Los días sin Matías se hicieron eternos. La primera noche después de su partida apenas pude dormir, y las que siguieron no fueron mejores. La casa parecía un mausoleo: demasiado grande, demasiado silenciosa, con paredes que repetían mi nombre como si me recordaran que estaba sola. No había risas, no había pasos familiares, solo mi respiración agitada en la oscuridad.
Cada mañana despertaba con la esperanza absurda de recibir un mensaje de él, y cada vez que la pantalla de mi teléfono permanecía en blanco, sentía que algo dentro de mí se rompía. Caminaba por mi habitación sin rumbo, abriendo las cortinas solo para cerrarlas enseguida, incapaz de enfrentar un mundo que continuaba su marcha sin esperarme.
Y sin embargo, había un nombre que no me dejaba en paz: Sarah.
No sabía de dónde surgía exactamente esa fijación, pero desde que escuché aquel comentario, desde esa mención casi inocente que cruzó la conversación con Matías, supe que ese nombre no era cualquiera. Sonaba con demasiada su