La noche se deslizó silenciosa sobre la ciudad, cubriendo las calles con un velo oscuro que parecía absorber todos los ruidos. Desde mi ventana, las luces lejanas titilaban como estrellas artificiales, pero ninguna lograba distraerme de la sensación que llevaba horas creciendo en mi pecho. Era como un susurro que no quería escuchar, una punzada sutil que me recordaba que Matías estaba, de alguna forma, lejos… aunque estuviera aquí. Me dejé caer sobre la cama, abrazando una almohada como si pudiera exprimirle un poco de consuelo. El perfume tenue de la lavanda que la mucama siempre dejaba en las sábanas me envolvía, pero no calmaba la inquietud que me revolvía por dentro. Tenía la sensación de que, en algún lugar entre sus gestos y sus palabras, había empezado a aparecer un espacio vacío que antes no existía. Matías siempre había sido mi certeza, mi refugio… ¿o al menos así lo recordaba? Ahora, en cambio, todo parecía distinto. Sus miradas ya no me retenían como antes. Sus silencios,
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