Cuando el amor no basta

Cuando el amor no bastaES

Romance
Última actualización: 2025-08-22
Mayte  Recién actualizado
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Resumen
Índice

Durante tres largos años, Isabella entregó su fidelidad a Matías, el hombre que prometió amarla mientras él se dedicaba a sus estudios en Londres. Con el corazón lleno de esperanza, aguardó pacientemente su regreso, aferrándose a la promesa de un futuro juntos. Sin embargo, el destino tenía otros planes. El anhelado reencuentro desata un torbellino de emociones cuando Isabella descubre que el corazón de Matías ya no le pertenece; otra mujer ha ocupado su lugar. Con tan solo 19 años, Isabella se había comprometido a amar y esperar a Matías, pausando su propia vida en señal de lealtad. Renunció a fiestas, reuniones y nuevas experiencias, sacrificando su juventud en aras de un amor que creía eterno. Ahora, tras tres años de ausencia, Matías regresa dispuesto a retomar su vida, pero su corazón ya está cautivo. La devastadora noticia sume a Isabella en una profunda crisis de identidad. Desesperada por recuperar el amor perdido, se embarca en un peligroso camino de transformación, intentando convertirse en alguien que no es. En este proceso de autodestrucción y reinvención, Isabella se enfrenta a sus miedos y descubre facetas ocultas de su ser. A medida que se redescubre a sí misma, abrazando su verdadera personalidad, se abre a nuevas experiencias y sensaciones. Quizás, en este viaje de autodescubrimiento, Isabella encuentre un amor auténtico, un amor que la acepte y la valore tal como es.

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Capítulo 1

Capítulo 1

—¿Qué estaría dispuesta a hacer por amor? —pense, sin tener la respuesta.

A las cuatro en punto ya estaba vestida. El chofer me esperaba abajo desde las tres y media, por si se ofrecía algo más, pero yo no necesitaba nada. Ya lo tenía todo encima: la ansiedad, la presión en el pecho, y el miedo a no ser suficiente después de tres años de espera.

Llevaba un vestido azul medianoche, elegante pero discreto. La señora Teresa —la madre de Matías— me había enseñado que la elegancia no grita, susurra. Y yo aprendí a susurrar desde que ella tomó el rol de madre que la mía había dejado vacío cuando se fue a vivir a otro país. Desde entonces, la familia de Matías fue lo más parecido a un hogar.

La casa de ellos, como siempre, era un retrato vivo de la perfección: los jardines recién podados, los escalones brillando, y los ventanales impecables, sin una sola huella. Una empleada abrió la puerta antes de que tocara el timbre.

—Señorita Isabella, bienvenida. La señora Teresa la espera en el salón. El joven Matías aún no llega.

Asentí sin responder. No era necesario. Ya no necesitaba hablar para encajar en esa casa.

La señora Teresa estaba sentada en uno de los sillones de terciopelo, con las piernas cruzadas y una copa de agua con hielo en la mano. Lucía impecable, como siempre. No me sonrió al verme entrar, pero su rostro se suavizó un poco.

—Isabella. Qué puntual. Como siempre —dijo, dejando la copa sobre la mesa de mármol—. Siéntate, querida. ¿Te ofrecieron algo?

—Agua está bien, gracias —dije, ocupando el lugar donde me sentaba siempre. El que quedaba justo frente a ella, como una alumna frente a su maestra.

La empleada trajo un vaso con limón y lo colocó con un pequeño gesto de cabeza. Silencio. Perfecto. Incomodo.

—Imagino que estás emocionada… después de tanto tiempo —dijo Teresa, con tono neutro. No era una pregunta. Más bien una afirmación envuelta en juicio.

—Sí, señora. Mucho. Lo he esperado con todo mi corazón.

Ella me miró como si evaluara una pieza de porcelana. No estaba buscando ternura, sino grietas.

—Solo recuerda, Isabella, que un hombre que regresa del extranjero viene distinto. Londres no es aquí. Y la medicina, menos.

—Lo entiendo —contesté, aunque no estaba segura de qué significaba exactamente “distinto”. Solo quería que Matías me volviera a mirar como antes. Solo eso.

—Es importante que mantengas la compostura —añadió—. No olvides lo que hemos trabajado todos estos años. Eres una mujer formada. No una niña ilusionada.

Asentí, bajando la mirada. Tenía razón. Aunque por dentro yo solo quería correr y abrazarlo. Decirle que no había pasado un solo día sin pensarlo.

Fue entonces cuando escuchamos el motor del auto.

No me levanté de golpe. Me forcé a respirar con calma, a no parecer desesperada. Los años me habían entrenado en eso: controlar hasta el parpadeo. El padre de Matías apareció primero en el salón, con su calidez silenciosa y esa sonrisa sincera que siempre me hacía sentir bienvenida.

—¡Mi Isa! —exclamó, abriéndome los brazos—. Por fin llega el hijo pródigo. ¿Estás lista para recibirlo?

Me reí, más por nervios que por gracia. Él me abrazó fuerte, paternal. Y en ese abrazo, por un segundo, sentí que todo estaría bien.

Pero entonces entró Matías.

Y el aire cambió.

No porque hiciera algo extraño. No. Solo se detuvo en la puerta. Miró alrededor. Me vio. Me sonrió. Una sonrisa tímida. Contenida. Como si no supiera si abrazarme o pedirme permiso para existir.

Se acercó con paso lento, elegante como siempre, pero sin prisa. Yo me puse de pie, por supuesto. Quería correr a él, pero me quedé quieta. Esperando a que él hiciera el primer gesto.

—Hola, Isa —dijo con esa voz que me había narrado tantas cartas en mi cabeza.

—Hola, Matías —le respondí, y mis labios temblaron apenas.

Se acercó. Me dio un beso en la mejilla. Ni largo ni corto. Políticamente exacto. Como si alguien más nos estuviera mirando.

Y claro, su madre lo hacía.

—Estás muy… guapa —murmuró.

—Gracias. Tú también… Te ves muy bien.

Se sentó a mi lado, pero sin acercarse demasiado. Sus piernas cruzadas. Sus manos unidas sobre las rodillas. Como si estuviera esperando su turno en alguna sala de hospital.

—¿Cómo estuvo el vuelo, hijo? —preguntó su madre.

—Largo. Dormí poco. Pero estoy bien.

—Debiste pedir que te recogieran, no hay necesidad de usar taxis con lo que tenemos —añadió Teresa, con ese tono pasivo-agresivo que usaba como bisturí.

—Quería llegar solo. Sentirme otra vez en casa.

Sus ojos me buscaron un segundo. Pero fue solo eso: un vistazo.

—¿Y Londres? —me atreví a preguntar.

—Frío. Intenso. A veces… mucho. Pero aprendí. Cambié.

"¿Cambiaste cómo?" Quise preguntar. Pero no lo hice.

—¿Y tú, Isa? —me dijo él, cambiando el foco—. ¿Qué ha sido de tu vida?

—Aquí, con tus padres. Trabajando. Esperando.

Esa palabra —esperando— cayó con un peso enorme sobre la sala. Pero nadie la tocó.

—¿Te parece si salimos a caminar un poco? Quiero aire —me dijo de pronto.

—Claro. Como antes.

La señora Teresa levantó una ceja, como quien no aprueba la espontaneidad. Pero no dijo nada.

Nos levantamos. El chofer ya tenía el coche listo.

Y mientras subíamos, yo solo pensaba en que lo tenía de nuevo frente a mí.

Y que, aun así, lo sentía tan lejos como cuando estaba en Londres.

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