El sol apenas asomaba sobre el horizonte cuando un tenue resplandor dorado se filtró entre las cortinas de la cabina. El sonido de las olas era suave, distinto al rugido furioso de la noche anterior. Livia abrió los ojos lentamente, confundida por la luz que bañaba su rostro. Tardó unos segundos en recordar dónde estaba.
El barco ya no se balanceaba con violencia. En cambio, una quietud casi irreal llenaba el ambiente. Dante dormía a su lado, el cabello húmedo y desordenado, con un brazo sobre su cintura. Por primera vez en horas, todo parecía tranquilo.
— ¿Dónde estamos? —murmuró ella, incorporándose con cuidado.
Salió a la cubierta, descalza, con una manta envuelta en el cuerpo. Lo primero que vio fue una franja de arena blanca y palmeras meciéndose al viento. Habían encallado en una pequeña isla, apartada, silenciosa y paradisíaca.
Poco después, Matteo y Sofía aparecieron desde el otro extremo del barco. Él tenía el rostro cubierto de sal y cansancio, pero sonreía con alivio. Sofía,