ¿Qué ha sido de tu vida? —Aquí, con tus padres. Trabajando. Esperando. Esa palabra —esperando— cayó con un peso enorme sobre la sala. Pero nadie la tocó. —¿Te parece si salimos a caminar un poco? Quiero aire —me dijo de pronto. —Claro. Como antes. La señora Teresa levantó una ceja, como quien no aprueba la espontaneidad. Pero no dijo nada. Nos levantamos. El chofer ya tenía el coche listo. Y mientras subíamos, yo solo pensaba en que lo tenía de nuevo frente a mí. Y que, aun así, lo sentía tan lejos como cuando estaba en Londres.Alejandro llegó puntual, como siempre. Traía puesta una camisa azul claro, las mangas arremangadas, el cabello revuelto. Su sonrisa me envolvió apenas bajé las escaleras. —Te ves preciosa —dijo con esa naturalidad que siempre me desarma. —Gracias —respondí, aunque sabía que no lo decía por cortesía. Alejandro no sabía decir nada que no sintiera. Nos subimos al coche. Durante el trayecto, él hablaba de cosas triviales: el tráfico, una operación complicada, una paciente que le regaló flores. Yo escuchaba sin escuchar, mi mirada perdida en las calles. Hasta que su tono cambió. —Isa… —dijo en voz baja—, ¿estás bien? Lo miré, fingiendo sorpresa. —¿Por qué lo preguntas? —Te noto distinta —respondió—. Desde hace unos días. Como si estuvieras… lejos. —No, no. Solo he estado cansada —mentí. —¿Cansada o preocupada? —insistió, con esa mirada suya que atraviesa defensas. Me mordí el labio, buscando una respuesta que no existía. —Un poco de las dos cosas —dije al fin. —¿Tiene que
Asentí, y noté que me faltaba el aire. La doctora me observó con una sonrisa tranquila. —No te preocupes —añadió—. Todo va a estar bien. Solo necesito que empieces con vitaminas prenatales, y sobre todo, que te cuides. Nada de estrés excesivo. Sonreí débilmente. Nada de estrés. Si supiera… —Gracias, doctora —dije al levantarme. —Y, Isabella… —agregó antes de que saliera—. No te castigues por sentir miedo. El miedo también es parte del proceso. Sus palabras me acompañaron hasta el pasillo. --- Rosa me esperaba afuera, en la cafetería del hospital, con una bandeja de jugo y pan tostado. —¿Cómo le fue, niña? —preguntó apenas me vio. Me senté frente a ella y respiré hondo. —Bien… dentro de todo. Dijo que estoy de cinco semanas. Rosa sonrió, y sus ojos brillaron con una emoción que no supe cómo recibir. —Cinco semanas… —repitió, como si saboreara la idea—. Ya es una vida ahí dentro. Me quedé mirándola, sin saber qué decir. Rosa me ofreció el jugo, y lo acepté. Tenía un sabor
Mi corazón dio un vuelco. —No —dije rápido—. Y no pienso hacerlo… al menos no ahora. —¿Por qué no? —Porque… —respiré hondo—, no es su responsabilidad. Y tampoco es justo. Él no tiene nada que ver con esto. Rosa asintió despacio. —Tal vez —dijo—. Pero si él la quiere, la va a querer igual. Con o sin este bebé. La idea me pareció demasiado grande, demasiado lejana. —No lo sé —murmuré—. No quiero perderlo. —Y si es el hombre correcto, no lo perderá —respondió Rosa con una serenidad que me desarmó. Me quedé en silencio, con la mirada fija en un punto de la mesa. Pensaba en Alejandro: en su voz suave, en su risa, en su manera de mirarme como si realmente me viera. En cómo me hizo sentir viva de nuevo. ¿Cómo le diría que estaba embarazada de otro hombre? ¿Cómo podría mirarlo a los ojos y no sentir vergüenza? —Quizás lo mejor es que me concentre en esto primero —dije, acariciándome inconscientemente el vientre—. En… aceptar lo que está pasando. —Eso es lo más sabio que puede hacer
Nunca había sentido tanto silencio como el que llenó la cocina después de pronunciar esas palabras. Estoy embarazada. Apenas las dije, su eco pareció quedarse suspendido en el aire, mezclándose con el aroma del café que se enfriaba y el leve sonido del reloj marcando los segundos. Rosa me miraba sin decir nada, con los ojos abiertos de par en par y la mano temblorosa aún sosteniendo el paño de cocina. Yo no podía mirarla. Tenía los ojos fijos en la taza que tenía frente a mí, viendo cómo el vapor se disolvía lentamente. El corazón me latía tan fuerte que sentía que se me iba a salir por la garganta. Era como si todo lo que había estado conteniendo dentro de mí durante días hubiera estallado al fin, y ahora no supiera cómo recoger los pedazos. Rosa fue la primera en moverse. Dejó el paño sobre la mesa, rodeó el mueble despacio y se acercó hasta mí. Me puso una mano suave sobre el hombro, sin decir nada todavía. Su tacto fue tan cálido, tan humano, que me rompí. Lloré. Lloré como
La noche anterior no había dormido bien. Apenas concilié unas horas de sueño, entrecortadas, con pesadillas que no recordaba del todo pero que me dejaban el cuerpo tenso y un peso en el pecho. Cuando abrí los ojos, la luz suave del amanecer se filtraba por las cortinas de mi habitación, bañando de tonos dorados la alfombra y los muebles, como si todo estuviera tranquilo. Pero dentro de mí, nada lo estaba.La palabra seguía resonando, clavada en mi mente como un eco imposible de silenciar: embarazada.Había despertado varias veces en la madrugada, llevándome instintivamente las manos al vientre plano, preguntándome si de verdad era posible que ahí, dentro de mí, estuviera creciendo algo. Alguien. Una vida. El hijo de Matías.El nombre me estremecía. Matías. Era inevitable que, junto con él, vinieran las imágenes que más había intentado enterrar en mi memoria. Su mirada fría, el desprecio en sus palabras, la manera en que me reducía con silencios cargados de juicio. Y, sob
La idea de estar embarazada se había instalado en mi cabeza como un murmullo constante, imposible de callar. Cada vez que cerraba los ojos, lo escuchaba. Cada vez que mi cuerpo me mandaba señales extrañas —el mareo repentino, el cansancio que me doblaba, la sensibilidad que me hacía llorar por cualquier cosa—, el murmullo se volvía un grito.Pero la certeza me daba miedo. Me paralizaba la idea de confirmarlo. Y sobre todo, me aterraba la soledad de enfrentarme a esa verdad.Pensé en quién podría acompañarme. Santiago apareció en mi mente por un instante, pero lo descarté enseguida: él tenía a una chica con la que salía, y sería cruel ponerlo en medio de algo tan íntimo. Entonces pensé en Ana. Ella había estado ahí cuando nadie más. Su ternura, su manera de escuchar sin juzgar… era justo lo que necesitaba.Me armé de valor y fui al refugio. El aire olía a jabón y a pan recién hecho, mezclado con ese perfume indefinible de perros y gatos, un aroma que, curiosamente, se sen
Último capítulo