Capítulo 2

El auto se detuvo frente al parque de siempre, ese donde alguna vez corrimos bajo la lluvia, donde me pidió perdón por primera vez, donde me prometió que nunca me dejaría sola.

No había cambiado nada. O quizás sí, pero yo lo miraba con los mismos ojos con los que solía mirarlo todo: con esperanza.

Matías bajó del coche primero. No me ofreció la mano, pero me esperó. Caminar a su lado era todavía natural. Teníamos la misma altura de paso, el mismo ritmo de cuerpo. Pero no la misma energía.

—¿Recuerdas cuando nos perdimos aquí una tarde? —le dije, buscando una grieta en su calma.

—Claro —respondió sin reír—. Terminamos sentados en esa fuente por horas.

Me miró de reojo y sonrió, pero era una sonrisa que no me incluía. Como si recordara una historia ajena. Como si ya no le perteneciera.

—¿Y recuerdas que fue aquí donde me diste la noticia de Londres? —añadí.

—Sí… estabas tan emocionada que lloraste y reíste al mismo tiempo. Pensé que te desmayarías.

—Y tú estabas nervioso —le dije—. Me diste esa carta doblada en cuatro, escrita con tinta azul. Todavía la guardo.

Él no respondió de inmediato. Su silencio duró apenas segundos, pero para mí fueron como una gota resbalando lenta por una ventana. Finalmente, dijo:

—Eras muy dulce, Isa.

“Eras.”

Esa palabra me perforó. Pasado. Como si hubiera dejado de serlo. Como si ya no estuviera hecha de la misma ternura. Como si el tiempo, o él, me hubieran endurecido.

Seguimos caminando entre los árboles. Las hojas secas crujían bajo nuestros pies. El atardecer pintaba el cielo con tonos dorados que alguna vez habrían sido románticos. Ahora solo eran lejanos.

—¿Cómo fue tu vida allá? —le pregunté.

—Agitada. Inmersiva. Londres no te deja espacio para detenerte.

—¿Y tuviste tiempo para ti? ¿Para… amigos?

—Claro —dijo, y por primera vez lo vi evadirme con la mirada—. Conocí gente increíble.

—¿Alguien en particular?

Lo pregunté con voz firme, sin temblor. Como quien quiere saber, pero no morir con la respuesta.

Matías se detuvo. Miró hacia el lago. Las luces del sol se reflejaban en el agua como si el tiempo se quebrara.

—Isa… no vine a hacerte daño.

—No te estoy pidiendo eso. Solo quiero saber a quién quiero recuperar.

No me miró. Solo suspiró.

Y entonces sonó su teléfono.

Una vibración sorda en su abrigo. Lo sacó con rapidez, miró la pantalla y la bloqueó casi al instante. Pero yo vi el nombre. Corto. Ligero. Casi invisible.

Sarah.

No dije nada. No fruncí el ceño. No me volví. Solo tragué saliva.

Y de pronto lo entendí todo.

No era el cambio en su voz.

Ni la ausencia de ternura.

Ni siquiera la forma en que evitaba tocarme.

Era ese nombre.

Pequeño.

Silencioso.

Pero brutal.

—¿Sarah? —pregunté sin suavidad.

—Es solo una amiga.

Su respuesta fue automática. Pero Matías nunca mentía así de rápido. Y eso me dolió más.

—Claro —dije, volviendo a caminar. No quería parecer débil. No allí. No todavía.

Él me siguió sin decir más. Caminamos un tramo largo en silencio. Cada paso era un roce con una versión antigua de nosotros. Pero ahora todo sonaba hueco.

—¿Me extrañaste, Matías?

La pregunta se me escapó sin permiso.

Él tardó en responder.

—Sí. Pero también aprendí a estar sin ti.

Frialdad. Honestidad. Una puñalada elegante.

Yo bajé la mirada y seguí. Había esperado ese momento por años. Lo había imaginado con abrazos, besos, lágrimas de reencuentro.

Pero nunca lo pensé como esto:

Dos personas ricas, bien vestidas, caminando como extraños por un parque que ya no les pertenecía.

—¿Isa?

—¿Sí?

—Te ves fuerte. Distinta.

No supe si era halago o advertencia.

—¿Eso es bueno?

—Supongo que sí —respondió—. Pero me cuesta reconocerte.

“Yo también me cuesta”, pensé.

Nos sentamos en una banca de piedra. Él apoyó los codos en las rodillas. Yo me senté recta, como me enseñó su madre. Como se sienta una dama de sociedad.

—¿Y qué va a pasar ahora? —le pregunté.

—No lo sé.

—¿Vas a quedarte?

—Un tiempo.

—¿Y ella?

No dijo nada.

El silencio fue su respuesta.

Y yo lo entendí. Por primera vez, lo entendí.

No me había estado esperando.

Nunca fue un “nosotros” que se pausó.

Fue un “yo” que quedó atrás.

Y un “él” que siguió adelante.

La brisa me despeinó apenas. Me llevé una mano al rostro. Tenía los ojos secos.

No porque no doliera.

Sino porque aún no me permitía romperme.

—¿Quieres volver ya? —me dijo él.

—Sí —respondí.

Aunque lo que quería era irme sola.

Correr.

Llorar.

Gritar.

Pero todavía no.

Todavía me quedaba una esperanza tonta, escondida entre los pliegues del vestido. Una que decía: “Quizás solo está confundido. Quizás…”

Pero Sarah ya había aparecido.

Aunque él no lo dijera.

Aunque no la nombrara otra vez.

Y yo…

yo ya empezaba a saber lo que significaba perderlo.

Pero...

¿Sería así de fácil?

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