Capítulo 4

El cielo estaba de ese azul limpio que solo aparece después de la lluvia. Las calles, todavía húmedas, reflejaban la luz del atardecer como si todo estuviera barnizado en oro. Caminábamos sin rumbo fijo, con los abrigos ligeros abiertos y las manos en los bolsillos. Yo trataba de disfrutar el momento; de decirme a mí misma que todavía podía haber instantes sencillos con Matías.

Habíamos pasado por una pequeña librería, una de esas que tienen más aroma a café que a papel, y él había insistido en entrar. Yo lo seguí, recordando las veces que solíamos escaparnos a lugares así cuando éramos adolescentes, robando minutos antes de que la madre de Matías nos marcara el horario.

Mientras él hojeaba un libro de tapa dura, yo me quedé observando su perfil. Tenía ese gesto concentrado que tanto me gustaba, con el ceño levemente fruncido y los labios apenas apretados. Por un segundo, el tiempo se dobló sobre sí mismo y lo vi como cuando tenía diecinueve años, antes de Londres, antes de… lo que fuera que nos estaba pasando ahora.

Salimos con un par de libros bajo el brazo. Yo llevaba uno de poesía, él uno de medicina que, según dijo, había estado buscando desde hacía meses. Decidimos caminar un poco más, aprovechando que el aire estaba fresco.

—Extrañaba esto —dije, sin mirarlo, como si las palabras pudieran volar y no dejarme expuesta.

—¿El qué? —preguntó.

—Caminar contigo. Sin prisa. Sin que nadie nos esté esperando.

Él sonrió apenas, pero no dijo nada. Ese “no dijo nada” pesó más que cualquier respuesta. Sentí un pequeño vacío en el pecho, como si me hubiera apoyado contra una pared que no estaba ahí.

Seguimos andando hasta encontrar una cafetería en una esquina. Tenía una terraza cubierta por una enredadera, y el aroma a pan recién horneado se escapaba por la puerta abierta. Nos sentamos en una mesa junto a la baranda, con vista a la calle.

La conversación era ligera, casi superficial. Él hablaba de un profesor en Londres que lo había inspirado mucho; yo le contaba de un libro que había leído mientras él estaba lejos. Intentaba no tocar el tema de nuestra relación, como si mencionar la fragilidad que sentía pudiera romperla de golpe.

Fue entonces cuando sonó su teléfono. El brillo en sus ojos cambió al mirar la pantalla. Era como si una luz distinta, más cálida y viva, se encendiera en él.

—¿Quién es? —pregunté, intentando sonar casual.

—Ah, Sarah —respondió, mientras sus dedos se movían rápidos sobre la pantalla—. Una amiga de Londres.

“Sarah”. El nombre cayó en mi mente como una piedra en un estanque, levantando olas que no supe contener. Tragué saliva, sintiendo que mi corazón se apretaba.

—¿Una amiga? —repetí, como para confirmar, o quizás para darle la oportunidad de ampliar su respuesta.

—Sí, estudiamos juntos. Es muy divertida. Siempre está enviando tonterías —dijo, y dejó el teléfono boca abajo sobre la mesa, como si el gesto lo eximiera de cualquier sospecha.

Forcé una sonrisa. No quería ser la mujer celosa que imagina cosas. No quería que él viera el temblor que se me estaba instalando en las manos.

—Debe ser bueno tener amigos allá —dije, fingiendo interés.

—Sí, claro. Me ayudaron mucho a adaptarme.

Volvió a mirarme, y en su mirada había afecto… pero no el mismo de antes. Era un afecto templado, medido, como si no quisiera dar más de lo necesario.

La camarera llegó con nuestras tazas de café y una cesta pequeña de galletas. El vapor que se escapaba de mi taza me empañó los lentes un instante, y aproveché para apartar la vista y respirar hondo. El nombre de Sarah seguía repitiéndose en mi mente, una y otra vez, como un eco que no se apagaba.

Mientras él hablaba de un proyecto que había dejado pendiente en Londres, yo lo miraba y me preguntaba si ese brillo en sus ojos era por mí o si, en realidad, nunca había desaparecido… solo que ahora estaba dirigido a otra persona.

Recordé, sin querer, las noches en que me quedaba sola en la enorme casa mientras él estaba lejos. Las cenas con sus padres, el silencio de mi propia habitación. Me había aferrado a la idea de que, al volver, él traería consigo la misma pasión con la que me había prometido que me amaba.

Pero ahí estaba, a pocos centímetros, sonriendo de manera diferente… por un mensaje de Sarah.

No dije nada más. Me dediqué a observar cómo el cielo se teñía de naranja y luego de violeta, mientras el café se enfriaba entre mis manos.

Él parecía relajado, como si nada hubiera pasado. Yo, en cambio, sentía que había cruzado una línea invisible.

Al salir de la cafetería, él me tomó de la mano. La calidez de sus dedos todavía me resultaba familiar, pero ya no me envolvía como antes. Ahora, esa calidez parecía prestada, temporal.

Caminamos un rato más en silencio. Cada paso me pesaba, como si estuviera caminando en contra de un viento que solo yo podía sentir.

Cuando nos despedimos frente a mi casa, me dio un beso en la mejilla. Un beso correcto, educado. Demasiado correcto para dos personas que, en teoría, estaban comprometidas.

Entré y cerré la puerta despacio, como si pudiera así contener todo lo que empezaba a romperse dentro de mí.

Esa noche, al acostarme, repetí el nombre en mi mente: Sarah.

No sabía quién era realmente. Pero algo en mi instinto me decía que, desde hoy, nada volvería a ser igual.

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Después de despedirnos, entré a casa con el corazón encogido. Cerré la puerta y me quedé apoyada unos segundos, respirando profundo para no dejar que las lágrimas escaparan. Me tumbé en mi cama y cerré los ojos, dejando que la memoria me llevara atrás, a ese instante que parecía tan lejano y tan vivo a la vez.

Recuerdo el jardín iluminado por miles de pequeñas luces doradas. La noche estaba fresca y silenciosa. Matías me tomó la mano, se arrodilló frente a mí, y con una voz tan llena de amor que parecía imposible de romper, me pidió que fuera su esposa.

El anillo, brillante y delicado, deslizó sobre mi dedo como si sellara un pacto eterno. No hubo palabras, solo lágrimas que caían mientras sus brazos me sostenían. En ese momento, creí que el mundo se reducía a nosotros dos, que nada podría cambiarnos ni alejarnos.

Y ahora, mientras siento el frío de esta noche y la distancia que crece entre nosotros, entiendo que ese pacto era solo el comienzo de una historia mucho más complicada.

Porque el amor, a veces, no basta.

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