Capítulo 5

La noche se había convertido en mi enemiga.

Las primeras horas, cuando la ciudad apagaba su bullicio, me parecían eternas. La oscuridad se colaba en mi habitación como un espejo de lo que sentía: una sombra que lo envolvía todo, que se extendía en mi pecho y me recordaba que Matías no estaba.

Desde aquella última noche juntos, en la que lo vi distraído, lejano, ausente incluso en mis brazos, no había vuelto a saber de él. Ni un mensaje, ni una llamada. Nada.

El silencio era tan brutal que parecía hablarme más fuerte que cualquier palabra.

Me descubrí a mí misma revisando el teléfono una y otra vez, como si en algún momento pudiera iluminarse con su nombre. Dejaba la pantalla encendida en la mesa de noche, observando cómo los minutos corrían y el vacío se hacía cada vez más denso.

Pero no había respuesta.

El día tampoco era distinto. Caminaba por la casa, intentando distraerme con cualquier cosa, pero todo me lo recordaba. La taza de café que compartíamos en las mañanas; el libro que me había recomendado y que seguía esperándome en la repisa; la pulsera de oro que me regaló antes de partir a Londres años atrás, símbolo de un compromiso que ahora parecía oxidarse con mi llanto.

La espera comenzó a descomponerme. No era solo la falta de contacto, sino el peso de lo que significaba: él estaba eligiendo no buscarme. Estaba eligiendo no estar.

Y yo, como una niña abandonada, volvía a sentir el mismo vacío que me atravesó a los dieciséis años, cuando mis padres se marcharon dejándome bajo el cuidado de otros. El eco de esa soledad, de esas noches en las que lloraba en silencio para que el personal de la casa no me escuchara, regresaba con más fuerza ahora.

Entonces, Matías había sido mi salvación.

Lo recordaba claramente. Tenía diecisiete años, cuando él apareció en ese vacío. Llegaba con una sonrisa segura, con promesas de que yo nunca estaría sola mientras él existiera. Y yo le creí. Le di mi confianza, mi fe entera. Con él me sentí vista, querida, protegida. Matías había sido mi refugio cuando todo lo demás me falló.

Ahora, sin embargo, parecía que aquel mismo refugio me había cerrado la puerta.

Las noches eran crueles. Cerraba los ojos y lo imaginaba respondiendo mis mensajes, sonriendo al leerme, como hacía antes. A veces incluso soñaba con él: aparecía en mi habitación, me tomaba de la mano y me decía que todo estaba bien, que no me preocupara. Pero al despertar, la cama vacía me devolvía a la verdad.

El silencio de Matías no era inocente. Era una ausencia cargada de un mensaje que yo me negaba a aceptar: él no quería estar conmigo.

Me debatía entre dos impulsos: escribirle de nuevo, insistir hasta arrancarle una respuesta, o callar y conservar la poca dignidad que me quedaba. Pero el amor no conoce de dignidad, y más de una vez me encontré redactando largos mensajes, borrándolos antes de enviarlos, leyendo una y otra vez lo último que habíamos compartido, buscando en sus palabras alguna pista de lo que había cambiado.

Recorría las cartas antiguas que me escribió desde Londres. Palabras que en su momento me habían dado vida. “Eres mi hogar”, me había dicho en una de ellas. Yo abrazaba esa frase como un amuleto, convencida de que aún debía significar algo.

¿Pero qué clase de hogar se abandona sin avisar?

Los días pasaban lentos, cada minuto un recordatorio de que él no estaba. La ausencia se volvía palpable, como si habitara conmigo en la casa. Era un huésped cruel que me robaba el sueño, el apetito, la paz.

A veces me obligaba a salir, a caminar por las calles, esperando que el aire fresco disipara mis pensamientos. Pero todo me devolvía a él. Veía parejas reír en las terrazas, amigos compartiendo complicidad, y sentía un nudo insoportable en el estómago. Me descubrí envidiando esas pequeñas muestras de afecto que antes me parecían triviales, porque yo las había tenido y ahora me eran negadas.

En la soledad de mi habitación, una noche, tomé el anillo de compromiso entre mis manos. Ese anillo que Matías me había entregado a los dieciocho, en una tarde inolvidable. Recuerdo su voz clara, el brillo en sus ojos, la promesa de un futuro juntos. Había dicho que nunca me dejaría sola, que lo nuestro era para siempre.

Yo había creído en cada palabra.

Lloré abrazando ese recuerdo, sintiendo que se deshacía en mis manos como arena.

“Quizá exagero”, me repetía a veces, tratando de convencerme de que todo tenía una explicación. Tal vez estaba ocupado, tal vez había algo importante que lo mantenía lejos. Pero en el fondo sabía que la explicación verdadera era la más dolorosa: él había cambiado.

Yo ya no era su prioridad.

Las noches continuaron con esa misma rutina: esperar, revisar, imaginar, recordar. Como un círculo del que no lograba escapar. Y en cada vuelta, mi corazón se hacía más pequeño, más cansado, más roto.

Hasta que comprendí que la ausencia de Matías ya no era un accidente. Era una elección.

Y yo estaba quedando fuera de su vida.

Me dormí esa noche con esa idea martillando en mi pecho, con lágrimas que parecían no acabarse nunca. El silencio, una vez más, fue el único testigo de mi derrota.

Una mañana, al despertar, lo decidí: no iba a escribirle primero. El orgullo —ese pequeño fragmento de dignidad que aún me quedaba— me lo impedía.

Si él quería, que buscara.

Si no… tal vez ya estaba todo dicho en su silencio.

Y así, los días se volvieron semanas.

Yo, sumergida en un vacío que no sabía cómo llenar.

Él, ausente.

Ausente en cuerpo, en voz, en todo.

Y en ese vacío empecé a intuir lo que todavía no me atrevía a nombrar en voz alta: que mi vida, desde ese momento, jamás volvería a ser la misma.

Sigue leyendo este libro gratis
Escanea el código para descargar la APP
Explora y lee buenas novelas sin costo
Miles de novelas gratis en BueNovela. ¡Descarga y lee en cualquier momento!
Lee libros gratis en la app
Escanea el código para leer en la APP