La noche se deslizó silenciosa sobre la ciudad, cubriendo las calles con un velo oscuro que parecía absorber todos los ruidos. Desde mi ventana, las luces lejanas titilaban como estrellas artificiales, pero ninguna lograba distraerme de la sensación que llevaba horas creciendo en mi pecho. Era como un susurro que no quería escuchar, una punzada sutil que me recordaba que Matías estaba, de alguna forma, lejos… aunque estuviera aquí.
Me dejé caer sobre la cama, abrazando una almohada como si pudiera exprimirle un poco de consuelo. El perfume tenue de la lavanda que la mucama siempre dejaba en las sábanas me envolvía, pero no calmaba la inquietud que me revolvía por dentro. Tenía la sensación de que, en algún lugar entre sus gestos y sus palabras, había empezado a aparecer un espacio vacío que antes no existía. Matías siempre había sido mi certeza, mi refugio… ¿o al menos así lo recordaba? Ahora, en cambio, todo parecía distinto. Sus miradas ya no me retenían como antes. Sus silencios, que antes eran cómodos, ahora pesaban. Y yo, como una tonta, empezaba a preguntarme si ese cambio tenía nombre… o rostro. Me aferré al pensamiento de que tal vez exageraba. Tal vez era solo mi imaginación, mi inseguridad mordisqueando lo poco que quedaba de mi tranquilidad. Pero en lo profundo, una dulcera sospecha crecía, tibia y amarga, como un caramelo que se derrite lentamente en la boca, dejándote un sabor que no puedes decidir si amas u odias. Cerré los ojos, intentando huir del presente, y lo primero que llegó fue un recuerdo. Tenía dieciséis años cuando mis padres se fueron al extranjero. Recuerdo el día exacto: el cielo estaba limpio, pero en mi mundo caía una tormenta. Ellos no lloraron; yo sí. Me dejaron en manos del personal de la casa, prometiendo que volverían pronto, pero ese “pronto” se convirtió en un eco vacío. Los pasillos de mi hogar se hicieron más grandes, más fríos. Yo, más pequeña. Fue entonces cuando conocí a Matías. Lo vi por primera vez en un evento de sociedad, uno de esos donde todos llevan sonrisas ensayadas y copas de cristal que tintinean con champagne. Él no parecía un extraño para mí; no sé si fue su manera de mirarme, directa y sin prisa, o el modo en que escuchaba cuando hablaba, como si cada palabra fuera importante. Esa noche, por primera vez en mucho tiempo, dejé de sentirme invisible. Matías me salvó sin siquiera saberlo. Llenó mis días con mensajes, llamadas y paseos improvisados. Me enseñó que el silencio no siempre era abandono. Cuando estaba con él, sentía que pertenecía a algún lugar, que mi soledad ya no era una condena. Mis labios esbozaron una sonrisa débil al recordar otro momento… el más brillante de todos. A los dieciocho, me llevó a un jardín privado que pertenecía a sus padres. Estaba iluminado por pequeñas luces doradas que colgaban entre los árboles, como si las estrellas hubieran decidido bajar solo para nosotros. Me pidió que cerrara los ojos y, cuando los abrí, estaba arrodillado con una caja pequeña en la mano. —Isabella —dijo, con esa voz firme que siempre me hacía sentir segura—, quiero que seas mi esposa. No recuerdo haber respondido con palabras. Mis lágrimas contestaron por mí. Salté a sus brazos, y en ese instante juré que nunca habría otra historia para mí que no fuera la nuestra. Creí que ese anillo era un pacto inviolable, una promesa que nada podría romper. Abrí los ojos de nuevo, de vuelta a mi habitación, y el techo blanco me devolvió una verdad cruel: esas promesas no siempre sobreviven intactas. Hace unos días, en nuestra caminata, había algo distinto en él. Lo sentí en la forma en que su mano rozó la mía pero no la sostuvo. En cómo su risa se apagaba rápido, como si estuviera pensando en otra cosa… o en otra persona. Y aunque él no dijo nada, hubo un momento, breve pero cortante, en que vi un destello en su mirada al mirar el teléfono. Como si ese aparato llevara un secreto que yo no estaba invitada a conocer. No sé si ese secreto tiene nombre. Tal vez sí. Tal vez es esa Sarah de la que escuché mencionar una vez, tan al pasar que parecía casual. Pero nada es realmente casual cuando se trata de los silencios de un hombre. Me giré en la cama, buscando una posición que calmara el nudo en mi estómago. Afuera, un coche pasó con música lejana. Dentro, mi corazón golpeaba con un ritmo incómodo. Me odiaba un poco por empezar a imaginar cosas, por sentir que la batalla que alguna vez gané —la de ser suya— estaba perdiendo fuerza. Acaricié el anillo de compromiso que todavía llevaba. Me quedé mirándolo bajo la luz tenue de la lámpara. Recordé cómo brillaba esa noche en el jardín, reflejando nuestras risas. Ahora, su brillo parecía otro, como si me devolviera preguntas en vez de respuestas. Quise llorar, pero las lágrimas no vinieron. En su lugar, sentí una especie de vacío denso, como si todo mi cuerpo estuviera lleno de algo invisible y pesado. Me pregunté si Matías, en su cama, pensaba en mí o si ese pensamiento ya se compartía con alguien más. Me prometí que no iba a adelantarme, que no iba a acusarlo de nada… aún. Pero esa promesa me sonó débil incluso a mí. Porque en el fondo, sé que una mujer siempre percibe cuando algo se rompe. Aunque sea en silencio. Cerré los ojos y traté de aferrarme a los recuerdos felices, como si así pudiera mantenerlo cerca. La primera vez que me dijo “te amo”. Las cartas que me enviaba desde Londres. Las noches en las que me esperaba en la puerta de mi casa solo para darme un beso antes de irse. Pero cada recuerdo se mezclaba con esta sensación presente, como una tinta negra que se expande en agua clara. No sé cuándo empecé a tener miedo. Tal vez esta noche. Tal vez hace semanas. Lo único que sé es que la Isabella que creía en promesas eternas ya no estaba tan segura. Y, aunque me duela admitirlo, esta noche me enseñó que a veces el enemigo más peligroso de un amor no es la distancia… sino la cercanía disfrazada.