El cielo de la costa brillaba con una intensidad dorada cuando el jet privado aterrizó en el pequeño aeródromo del sur. Afuera, el aire olía a sal, a olivares cercanos y a tierra caliente. Un chófer los esperaba con dos camionetas negras, que los llevaron por un camino bordeado de cipreses, mientras el sol comenzaba a bajar lentamente hacia el horizonte.
La villa estaba ubicada sobre una colina con vista directa al mar Tirreno. Era una casa antigua, restaurada con buen gusto: paredes de piedra clara, ventanas con postigos de madera y una terraza que abrazaba toda la fachada con vistas al mar infinito. Flores silvestres brotaban entre las paredes, y el sonido de las olas se colaba como una música de fondo constante.
—Dios mío —susurró Livia cuando bajó del auto—. Esto parece un sueño.
Dante bajó a su lado y la miró de perfil. El viento le despeinaba suavemente el cabello y el sol pintaba su piel de oro tenue. No dijo nada, pero se permitió observarla un poco más de la cuenta.
—Espero q