Volví a mi habitación con el eco de las palabras de la madre de Matías martillándome en la cabeza: “Él ya debió haberte contado, querida”. La frase era tan sencilla, tan cargada de naturalidad, y sin embargo, me atravesó como un cuchillo. Porque yo no sabía nada. No tenía idea de que Matías había regresado a Londres, ni del motivo, ni del tiempo que pensaba quedarse allá. Esa certeza me envolvió en una mezcla de vergüenza y enojo: ¿cómo era posible que todos supieran menos yo?
El chofer me dejó en casa, y la mansión me pareció más fría que nunca. Abrí la puerta y me recibió un silencio sepulcral, apenas interrumpido por los pasos lejanos de Clara, la ama de llaves, que me saludó con un gesto suave. No quise conversación alguna. Subí de inmediato las escaleras y me encerré en mi habitación.
La soledad del cuarto me golpeó con fuerza. Allí estaban los mismos muebles elegantes, los mismos perfumes en la cómoda, las mismas cortinas pesadas que me protegían de la luz… pero todo parecía d